Submarino (51 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

—Veintiuna y treinta.

—¡Esto marcha fantásticamente!

Debe de haber corrientes bastante contradictorias, porque el viejo ordena algunos bruscos movimientos de timón.

¡Si sólo pudiéramos usar el reflector! Porque vapores hay aquí en cantidades. Y barcos de guerra también.

El viejo manda parar las máquinas. Seguimos avanzando un rato; la proa vira a estribor.

El viaje continúa en zigzag. Los giros y las órdenes para las máquinas se suceden.

—¡Me vuelvo loco! —murmura el segundo oficial.

—¡Así no va! —grita el viejo.

—¡Allí pasa un tranvía! —dice el segundo oficial. Yo también lo veo.

Delante de nosotros se yergue una gran masa oscura: deben de ser dos o tres vapores que se superponen.

—¡Ahí hay uno haciendo una señal! —informa el oficial navegante.

—¿Dónde?

Trato de verlo. Por un segundo, una pequeña luz interrumpe la oscuridad total.

El viejo mira, en silencio. La luz, grande como un cigarrillo, se enciende y apaga varias veces.

—¡La señal! —dice el viejo, y respira profundamente.

Incrédulo, fijo mis ojos en el pequeño punto que se enciende y apaga.

—¡Realmente confían en nuestra buena vista! —se me escapa.

—Más sería sospechoso —me responde el viejo.

A poca velocidad, nuestro submarino se acerca sin prisa a la mancha que tenemos delante, la cual se desdobla ahora en tres sombras. Tres barcos en hilera. La luz brilla en el del centro. Poco a poco, el barco se agranda. De pronto oigo gente hablando en alemán. Nos apuran.

La callejuela de agua negra que se ha formado entre nuestra cámara de inmersión de babor y la pared del barco se estrecha sensiblemente. Para reconocer a la tripulación del vapor tenemos que levantar las cabezas, tan altos están ya.

Nuestro contramaestre ha subido a cubierta. Con insultos a media voz apura a sus hombres.

Toda la luz que tenemos es la que sale por el ojo de buey de un barco anclado poco más allá.

Desde arriba nos arrojan una escalerilla de cuerdas. Subo inmediatamente, detrás del comandante. ¡Dios mío! ¡Tengo los huesos endurecidos! ¡Lo que es la falta de práctica! Alguien estrecha mi diestra al llegar:

—¡Sea usted bienvenido, señor capitán!

—No, yo... no soy el... comandante.

Asombrados penetramos en el salón: manteles enormemente blancos, dos ramos de flores, paredes arregladas, cortinillas que ocultan los ojos de buey, una alfombra... Me parece un sueño. Por todas partes plantas de hoja alegrando el ambiente. ¡Y sillones, y en una fuente, sobre la mesa, uvas!

Siento algo en el estómago. Es una rara sensación de que todo esto desaparecerá en un instante.

Hasta el comandante de esta embarcación tiene cara de pastor, con una pequeña barbita blanca en el mentón y el cuero cabelludo totalmente calvo y amarronado por el sol. Cuello y corbata.

Otra vez estrechan mi mano. Otra vez sonora y lejana. ¡El viejo bien podría haberse vestido de otra manera para esta ocasión, y no con su eterno pullóver! ¡Claro!

¿Cómo puede adivinar el capitán del Weser que ese harapiento es nuestro comandante? Estoy seguro de haber enrojecido. Pero el capitán y el viejo ya se han hecho amigos: apretones de manos, sonrisas, parloteo.

Se nos empuja a los sillones. Aparece la oficialidad del Weser. ¡Todos de gala!

Más apretones de manos, más sonrisas. El viejo no trajo siquiera su orden puesta al cuello.

El capitán es en verdad un capitán de cuento: bien entrazado, con las orejas grandes y rojas. Todo lo quiere presentar ante nuestros ojos de la mejor manera posible: la confitería del barco está trabajando desde la mañana. Hay de todo, desde torta hasta pan fresco; con sólo pedirlo. Se me hace la boca agua. ¡Basta, por Dios! Recuerdo la imagen de felicidad del ingeniero: pan fresco, manteca y cacao caliente.

El capitán nos enumera su producción con voz que se me hace fantasmagórica:

—Chorizos frescos, carne, todas las frutas... hasta ananás... Cualquier cantidad de naranjas, higos, uvas, almendras...

¡Llegamos al Edén! Hace años que no veo ananás y naranjas frescas.

Como un mago, el capitán hace un movimiento sobre la mesa; un minuto después se nos sirve una fuente llena de jamón y chorizo.

A mí se me van los ojos. Pero al viejo también. Está sentado tieso:

—¡Vamos a ver cómo nos va!

—¡Seguramente que muy bien! —le responden de inmediato tres voces, al unísono. El capitán se encarga de asegurarlo en su asiento.

Y ahí está el viejo, tan tímido. Por fin murmura:

—¡Traigan al primer oficial... y al ingeniero!

Ya estoy de pie.

—¡Y que el segundo oficial y el segundo ingeniero se queden a bordo!

