Submarino (26 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

El oficial navegante se inclina lo más posible, para poder tener ante sus ojos todo el submarino, desde popa hasta proa.

—¡A babor, máquina a poca velocidad hacia proa! ¡Máquina de estribor a todá marcha hacia adelante! ¡Timón a babor! —ordena.

La boya deja de verse por instantes. Todos tratamos de no perderla de vista. Ahora la máquina de babor ha dejado de funcionar; la de estribor lo hace muy lentamente. Los giros me confirman una vez más lo que ya en muchas oportunidades pensé: la maniobrabilidad del submarino no es grande: es un artefacto largo y tan delgado que ambas hélices no quedan lo suficientemente separadas una de la otra.

¿Dónde está la boya ahora ¿Dónde, maldición? Ya tendría que quedar a babor... Ah, qué suerte; ahí está ya.

—¡A babor quince, ir a cien grados... ambas máquinas a poca velocidad! Lentamente, la proa se acerca a la boya. El oficial navegante controla la operación; el contramaestre espera, con el ancla en una mano; en la otra, la cuerda del ancla me recuerda un lazo.

La boya llega a la altura de proa; el contramaestre ya está allí adelante. ¡Qué lástima! No se ve ninguna inscripción... ¿Estará del otro lado, o se habrá borrado?

Sin prisas, se desliza a más o menos tres metros del submarino. Mejor no podría ser. El contramaestre se balancea y arroja el ancla. ¡Falló! Suspiro, como si me hubieran cazado a mí. Aun antes de recoger el ancla la boya ya se bambolea cerca de la popa.

—¡Frenar ambas máquinas!

Por todos los diablos, ¿qué pasa ahora? El submarino sigue su camino hacia adelante; lo lleva la inercia; no podemos frenar. El contramaestre corre y llega a popa; ensaya un nuevo tiro; pero esta vez deja poca cuerda, y el ancla no llega a la meta; faltó medio metro, por lo menos.

—¡Haremos otro intento! —señala el comandante, frío.

Retengo la boya en mis binóculos, mientras el submarino da su gran vuelta. Esta vez el oficial navegante consigue colocarse tan cerca de la boya que el contramaestre, con sólo agacharse sobre la cubierta, podría cogerla con la mano. Pero prefiere el ancla. La arroja. Y tiene éxito.

—«Gulf Stream» —grita hacia el puente.

Más tarde, reunidos alrededor de la mesa, el comandante manifiesta:

—Espero que no molestemos a nadie con nuestra actuación.

La mirada del ingeniero es francamente interrogativa. También el primer oficial presta atención. El viejo aprovecha el suspenso y se toma su tiempo. Por fin comienza a tartamudear lo que está pensando.

—Supongamos que los del submarino no consiguieron averiguar el nombre del vapor que hundieron, así que al informar de su victoria pudieron hacerlo aumentando la cantidad de toneladas. Supongamos que dijeron quince mil toneladas... y ahora llegamos nosotros y contamos que descubrimos los restos del buque «Gulf Stream», que, pongamos por caso, está registrado con diez mil, nada más...

El comandante hace una pausa para comprobar que realmente lo seguimos en su razonamiento.

—Sería triste, ¿no es cierto? Muy triste... —dice.

Observo el linóleo que cubre la mesa y me pregunto en silencio: ¿Qué es lo que estamos discutiendo? ¿Si un comandante pierde prestigio en tal caso? ¿Para esto sirvió toda nuestra penuria?

El comandante se ha recostado. Se acaricia la barba con el dorso de la mano. Su rostro está tenso, expectante. Es lógico: el viejo sólo se hace el fuerte para infundirnos fortaleza a nosotros. Pero también en él se siente el peso de los días.

El marino muerto no se me despega de la conciencia. Atrapa todas las demás imágenes de lo que acabamos de vivir. Es el primer marino extranjero muerto que veo en mi vida. De lejos parecía haberse acomodado en el bote lo mejor posible para poder remar tranquilamente con las manos, sin mucho esfuerzo. Sus manos quemadas... otros deben haberlo colocado sobre el bote.

No había náufragos... todos muertos. Los integrantes de un convoy todavía tienen alguna oportunidad de sobrevivir, pero los otros, los que navegan solos...

El comandante ya ha vuelto a la mesa de cartografía y hace números. No mucho después ordena colocar ambas máquinas diesel a toda velocidad.

Se incorpora; trata de ponerse bien derecho, y para eso levanta y baja los hombros. Se estira concienzudamente y carraspea un buen rato. Luego pone cara de pensador, como si estuviera eligiendo las sílabas:

—¡Me como una escoba si no estamos sobre la pista del convoy! ¡Qué pena tan grande! Durante todo este tiempo que permanecimos sumergidos por el ataque, no hemos podido recibir ningún mensaje de radio. Y seguramente fueron muchos los que nos perdimos... ¡Ojalá se haga oír el submarino más cercano... o cualquier otro que haya captado alguna información...!

