Submarino (24 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

El agua comunica las presiones mucho más fielmente que el aire. Basta una onda de presión para que el submarino se rompa en pedazos. La bomba ni siquiera necesita alcanzarnos: con sólo detonar en el así llamado radio de la muerte, el submarino está perdido. Las bombas de profundidad livianas tienen sesenta kilogramos de peso; las de los destructores, alrededor de doscientos. A cien metros de profundidad, el radio de la muerte es también de aproximadamente la misma medida.

De qué me sirve ahora saber todo eso...

Por un rato, silencio; trato de distinguir el menor ruido... solamente oigo el sonido de las máquinas eléctricas. A veces, un suspiro.

El comandante parece acordarse de que nosotros existimos. Sin moverse deja pasear sus ojos por la semipenumbra y dice, susurrando: —¡Yo los vi de pie sobre el puente!; nos miraban a nosotros, o por lo menos miraban hacia aquí. Eran tres hombres. ¡Una corbeta!

El comandante se inclina hacia adelante y le murmura al escucha: —¡Fíjese si la corbeta se aleja! —Y después de un minuto lo apura—: ¿Más o menos?

El escucha responde inmediatamente: —¡Igual!

También su rostro sigue igual, impávido, sin color. Los ojos y la boca son apenas unas líneas. Cuando levanta la cara, se recortan nítidos los agujeros de su nariz.

El viejo ordena descender.

En realidad, la estructura de nuestro submarino responde muy bien; el punto flojo de la cuestión son las aberturas: las de ventilación, las entradas de agua...

Las detonaciones más peligrosas son las que nos toman por debajo de la quilla, porque es allí donde se concentra la mayor cantidad de comunicaciones con el exterior.

El radio de la muerte, a su vez, se hace más pequeño a medida que la profundidad es mayor.

De repente oigo que desde afuera arrojan contra la pared del submarino un manojo de piedrecitas.

—¡Asdic! —dice alguien en la central. La palabra me resuena en los oídos, la veo escrita en mi memoria. Trato de situarla.

Más piedras... otras más aún...

Un escalofrío me recorre la espalda:
Antisubmarine development investigationcommittee
; ¡el ensayo con rayos ultrasónicos!

Es ese rayo el que ha producido el golpeteo al chocar contra la estructura del submarino. En el silencio absoluto, las piedrecillas dan la sensación de ser una sirena. Los impulsos llegan cada treinta segundos.

Quisiera pedir a gritos que esto se acabe. El ruidito carcome los nervios.

Ninguno se atreve ya a levantar la cabeza o a respirar hondo. A pesar de que sabemos que el Asdic nos encontrará, aunque nadie se mueva un milímetro.

Contra el Asdic no ayuda el silencio. Tampoco el frenar las máquinas eléctricas. El Asdic no se basa en los ruidos que nosotros podemos generar, sino en nuestra masa. Ni la profundidad puede salvarnos ahora.

Estoy enormemente nervioso; mis manos tiemblan. Me alegro realmente de poder permanecer sentado.

El escucha susurra:

—¡Aumenta!

El comandante pasa a mi lado de puntillas:

—¿Podemos irnos?

—¡El sondeo está en doscientos noventa y cinco grados!

Cuatro detonaciones en rápida sucesión. Aún no han terminado los remolinos de agua alrededor de nosotros, cuando el comandante nos dice:

—Era un barco bastante viejo, bien pintado, de bonita línea.

Un golpe en los pies me hace saltar y contraerme. El suelo retumba.

—¡Veintisiete... veintiocho! —cuenta el navegante.

Comienza a oírse un rumor, como cuando se revuelve un poco de pedregullo en una caja de lata; a eso se agrega un sonido de base, melodioso, parecido al canto de los grillos. Es el zumbido que producen las hélices de la corbeta. No me atrevo siquiera a desviar la vista... estoy como congelado, sin moverme. Hasta la dilatación de las pupilas podría atraer al enemigo.

¡Otras cinco bombas! El oficial navegante sigue contando, con voz monótona.

He tratado de no moverme.

El comandante eleva la cabeza. Clara y pausadamente nos advierte:

—¡Tranquilos, señores, esto no es nada!

La paz que hay en sus palabras se transmite a nuestros nervios, los aplaca.

Pero ya llega el próximo golpe, que hace temblar todos los cimientos; dos o tres hombres caen al suelo por el impacto de la onda. El aire se espesa, en el ambiente se respira mal.

¡Buumm... rrakkbump... rraabbumm!

—¡Treinta y cuatro... treinta y cinco... treinta y seis! Es la voz del navegante.

Esta vez, el comandante le responde:

—¿Y qué hay con eso? —y continúa con sus cuentas. En el submarino hay un silencio mortal. Otra vez el susurro, unos segundos después:

—¿Cómo se mueve ahora?

—¡Doscientos sesenta grados! ¡Se escucha más fuerte!

—¡A estribor, entonces! ¡Todo a estribor! —la decisión del comandante no se hace esperar.

