Authors: Lothar-Günther Buchheim
Por mi conciencia pasan figuras que creía olvidadas hace tiempo. Colores, situaciones. Pero el escucha me saca de mis pensamientos con un susto. Informa algo nuevamente, mas sus palabras no llegan a penetrar en mi cerebro.
Otra vez la espera con la respiración contenida. Cada pequeño sonido atraviesa mi sistema nervioso como si se tratara de una herida abierta. Mi cerebro sólo piensa una cosa: están justo por encima de nosotros. Justo por encima. Justo por encima. Me olvido de respirar; cuando siento la necesidad de aire, lleno mis pulmones, esta vez completamente. Por detrás de mis párpados cerrados veo de nuevo la imagen que presenta un bombardeo: una serie de burbujas chisporroteantes que se hunden en la vertical y allí, en lo más profundo, se separan en mil direcciones como otros tantos soles de fuego. Alrededor de los núcleos encendidos, todos los colores del espectro se arremolinan en formas fantasmales, unos más profundos, otros más fríos. Hasta que todo el mar adquiere una coloración mezclada y burbujeante.
El marinero de la central me arranca de mis tribulaciones: con gestos y susurros le indica al ingeniero que en un rincón está por volcarse una lata de aceite. Yo creo que en este momento realmente da lo mismo si el aceite resbala o deja de resbalar. Pero al marinero no le gusta.
El ingeniero le señala, por medio de otro gesto, que tiene el permiso de proceder en contra de la lata.
El marinero quiere arreglar entonces las cosas a su manera, pero le salen mal: la lata se inclina demasiado y en el suelo aparece una gran mancha de aceite. El oficial navegante hace una mueca de desaprobación. El marinero enmienda por fin su error.
—¡Hay ruidos del destructor girando hacia popa! —informa el escucha. Casi al mismo tiempo detonan dos bombas. Pero las detonaciones se oyen más suaves que las anteriores.
—¡Lejos! —dice el comandante.
¡Rrrbummm! ¡Tiummbumm!
Más suaves aún. El comandante vuelve a tomar su gorra:
—¡Parece una maniobra! ¡Que practiquen en casa!
El marinero de la central se ocupa ahora de reparar los vidrios del manómetro, como si supiera que sólo mirar la rotura es un veneno para mí.
Me incorporo. Tengo las piernas duras. Trato de dar un paso... Es como si caminara en el vacío. Me agarro de la mesa cartográfica y observo el mapa.
Ahí veo la línea a lápiz que señala el trayecto del submarino. Más allá está la cruz que muestra la última toma de posición. Y aquí se interrumpe la línea. Tendré estas cifras presentes, toda mi vida... Si salimos de aquí.
El escucha gira el dial.
—¿Y? —pregunta el comandante. Se hace el aburrido. Juega con la lengua, y con ella hincha la mejilla desde adentro de la boca.
—¡Se va! —comunica el escucha.
El comandante mira en derredor. El es ahora la paz en persona. Sonríe feliz:
—¡Según parece, el partido está finalizando!
Se pone de pie, da unos pasos inseguros.
—¡Ha sido muy aleccionador! Merecedor de la orden al mérito en bombardeo! — y desaparece en su habitáculo.
—¡Traigan un pedazo de papel! —grita un instante después. ¿Querrá escribir algo importante sobre nuestra experiencia? ¿O un informe para el Mando? Seguramente escribirá: «Sorprendidos por un destructor; tres horas de persecución y bombardeo». Si escribe más que eso, es que lo conozco mal.
Cinco minutos después aparece nuevamente en la central. Intercambia una mirada con el ingeniero, y en seguida, mientras sube a la torre, ordena:
—¡Profundidad de periscopio!
El ingeniero comunica la orden a los timoneles.
Desde arriba llega la voz del comandante:
—¿Qué profundidad?
—¡Cuarenta metros!
El ingeniero continúa informándole:
—¡Veinte metros... quince metros... el periscopio alcanza la superficie!
Otra vez oigo el zumbido del motor del periscopio. Los minutos se suceden. El comandante no vuelve a abrir la boca. Ni una sílaba.
Nos miramos sin entender.
—Algo no está en orden... —dice el marinero de la central.
Por fin se oye hablar al comandante:
—¡Abajo, rápido! ¡Bien profundo, todos los hombres hacia la proa!
Repito la orden. Lo mismo hacen otros. El eco se confunde con la gente que comienza a correr desde la popa.
El ingeniero despotrica todo el diccionario. El indicador del manómetro recomienza su cuenta regresiva: veinte, treinta, cuarenta metros.
Vuelven a aparecer las botas del comandante. Todas las miradas convergen hacia él. Pero el comandante solamente sonríe cínicamente y sigue impartiendo órdenes:
—¡Ambas máquinas a mínima velocidad! ¡A sesenta grados! —hasta que por fin nos aclara—: La corbeta está a quinientos metros de aquí. Al parecer está detenida. Nos quieren sorprender, esos tontos. —El viejo se inclina sobre la carta. Un instante más y se dirige a mí—: ¡Son vivos! ¡Hay que ser muy cuidadoso con ellos! En fin, ahora nos retiramos lentamente hacia el Oeste.