Y entonces, de pronto, nos espeta:

—¡La bomba de profundidad es evidentemente el arma más inexacta que existe!

El ingeniero ha escuchado lo que el viejo acaba de decir. En su rostro se le nota que ha quedado anonadado. El viejo asiente ahora, con un dejo de conformidad. Todos en la central lo han oído. El viejo ha conseguido hacer la síntesis de todos los ataques producidos por un destructor: con las bombas de profundidad no se logra un blanco; somos la prueba viviente de ello.

Bertold recibe repetidas veces la orden de dar su posición exacta. También nosotros esperamos con atención que Bertold dé señales de vida.

—¡Humm! —murmura el viejo, y se tironea los pelos de la barba.

EL TEMPORAL 

Viernes. Día cuarenta y dos
. El viento del Noroeste sopla más fuerte cada vez. El oficial navegante nos lo aclara:

—Seguramente nos encontramos al Sur de una familia de ciclones que desde Groenlandia se dirige hacia Europa.

Su explicación me causa gracia, no sé por qué. El me observa, entre dudando y nervioso.

Va siendo tiempo de que yo vuelva a tomar aire fresco...

Afuera el mar se me presenta azul oscuro, verdoso. Trato de identificar realmente su tono. ¿Ónix, quizá? Sí, ónix es la tonalidad exacta.

Bajo las masas de nubes, a lo lejos, el mar adquiere un color casi negro. Sobre el horizonte aparecen algunas nubes solitarias, grises y oscuras, como sopladas. Más cerca que ellas y más compacta, otra nube de regular tamaño cuelga ante nuestra vista. A ambos lados, dos hileras de pequeñas nubecillas sin consistencia ni personalidad, y más arriba, por último, un montón de cirros, destrozados por el viento.

Pero al Este, el movimiento del cielo es muy diferente. Las nubes se suceden incansablemente unas a otras a la altura del horizonte, hasta que, en un punto predeterminado, se despegan de la línea que separa el líquido del aire e ingresan definitivamente a este último, cual globos que ascienden en un vuelo libre por completo. Sigo con la mirada su camino triunfal en la conquista del cielo; también se desprenden ahora del grupo oscuro del Oeste. Al principio, una pequeña avanzada prestamente seguida por una multitud de nubecillas, todas en dirección al cenit; se agazapan allí, se fijan a él con sus garras de aire; ya llega el grueso de las nubes mayores. Cuando todas están arriba, el viento las hace escapar nuevamente hacia un lado. Pero ya recomienza el ciclo, y otras nubes hacen lo posible por ganar una posición en pos de las anteriores. Da la impresión de que ahí abajo las reservas fuesen inagotables. Nubes y más nubes...

El marinero Böckstiegel va a ver a Herrmann, el enfermero, porque tiene en las axilas una costra que ya le está picando demasiado.

—¡Asqueroso! —le protesta Herrmann— ¡Ladillas! ¡Bájate los pantalones! —El marinero obedece—. ¿Estás completamente loco? ¡Ahí se divierte todo un ejército de ratas!

El enfermero informa del hecho al primer oficial. Este ordena una revisión general para las diecinueve horas. Los que estén de guardia en ese momento serán observados una hora y media después.

El comandante se encuentra durmiendo, así que se entera de la novedad sólo una hora más tarde. Parece un toro mirando la capa, mientras el primer oficial lo pone en antecedentes de la situación. Finalmente se golpea la frente con la palma de la mano izquierda.

—¡En fin! —musita.

Los marineros también han sentido el golpe. En sus lugares de trabajo se acusan y se acosan unos a otros.

¡Así que, además de una mosca, llevamos a bordo ladillas! Si seguimos por este camino nos convertiremos en una especie de arca de Noé para animalejos inferiores.

Finalmente se descubren los piojillos en cinco personas. Poco después, el submarino entero está impregnado de olor a petróleo: el antídoto.

El viento arrecia, como si saliera a presión de una pequeña lata de conservas. A ratos deja de soplar, y entonces parece que estuviese tomando nuevas fuerzas para seguir con su tarea.

Minuto a minuto el agua adquiere más y más tensión bajo las influencias del viento. Por todos lados van apareciendo colgajos de espuma como a través de un vidrio oscuro. Las olas toman lentamente un aspecto taimado. Tiemblan, aletean. Por sobre la proa aparece agua hirviendo que chisporrotea, sobre la cubierta y se va. El viento se mezcla con el agua que, perdida, toma camino hacia el aire y arroja gotas saladas en el rostro de los vigías.

También la central va mojándose. La humedad todo lo cubre, como una fina película. Las escalerillas ya están resbaladizas y frías.

No puedo permanecer arriba sin ponerme la ropa apropiada. Una vez abajo, me dirijo inmediatamente al barógrafo: la aguja ha inscrito una línea ascendente, en escalones. Pronto la línea alcanzará el borde inferior de la hoja. Tan malo está el tiempo.

