Authors: Lothar-Günther Buchheim
Las máquinas eléctricas siguen zumbando. Muy fuerte. ¡Es una locura ir a toda velocidad! Pero, ¿qué otra cosa nos queda por hacer? Rastreando ya no vamos a ninguna parte. La sala de máquinas eléctricas está haciendo agua. Agua, en nuestra habitación más sensible.
—¡Las máquinas eléctricas no dan todas las revoluciones que deben! —Por decirlo en voz alta se gana un chiflido.
El viejo piensa sólo un momento, antes de ordenar:
—¡Revisar ambas baterías! —No hay duda: nuestras propias baterías están vacías. ¿Qué más nos espera?
El primer oficial se mueve hacia un lado. Mi corazón se paraliza: ¡el manómetro de profundidad sigue su marcha!
El submarino sigue cayendo, por más que las máquinas den toda su velocidad.
—¡Llenar de aire la cámara tres! —ordena el comandante.
Segundos más tarde me llega un fuerte siseo. El marinero de la central ha largado el aire. El tanque se llena.
El ingeniero se incorpora de un salto. Su respiración es corta y entrecortada:
—¡Todos hacia adelante! ¡Vamos, vamos! —apura.
Ni siquiera hago el intento de ponerme de pie, tanto es mi temor de que las piernas ya no me respondan. Mis nervios y mis músculos tiemblan. ¡Venga de una vez, terminemos! ¡Es un golpe, solamente! ¡Esto ya es insoportable!
Me doy cuenta de que estoy cayendo en una sorda falta de participación. Todo me da lo mismo. ¡Qué esto acabe pronto! Hago acopio de fuerzas para incorporarme.
Subimos cincuenta metros. El indicador se para. El comandante ordena:
—¡Abrir la ventilación tres!
Tengo miedo. Comprendo la orden; sé lo que quiere decir: una inmensa burbuja explotará en la superficie, lo cual indicará claramente dónde estamos.
Mi corazón golpea y golpea. Se interrumpe mi respiración. Como a través de una puerta cerrada oigo:
—¡Cerrar la ventilación!
El oficial navegante dirige su rostro hacia el viejo. Es una cara recortada en madera, pulida. Me ve y se muerde el labio inferior.
—¡Mujeres histéricas! —murmura el viejo.
Cuando se llenen de agua las máquinas a popa, cuando se establezca el cortocircuito, las hélices dejarán de andar. ¿Qué hacer entonces, sin hélices y sin timón?
El comandante exige información de la sala de máquinas, impaciente.
—¡Entra agua, causa desconocida!
Oigo un ruido extraño, agudo. Tardo un tiempo en darme cuenta de que el sonido no viene de afuera, sino desde la proa.
El viejo mira en esa dirección: está enojado. Da la impresión de que fuera a estallar de ira.
—¡Ciento cincuenta grados... aumentando!
—¿Y el otro...? ¡El primero!
—Noventa grados... sesenta grados... queda así.
Dios mío, ahora juegan a la pelota con nosotros. Nuestros perseguidores ya no tienen ningún problema: cuando aceleran y deben dejar de usar su propio Asdic, el colega se ocupa de informarles dónde estamos.
El viejo tiene cara de haber tragado una píldora especialmente amarga.
Por vez primera, el escucha da muestras de nerviosismo. ¿O será que tiene que girar su dial tan rápidamente, para encontrar al enemigo?
Si el segundo comandante también es un viejo zorro, si ambos están entrenados para el juego, es seguro que van a cambiar sus papeles, tantas veces como puedan, para confundirnos.
Si no he entendido mal, el viejo se dirige en un ángulo cerrado hacia el ruido más fuerte.
Dos increíbles martillazos sacuden el submarino. Les siguen cuatro, cinco detonaciones. Dos de ellas, debajo de la embarcación. Apenas un par de segundos después aparece por la compuerta que lleva a la popa el rostro transfigurado por el miedo del maquinista Franz.
Nervioso, todo lo que le sale es un «ji, ji, ji». Suena como una mala imitación de las hélices de los destructores. El comandante, que había cerrado nuevamente los ojos, gira su rostro hacia la compuerta de popa. Mientras tanto, el maquinista ha avanzado por el habitáculo y, salvavidas en mano, está de pie detrás de la columna del periscopio. Muestra sus dientes, tal como lo haría un mono; la dentadura le brilla claramente entre la pelambre de la barba. Al «ji, ji, ji» se le agrega un lloriqueo entrecortado.
¿Cómo lo hace?, me pregunto. Entonces me doy cuenta de que el lamento llega de otro lado.
El viejo se endurece. Por una fracción de segundo permanece inmóvil, sentado.