El capitán alcanza a gritarme todavía, en plena marcha:

—¡Todos se pueden bañar aquí... en dos tandas... todo arreglado!

Al volver yo a aparecer en la inusual claridad, aún está el comandante sentado en la misma posición. No se ha acostumbrado a la paz.

El capitán se interesa por cómo lo hemos pasado en el mar. El viejo se encoge por la timidez.

—Así, así. Esta vez nos tuvieron bastante cerca. Pero uno ni siquiera se imagina lo mucho que soporta un submarino de esos.

El capitán asiente, como si con ese bocadillo pudiera saber ahora algo más. Nos traen cerveza. Cerveza alemana. Y bebidas.

Golpean a la puerta. ¿Qué vendrá ahora? Dos personas se quitan sus sombreros livianos y pasean su mirada de un lado al otro de la reunión. Parece una investigación de la policía criminal, como si buscaran a un delincuente.

—El señor Seewald, representante del agregado de Marina.

El segundo tipo parece ser una especie, de agente. El primer oficial y el ingeniero los siguen; el salón está lleno.

El corazón me golpea el pecho. Ahora, en unos segundos, se decidirá si para el ingeniero y para mí ha llegado el fin del viaje, o si por el contrario seguimos en dirección a Gibraltar.

Se agregan más sillones a la rueda. El viejo ya está hurgando en la papelería que el más alto de los dos le acaba de alcanzar.

Por un instante, el ruido de papeles al doblarse es lo único que se oye. El viejo aparta su mirada de las hojas y se dirige al ingeniero:

—Denegado, ingeniero... ¡El Mando lo ha denegado!

No puedo mirar hacia donde está sentado el ingeniero. Mis pensamientos se aceleran. ¡Eso va para mí también! ¡Entonces, nada! ¡Nada! ¡Mejor así! ¡Quizá sea mejor así!

Intento sonreír.

Es que el viejo no puede abandonar el submarino. Nadie puede. Y sin el ingeniero, el viejo estaba perdido. Todo está bien así. ¿Miedo? ¡El viejo podrá! Pero, ¿y el submarino? Ya está maduro para el astillero...

Vigo. Por ahora estamos en España. Es alrededor de la medianoche. Ahora entiendo la importancia de la noticia. Al mal tiempo buena cara.

¿Tan poco creo en el viejo que la noticia me ha hecho tanto mal? No, no es eso... Claro que yo estaba seguro de que el viaje se terminaba aquí, para el ingeniero y para mí. Pero ciertamente no quería reconocerlo.

Y como desde el comienzo no demostré simpatía por el plan del viejo de desembarcarnos en Vigo, puedo aparentar ahora que creía que ésa sería la respuesta del Mando. Lo fundamental es no demostrar mis verdaderos sentimientos...

¿Denegado? También está bien. ¿Pero al ingeniero? A él le hará mucho daño esta comunicación.

De todas maneras, el viejo no ha conseguido digerir la noticia. Se le notó en el rostro. Da la impresión de alegrarse, cuando los personajes le dan un nuevo tema con el cual olvidar el primero.

Observo la situación. Aquí se juega con demasiados contrastes, pienso. Yo aún estoy vestido de forma presentable, pero el viejo... Lo miro como si fuera ésta la primera vez que lo veo. Parece que lo hubiesen sacado en medio de la noche de la cama de un asilo, así está vestido. Su barba y el pelo, revueltos. A bordo, todos nos habíamos acostumbrado a su pullóver roto, pero aquí, entre estas paredes cuidadas, me resulta chocante incluso a mí mismo. Solamente el escote en v sigue intacto. Sobre las costillas, a la derecha, por ejemplo, tiene un desgarro tan grande como la abertura del cuello. Agreguemos a eso su camisa, su gorra, su pantalón de fajina...

Me doy cuenta de lo pálido y flaco que está el viejo. Y el ingeniero, ídem: para el papel de Mefisto no necesitaría maquillarse siquiera. Los últimos días lo trataron muy mal. Y ahora, el decimotercer viaje, directamente acoplado al anterior... eso es casi demasiado, para un hombre que ya hizo su guerra. Y que además lleva consigo más problemas que ningún otro de la tripulación.

El viejo demuestra a ojos vistas que desea mantener distancia con los dos civiles. Pone su cara avinagrada, no acepta los cigarrillos que le ofrecen, apenas si contesta alguna palabra.

Oigo que el Weser está aquí desde el comienzo de la guerra. Es una suerte de depósito flotante, lleno de combustible y de torpedos. Todo en secreto, bajo estricta vigilancia de la neutralidad española.

Observo a los dos pájaros de visita. El más alto tiene cejas espesas, engominado, con bigote, y patillas que le llegan hasta debajo de las orejas. Estira los brazos en el vacío, a fin de que se noten los gemelos que lleva puestos. El otro tiene los lóbulos demasiado grandes colgándole de las orejas. Cara de hipócrita. Ambos huelen a agentes a cien metros de distancia. A pesar de que uno de ellos se haga pasar por el representante del agregado de Marina.