Hay que pasar una llave hacia popa. La tomo entre mis manos y la entrego a quien está más cerca. ¡Dios mío, si sólo se pudiera hacer algo!

El cuerpo del escucha está inclinado hacia adelante; sus ojos, bien abiertos, no nos miran, sino que se centran en el infinito. Ahora es el único que está en comunicación con el mundo exterior. Parece un médium, cuando informa:

—¡El ruido aumenta... doscientos treinta... doscientos veinte!

—¡Apagar las luces innecesarias... quién sabe cuánto tiempo estaremos aquí abajo todavía! —ordena el viejo.

El escucha se hace oír nuevamente:

—¡Se acercan...! ¡Ruidos a doscientos diez grados... aumentan rápidamente de intensidad! ¡Están muy cerca ahora!

El comandante:

—¡Ambas máquinas a toda velocidad hacia adelante! Pasan los segundos.

—¡Ojalá no llame a sus colegas! —lo que dice el comandante confirma lo que yo había pensado: la liebre está perdida cuando los perros son muchos.

El que nos persigue no es ningún principiante. Y nosotros estamos atados de pies y manos, sin poder hacer absolutamente nada; tenemos cinco torpedos y no los podemos usar. ¡Si tan sólo tuviéramos la pálida seguridad que da la posesión de un arma! Pero ni siquiera nos está permitido gritar. Solamente escapar. Eso es todo. Hundirnos. Más y más. ¿A cuánto estamos ahora? Ya no le creo a mis ojos: el indicador del manómetro de profundidad señala ciento cuarenta... cuando la garantía de los constructores llega hasta los noventa.

Pasan diez largos minutos sin que nada suceda.

Otra vez nos alcanza el pedregullo, a la altura de la celda de inmersión de babor. El rostro del escucha me indica que en seguida caerán las bombas. Cuenta con los labios... quizá los segundos que tardará en caer.

La primera detonación se produce tan cerca que la siento en la médula espinal. Estamos sentados en el centro de un gran tambor. Un tambor con parches de metal. También el navegante mueve los labios, sin pronunciar palabra. ¿No estaré sordo?

Pero el comandante rompe el silencio. Con claridad, aprovechando el ruido del bombardeo, nos estimula:

—¡Muy bien, sigan así! ¡Hay que sacarles el cuerpo! ¡En casa hay... ! —y queda cortada la frase, porque el comandante se interrumpe. El silencio parece la cuerda tensa de un violín.

El comandante ordena a media voz que ascendamos un poco. El ingeniero aclara la orden. Las máquinas eléctricas funcionan otra vez a poquísima velocidad. La proa se levanta. Se oye el agua rumoreando en su paso hacia la popa.

—¡Cuarenta y uno! —dice el oficial navegante.

Después del grito desgarrado de las bombas siento el silencio que lo sigue como un agujero acústico, sin fondo, tapizado de negro.

Quizá sólo para no sufrir el silencio el comandante lo corta.

—Pienso si los de arriba no habrán perdido el contacto.

Pero no termina de decirlo cuando vuelven a sentirse las detonaciones. Una respuesta categórica pienso yo.

Ya no puede localizar dónde estallan las bombas: si arriba o debajo, si detrás o delante de nosotros. El comandante aún parece que logra hacerlo, sin embargo. El es quizás el único, además; que en este momento sabe a cuánto estamos del final de la función. Tal vez lo sepa el navegante, también. Yo, de todas maneras, ya no puedo hacerme un cuadro de nuestra situación. Solamente puedo seguir el indicador de la profundidad; en este momento volvemos a hundirnos.

El ingeniero no se mueve de su puesto, detrás de los timones de profundidad.

Su rostro está más tenso que nunca. En la pobre iluminación del ambiente, sus manos parecen de cera. Sus párpados están entrecerrados, como si la luz le molestara.

Ambos timoneles están inmóviles detrás de sus tableros de mando; aun cuando tienen que manejar los timones, están absolutamente estáticos: el movimiento que deben realizar es mínimo. Los timones se mueven con energía eléctrica, de forma tal que sólo hay que apretar botones en el tablero... Todo perfecto, salvo que no podemos controlar al enemigo.

Hay una pausa para respirar; aprovecho para sentarme mejor. Seguramente la corbeta no se hará esperar. Sólo está cambiando de ángulo, quizá hasta alejándose de nosotros; de todas maneras nos tienen seguros con su remaldito Asdic. Toda su gente está ahora en cubierta, buscando en la superficie la menor señal, la más mínima espuma que nos delate, si pensamos en salir a flote.

O tal vez, buscando manchas de aceite...

El escucha no se mueve ni dice nada: ni un ruido.

Yo oigo un clic... ¿Un nuevo Asdic? Pasan muchos minutos, interminables.

Termina el clic, pero comienza el pedregullo contra la pared del submarino. El comandante murmura:

—¿Lo alcanzaremos otra vez?

¿Lo alcanzaremos? ¿A quién? ¿Quiere decir al convoy?