El barógrafo es un instrumento fascinante: el tiempo escribe gracias a él su autobiografía, como con una pluma estilográfica. La aguja inscribe sobre un tambor, que gira lentamente sobre su eje vertical. La línea así lograda representa el tiempo; de vez en cuando se interrumpe con otras líneas verticales, también producidas por la aguja.

Como no puedo explicarme el sentido de estas últimas líneas, le pregunto al oficial navegante cuál es su significado.

—Es un resto de nuestra inmersión de prueba, día tras día. El barógrafo no reacciona, como es lógico, solamente ante los cambios de presión del exterior, sino también ante las variaciones de la presión de aire en el interior del submarino. Las líneas verticales significan sobrepresión.

Se nota que el tiempo preocupa al comandante.

—Estos ciclones, soplan a veces con una velocidad de doscientos a trescientos kilómetros por hora, provocando una gran intranquilidad atmosférica entre el aire subtropical y el polar.

—Teníamos que ofrecerle a usted algo bueno —me dice el ingeniero, con una sonrisa en los labios.

El viejo se inclina sobre la carta marina, y el oficial navegante la observa por encima de su hombro.

—Los frentes de tormenta del Atlántico Norte son de cuidado. Detrás del ciclón hay seguramente aire frío —nos aclara el comandante—, lo cual traerá sorpresivos golpes de viento y, espero, mejor visibilidad. Podríamos ir más hacia el Norte, pero entonces nos meteríamos en el núcleo mismo del ciclón. Y escapar hacia el Sur no podemos, por razones tácticas. Así que, amigo mío, no nos queda por hacer nada más que aceptar nuestro destino con la mayor valentía. Por ahora tenemos el mar de babor, por desgracia.

—¡Estoy seguro de que vamos a tener que movernos! —dice el piloto sordamente.

Un par de tripulantes están ocupados en asegurar las provisiones con correas. Aparte de ello, no hay mucho que preparar para la tormenta: aquí no es lo mismo que en un barco común... El viejo ya se ha resignado.

En el habitáculo de los marineros le oigo decir a Zeitler:

—¡Más de uno va a tener tos en estos días!

Y como ensayando para toser, comienza a mover hacia arriba y hacia abajo su nuez de Adán. Pero lo único que sale es un eructo.

—¡Qué mala acústica hay aquí últimamente! —opina otro.

—¡Si abres la ventana se mejora enseguida! —contesta Zeitler al momento.

Para el almuerzo tenemos que poner otra vez las maderas de contención; hay que cuidar que la sopa no se vuelque.

De pronto, el ingeniero le dice a su segundo, así como al pasar:

—¿Qué tiene usted ahí, sobre los párpados y las cejas? Eso debería enseñárselo usted al enfermero.

Después de que ambos oficiales y el segundo ingeniero se reponen de la sorpresa, el ingeniero continúa:

—Son ladillas, les advierto...

—¿Cómo? —pregunta el viejo.

—Eso que el segundo ingeniero tiene en los párpados y en las cejas son ladillas —repite el ingeniero.

—¿En serio?

—Claro. Cuando los animalitos se pasean por ahí, ya estamos por así decir en el quinto grado de la cuestión.

El viejo toma en sus pulmones una gran cantidad de aire: mira al ingeniero sin comprender aún del todo, con la frente arrugada como una tabla de lavar, la boca a medio abrir.

—No quiero pasar por sobre sus conocimientos en la materia, ingeniero —dice por fin—, pero... ¿quiere decir eso que su sucesor ha...?

—Bueno... quizá no haya que pensar de inmediato lo peor de él...

El ingeniero tiene una sonrisa cínica en el rostro. El comandante mueve la cabeza ida y vuelta, como si quisiera comprobar que sus vértebras cervicales están en orden. Hasta que consigue articular:

—¡Es que si es así, el segundo ingeniero ha ascendido mucho en mi consideración!

Ahora es el ingeniero quien queda con la boca abierta por la sorpresa.

En el submarino se hace el silencio. El zumbido de base, producido por los extractores de aire, toma cuerpo. Sólo cuando se abre la escotilla que da hacia el habitáculo de proa se oyen por momentos pedazos de canciones y murmullos. Me incorporo y voy hacia adelante.

—¡Gran orgía en la cueva! —me advierte el oficial navegante en mi paso hacia allí.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —pregunto al llegar.

—¡Aquí hay alegría y felicidad! —me responden varias voces a coro. La gente está sentada sobre el suelo.

Parece que hubieran querido poner en escena a los ladrones de Carmen, por sus vestiduras: lo más viejo, sucio y roto es lo que tienen puesto.

El submarino da un salto. El resto de la ropa se despega de sus lugares y cae en medio del habitáculo; nosotros debemos sostenernos para no caer. Desde el fondo se oyen improperios. Concentro mi mirada en la parte más oscura de la habitación:

¡ahí hay uno bailando desnudo!

—¡Ah, lo hace muy a menudo! —me aclara uno de sus camaradas rápidamente—.

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