Al oficial navegante le pregunta:
—¿Cuándo comienza el anochecer?
—A las dieciocho y treinta, señor.
—Muy bien; mientras tanto nos quedaremos bajo el agua.
No creo que haya ningún peligro inmediato porque el comandante acaba de hablar en voz alta. Ahora respira hondo, y con el tórax repleto de aire nos mira a todos, uno por uno.
—¡Pasó! —dice, y pasea su vista por el suelo: restos de agua, vidrios, aceite.
El camarero aparece, dispuesto a borrar las huellas de la lucha.
Es en la sala de máquinas donde ha habido la mayor cantidad de inconvenientes. El ingeniero se dedica a confeccionar una lista de detalles técnicos. El viejo presencia el hecho pacientemente.
—¡Haga arreglar todo rápido y bien! —le dice—: Tengo la impresión de que aún se nos va a necesitar en esta zona. —Enseguida se dirige a mí—: ¡Ya es hora de comer!
—¡Los huevos fritos deben de haberse enfriado! —dice el segundo oficial, sonriente.
—¡Eh, cocinero, cocine huevos frescos! —grita el comandante hacia la popa.
Estoy como anestesiado: ¿es verdad que estamos aquí, sentados a la mesa, en amable reunión, o es simplemente un engaño de los sentidos?
Mi oído todavía oye perfectamente los estruendos que producen las bombas de profundidad al detonar. Mi mente no puede comprender que hayamos salido sanos y salvos de esa lluvia de metal... Y ahora estoy sentado ahí, moviendo la cabeza, como si con eso se pudiese sacudir de encima la anestesia y el ruido infernal de las últimas horas.
No ha pasado aún una hora desde que cayera la última bomba: el radiooperador pone un disco en el gramófono. La voz de Marlene Dietrich inunda el submarino. Es un disco de la colección privada del viejo.
El comandante da la orden para subir a la superficie. El comunicado se oye en todo el submarino, por el altavoz. Son las siete de la tarde. El ingeniero da las indicaciones necesarias para que la maniobra se efectúe. Los vigías del puente se aprestan a salir al exterior y se visten con sus trajes de goma.
—¡Sesenta metros! ¡Cincuenta metros! ¡El submarino asciende rápidamente! — informa el ingeniero. A los treinta metros, el comandante hace escuchar, para saber si hay moros en la costa; nadie se mueve, nadie respira siquiera, deseando que no haya sorpresas. Pero no pasa nada.
A la profundidad de periscopio, el comandante da otra mirada, esta vez él mismo, por el aparato.
Esperamos, ansiosos. Nada.
—¡Emerger!
El aire comprimido entra sibilante en las cámaras de inmersión. El comandante arría el periscopio. Un clic señala que el periscopio se ajusta en su lugar de reposo.
—¡La torre está en la superficie! —señala el ingeniero—. ¡Igualar presiones!
El primer oficial tiene prisa por abrir la compuerta que da hacia el exterior: al hacerlo se oye como el estallido del corcho al destaparse una botella de champaña; aún no se han igualado las presiones. El aire fresco nos invade... Aire frío y húmedo... Recibo su entrada triunfal como un regalo. Me lleno de él. Lo paladeo. El submarino comienza a moverse.
—¡Mantenerse atentos! —el comandante no quiere riesgos.
Alrededor de nosotros, el cielo oscuro. Sólo un par de estrellas. Titilan y tiemblan, pequeñas como linternas al viento.
La torre se recorta contra el fondo natural y no cesa de bailar.
—¡Diesel a babor, a poca velocidad!
El submarino se contrae por un instante: los diesel comienzan a funcionar.
Por orden del comandante suben a cubierta el oficial navegante y la guardia de turno.
—¡Tenemos que mandar un comunicado! —oigo que alguien dice.
El oficial navegante vuelve a bajar. Me sonrío, porque escribe prácticamente el mismo texto que yo acabo de pensar. Me mira con cara rara, porque no comprende mi sonrisa.
—¿Puedo subir? —pregunto cuando él ha desaparecido en dirección del radiooperador.
—Sí, señor.
Subo. Las nubes se abren delante de la luna. Ella se apoya en sus reflejos blanquecinos. El mar reverbera y chispea, allí donde la luz lo toca. Pero ya las nubes se cierran, la luna se esconde. La única luz viene ahora de las pocas estrellas, esparcidas en el firmamento, y de los reflejos del mar. Detrás del submarino una estela fosforescente lanza su magia verdosa. Las olas se rompen contra la embarcación, y el ruido que hacen me recuerda el agua que toca una plancha caliente. A veces una ola de mayor tamaño nos hace frente, y su dolor al quebrarse se traduce en un opaco sonido de gong.