Le dice al escucha:

—¡Oiga si se retira! —Y segundos después, impaciente—: ¿Más menos?

—¡Igual !

Pero un segundo más tarde:

—¡En aumento!

—¿Posibilidades?

—¡Se siente a doscientos veinte grados!

—¡Todo a estribor, entonces!

Otra vez nos movemos en martillo.

Ambas máquinas vuelven a la velocidad mínima.

Oigo caer gotas de sudor... Y una detonación hace temblar el suelo.

—¡Cuarenta y siete... cuarenta y ocho! —y en seguida—: ¡Cuarenta y nueve...

cincuenta... cincuenta y uno!

Miro la hora en mi reloj pulsera: son las catorce y treinta. ¿A qué hora fue la alarma? Creo que poco después de las doce... ¡Hace más de dos horas que nos persiguen!

—Mi reloj tiene un segundero rojo, concéntrico con las otras agujas. Me impongo calcular el tiempo que hay entre una detonación y otra.

Pasan dos minutos y treinta segundos... una detonación... treinta segundos... otra... veinte segundos, otra.

Me alegro de tener algo en qué concentrarme. Cierro el puño, como si con eso pudiera ayudar al segundero a marcar mejor el tiempo.

Y más rápido: Porque esto tiene que pasar. ¡Tiene que pasar!

Otro golpe seco, el ruido: cuarenta y cuatro segundos. Siento cómo mis labios se juntan en una sola línea, sin poder articular una palabra. Muerdo con fuerza mis propios dientes. Tengo que sostenerme ahora también con la izquierda, así que el segundero se escapa de mi vista.

El comandante ordena sumergirnos otros veinte metros.

Estamos a doscientos. Se oyen chirridos que no logro identificar. El ayudante de la central me mira con temor.

—¡Eso no es nada! —asegura el comandante.

Es la madera la que hace esos ruidos tan extraños, porque no soporta la presión que se ejerce desde afuera sobre la estructura. Doscientos metros, un número redondo... Es fácil hacer cuentas con él.

Sobre cada centímetros cuadrado de nuestra piel de acero hay ahora un peso de veinte kilogramos, es decir, que sobre cada metro cuadrado descansan nada menos que doscientas toneladas. ¡Y la pared de metal solamente tiene un espesor de dos centímetros!

Los chirridos aumentan.

—¡Esto no es nada agradable! —es todo lo que se le ocurre al ingeniero.

La tensión de la piel del submarino es la tensión de mi propia piel. Lo siento con el siguiente disparo, que me llega al cerebro. Con esta presión una pequeña onda puede hacernos volar en pedazos. La piel es una cáscara de huevo.

A menos de medio metro de donde yo estoy, la mosca de a bordo se mueve como siempre. ¿Cómo habrá caído en este mundo infernal? Cada uno se busca su destino, pienso... La mosca... yo. Yo subí al submarino porque quería hacerlo.

Dos detonaciones juntas, luego otra. Los de arriba quieren pescarnos a toda costa.

Hay tranquilidad, pero apenas durante unos latidos de mi corazón. Dos detonaciones resuenan junto con los vidrios del manómetro, que caen en pedazos al suelo. La luz vuelve a apagarse.

El rayo de una linterna brilla contra el techo y busca el indicador de profundidad. Me invade el pánico: ¡las agujas del manómetro también se han caído!

Una cañería pierde agua y entre ambos timoneles aparece un chorro líquido. Alguien informa de la pérdida de agua, y el comandante responde:

—¡Tonterías, no hagan teatro!

Ya no podemos leer si caemos o ascendemos; el indicador se parece a los ojos de un ciego.

Me asusta pensar que tampoco podemos contar con los instrumentos. ¿Qué haremos sin ellos?

El marinero de la central se empeña en encontrar con la luz de su linterna el lugar de donde se escapa el agua. Trata de reparar el mal, pero antes de haberlo conseguido está completamente empapado. Cumplido su objetivo, se pone a buscar algo en el suelo, entre los charcos de agua. Por fin encuentra lo que quería: una aguja del manómetro. Como si entre sus manos tuviese un precioso tesoro, se incorpora sigilosamente y llega hasta el aparato; una vez allí intenta colocar la aguja en su posición; es la aguja que marca las profundidades más grandes. No quiero pensar en lo que puede pasar si la aguja se niega a funcionar.

El marinero saca su mano del manómetro. El indicador tiembla y comienza a girar. Sin palabras, el comandante felicita al marinero. Basta una mirada.

Ciento noventa metros...

El escucha me devuelve a la realidad.

—¡Se oye más fuerte! ¡Doscientos treinta... doscientos veinte grados!

El comandante se quita la gorra. Sus cabellos están mojados por el sudor. Respira profundamente.

—¡Los ruidos aumentan! ¡Doscientos diez grados ahora!

El comandante ordena de inmediato velocidad máxima. Un temblor recorre el submarino, que pega un salto hacia adelante. El comandante se recuesta contra la columna del periscopio y vuelve a tomar aire.

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