A medias consigo captar algunos detalles de la conversación. ¡Ni siquiera debemos despachar correspondencia! ¡Es demasiado arriesgado! ¡Esta es una acción ultrasecreta! Ni siquiera debemos enterarnos de dónde queda Vigo.

También en los hogares causará preocupación todo esto. Ya estamos retrasados respecto de la fecha de arribo, de todas maneras, y ahora más... ¿Cómo lo tomará la gente, cuando sepa que no puede despachar las cartas que escribiera durante tantos días?

El alférez, por ejemplo... ¿cómo aguantará esta situación? Ojalá no conociera su historia de Romeo y Julieta...

Como a través de algodones oigo a los pájaros hablándole al comandante. Conocería mal al viejo si les contestara con algo más que monosílabos.

Incluso con la pregunta directa acerca de si hemos tenido buenos resultados en nuestro viaje no consiguen arrancar al viejo de su mutismo. Estira la respuesta lo más que puede, hasta que los otros se ponen notoriamente nerviosos. Entonces suelta un lacónico:

—¡Sí!

Me doy cuenta de que el viejo está pensando en otra cosa. Sin querer miro sus manos: las frota una contra otra, como siempre que está intranquilo.

Con la cabeza me hace una señal.

—¡Vamos a estirar un poco las piernas! —comunica a la reunión.

El paso del calor del salón al frío de la noche interrumpe mi respiración. Huelo aceite: nos aprovisionamos. De inmediato se dirige el viejo hacia la popa. Da pasos tan grandes que apenas si puedo seguirlo. Al final del barco se inclina sobre la barandilla. Entre la proa de un bote salvavidas y un edificio en construcción, a lo lejos, veo las luces de Vigo. Amarillas, algunas rojas, blancas. Dos cadenas luminosas se escapan hacia arriba. Una calle que nace en el puerto va hacia el centro de la ciudad.

En el muelle hay un destructor anclado, iluminado en todas sus cubiertas.

Desde abajo nos llega un círculo de luz amarillenta: la compuerta por donde entran los torpedos, abierta de par en par. La compuerta de la cocina también se abrió.

Desde el interior del Weser se oye sorda una canción. Trozos de frases, órdenes a medias, golpes metálicos se entremezclan.

Me doy cuenta de que al viejo no le agrada la situación.

—Estoy seguro de que nos vieron... los del barco de pesca... —dice por fin—. ¡Y cuánta gente hay sobre este barco! Quién sabe si todos son leales... ¡Es tan fácil pasar desde aquí una señal a la costa! —El viejo piensa—. De cualquier manera, vamos a salir más temprano. Antes de la hora indicada. Y tomaremos el camino viejo, no el del Sur, como recomiendan. ¡Si sólo tuviéramos más agua debajo de la quilla!

Pequeñas chispas alcanzan a verse desde la costa: otro tranvía. Su traqueteo llega a nosotros, traído por el viento; en seguida las bocinas de los coches y el balanceo de otros barcos. Y silencio profundo.

—¿De dónde sacan los torpedos? —le pregunto al viejo.

—Otros submarinos los transportan hasta aquí. Los que están de regreso y no los han usado. Y también les dejan el combustible que les sobra.

—¿Cómo es que esto dio resultado hasta ahora? ¿O somos los primeros?

—Eso es, justamente. Aquí han aprovisionado ya tres submarinos... y dos se perdieron.

—¿Dónde?

—Exactamente no se sabe. Es perfectamente posible que a esta hora esté el destructor de los Tommies esperándonos, ahí afuera.

Desde abajo un canto coral:

¡
Alegraos de estar vivos, que a la abuela la afeitaron; pero todo sin sentido..
.

de enjabonarla se olvidaron
!

Muy poco espiritual, pienso. Aquí falta el primer oficial.

La luz tenue de los faroles de noche que titilan a lo lejos me permite observar el rostro del viejo: sonríe. Escucha un rato más, y al fin comenta:

—Estos tienen muy poca vigilancia. No son serios.

De pronto entro en ebullición al darme cuenta de que ya he visto en alguna parte una caja de cerillas igual a la que está sobre la mesa, en el salón. Es española.

—Esas cerillas españolas, las conozco... —le comunico al viejo.

—¿Sí?

—¡Sí, en La Baule, en el bar Royal, sobre la mesa! Pertenecían al primer oficial de Merten.

—Es decir que Merten ya pasó por aquí... interesante.

—La caja desapareció de repente. Pero nadie decía que la tuviera.

—Interesante —repite el viejo—. Pero no me gusta.

—... después apareció otra caja igual —sigo diciendo. Pero el viejo dejó de escucharme ya. No importa. Alcanza quizá con que sepa lo de las cajas de cerillas españolas. Significa que la forma de aprovisionamiento no es tan secreta como estos señores quieren suponer. Las cajas de cerillas... tal vez sea una cosa sin sentido. A lo mejor es todo idea mía. Pero sin embargo... curioso, cajas españolas, en Francia.

De pronto me pongo a pensar en el alférez. Ojalá que Ullmann no haga ninguna estupidez. Lo mejor será ir a ver dónde está ahora. Así que hago como que tengo ganas de orinar y desciendo por la escala al submarino.

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