Tengo la impresión de que el submarino no flota sobre el agua sino que se desliza sobre una piel invisible, que separa la profundidad de la superficie. Ambas negras. Hay mil noches por sobre nosotros, y otras tantas por debajo de nuestros pies. Hasta mis pensamientos están desdibujados entre tanta pesadumbre. Han salido de foco. Sólo comprendo que estamos salvados; somos pescadores que vuelven al hogar.
—Es bueno saber que este laguito tiene tres dimensiones —dice el comandante a mi lado.
Estoy sentado a la mesa del desayuno. Oigo la conversación que se desarrolla entre los suboficiales. Parece Johann el que habla, por la voz; solamente oigo detalles, no todo. Creo que está en medio de un informe:
—...por fin hubo una estufa. ¡Oh, Dios, qué carrera! Pero no había nada que hacer. Ni con la credencial del submarino. Por suerte el aparador no fue problema: tengo un cuñado que es inspector de cárceles, así que lo hizo hacer ahí adentro... Claro que no había ni qué pensar en conseguir un cochecito de bebé: Le pregunté a Gertrud si realmente todavía siguen usando esos carritos para bebé: después de todo las negras se los atan a la espalda, con un trapo y nada más. En fin, con una lámpara de pie estaría listo el rincón donde sentarse a leer. Que la pague el viejo. Gertrud ya sé desarrolló bastante: ¡ya van seis meses! Tengo curiosidad por saber si cuando sea la hora voy a estar prestando servicio... No, alfombras no... además, dónde las voy a conseguir sin robarlas... Siempre lo digo: me conformo con que el cuchitril no se desplome. ¡Hubo ocho ataques aéreos en una semana!
—Bueno, un viaje más... ¡y a estudiar! —dice otro, con tono de consuelo. Es el contramaestre.
—La mesa podría quedar bien, pintada de blanco... Podrían fabricarla en el astillero, si quisieran... Y el cochecito del bebé también... aunque ahí me lo harían blindado.
Johann ha dicho la frase final; pero no contento con ella, prosigue aún:
—¡Qué manera de agrandarse, con las provisiones que han logrado ahorrar!
Todos tendríamos que llevarnos un par de latas de conserva a casa... A Gertrud seguro que le vendrían muy bien.
A las nueve de la mañana del día siguiente tropezamos con los restos de un naufragio. Un submarino parece haber chocado con el convoy. Nuestra proa deshace la gelatina negra que se ha formado con el combustible. Más allá, encontramos un bote inflable con el tripulante adentro. Está sentado como sobre una tumbona. Sus pies cuelgan a los lados de un asiento de goma; sus manos permanecen levantadas hacia adelante como si leyera el periódico. Me asombra ver el pequeño tamaño de estas embarcaciones.
Al acercarse, descubro que al hombre le faltan ambas manos. Nos señala con sus muñones ennegrecidos. También la cara es una máscara ahumada; solamente ambas hileras de dientes le dan al cuadro un tinte blanco.
—¡Muerto! —dice el oficial navegante. Se lo podría haber ahorrado.
La embarcación pasa rápidamente a nuestro lado empujada por las olas que nosotros provocamos. Tengo la impresión de que el cadáver está casi cómodo en esa posición de lector de periódico.
Nadie se atreve a pronunciar una palabra. Por fin el oficial navegante vuelve a romper el silencio:
—Era un marino civil. Me pregunto de dónde sacó ese bote neumático... los vapores generalmente llevan balsas... ¡Qué raro!
Esta disquisición técnica tiene la virtud de liberar la tensión ambiente. El viejo en seguida toma parte en el diálogo. Durante un largo rato discuten la posibilidad de que ahora cualquier buque comercial lleve un marino de guerra. ¿Quién si no manejaría las armas?
Los restos no cesan de pasar. El vapor dejó tras de sí una estela inconfundible de muerte: combustible, cajones, botes salvavidas rotos en pedazos, balsas, boyas, trozos enteros del puente de mando. Entre todo eso, tres o cuatro ahogados colgando, con las cabezas gachas, de sus chalecos llenos de aire. Y de pronto, más cadáveres aun: ahora aparecen casi todos, sin salvavidas, con la cara escondida bajo el agua... varios, mutilados.
El viejo ordena acelerar la marcha; se queda en la cubierta, pero mira fijamente hacia proa. El oficial navegante vigila atentamente su sector.
Veo al vigía de estribor tragando saliva: justo en ese, momento pasa por delante de él un cadáver, el rostro hacia abajo, flotando sobre un tirante.
Trato de imaginarme cómo habrá sucedido todo esto.
—¡Ahí sobrenada una boya! —dice el viejo, y su voz suena como mal aceitada, áspera.
Rápidamente da una serie de órdenes cortas y enfilamos hacia ella. Es visible a momentos, pero a veces se oculta detrás del oleaje; es roja y blanca.
El comandante le indica al oficial navegante:
—La tomo por babor; ¡vamos, la número uno!
El contramaestre sale disparado, cruza el puente y sube a la torre; un minuto después reaparece con una pequeña ancla en la mano.
Todos nos damos cuenta de lo que el viejo tiene en mente.