Pero entonces contrae la cabeza y la vuelve a girar. Mira atentamente al maquinista. Pasan segundos antes de que le pregunte:
—¿Se ha vuelto loco? ¡A su puesto! ¡De inmediato!
El maquinista tendría que contestar ahora, pienso. Mas sólo abre la boca, como si fuese a hacerlo.
El viejo no se hace rogar:
—¡Maldición...! ¡Tranquilícese!
Con el viejo de pie, el lamento cesa.
—¡Destructor a ciento veinte grados! —informa el escucha. El viejo parpadea, irritado.
El maquinista comienza, bajo el influjo de un hipnotizador, a volverse: Si no se cae redondo...
—¡A su puesto, inmediatamente...! —y, con media voz, amenazante, el viejo agrega—: ¡Inmediatamente, dije!
—¡Ciento diez grados... aumentando! —la voz susurrante del escucha resuena nuevamente con monotonía religiosa.
El viejo encoge otra vez la cabeza, pero en seguida se relaja; camina tres o cuatro pasos hacia adelante. Me incorporo, le hago sitio. ¿Dónde quiere ir?
Por fin, el maquinista se repone y contesta:
—¡Sí, señor!
Rápido como un relámpago echa una mirada a su alrededor, se agacha y en esa posición vuelve a cruzar la compuerta en dirección de popa.
El comandante, que justo ha llegado con su pierna izquierda a la compuerta, se detiene.
—Se ha ido, señor —tartamudea el ingeniero.
El comandante regresa. Es una película que pasamos al revés, Como un boxeador al que acaban de golpear y que no sabe precisamente qué es lo que percibe. Sin palabras vuelve a su lugar.
—¡Lo hubiera matado! —y en seguida, prosigue más calmado—: ¡Todo a estribor... a doscientos treinta grados! —ordena el comandante con voz normal—.
¡Cincuenta metros más abajo, ingeniero!
El escucha informa:
—¡Hélices a diez grados!
Los rayos del Asdic vuelven a pegar en nuestras paredes.
—¡Qué asco!
Todos en la central nos damos cuenta de que con eso el comandante se refiere al maquinista, no a los rayos.
—¡Franz... increíble! —El viejo parece haber visto un exhibicionista— ¡A éste lo hago encerrar!
—¡Destructor acelera! —dice el escucha con voz monótona.
—¡A doscientos grados! ¡Ambas máquinas hacia adelante a velocidad mínima! Por la compuerta de proa nos llega un olor ácido. Alguien tiene que haber lanzado. ¡También eso!
Los ojos del escucha han vuelto a cerrarse. Cuando pone esa cara, sé que debo prepararme.
Un golpe de tambor atraviesa el submarino; en seguida le sigue un único, tremendo choque, con su gorgoteo infernal a cuestas.
Cinco explosiones más en medio del eco. Muy seguidas. Solamente segundos entre una y otra. Todo lo que está suelto comienza a rodar y a resbalar hacia la popa. Durante las detonaciones hemos aumentado la velocidad. El ruido exterior sirve para que el ingeniero dé la orden de bombear. Está de pie, detrás de los timoneles.
El alboroto de afuera no parece tener fin. Otras tres detonaciones nos hacen temblar.
—¡Sigan bombeando! —El ingeniero toma aire y dirige su mirada hacia el comandante.
Son las cuatro. Ya no puedo contar las horas que hace que estamos tratando de escapar. La mayor parte de la gente de la central permanece sentada, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. El segundo oficial mira hacia el suelo, como si buscara hongos.
Es asombroso: el submarino aún aguanta, navegamos, las máquinas marchan, los timones responden.
El oficial navegante se inclina sobre la mesa de cartografía, como si hubiese allí algo importante para estudiar. Su mano derecha se cierra alrededor del compás.
El marinero de la central tiene dos dedos en la boca, como si fuera a silbar.
El segundo oficial trata de demostrar impavidez al igual que el comandante. Pero sus puños lo delatan. Fuertemente sostiene aún sus binóculos.
El comandante se dirige al escucha. Este mantiene los ojos cerrados. Su dial se mueve a derecha e izquierda. Luego, cuando encuentra el ruido buscado, mueve aún el dial ida y vuelta, pero sólo levemente.
Con voz sorda informa:
—¡Los ruidos se alejan... a ciento veinte grados!
—Piensan que acabaron con nosotros —opina el comandante.
—Ese es un ruido... ¿y el otro?
El ingeniero fue a popa. El comandante está a cargo de los timones.
Cuando reaparece, los brazos y las manos del ingeniero están negras de aceite.
Me entretengo en observar el desorden, la mugre, todo revuelto; libros en el suelo, vidrios rotos, el acordeón a un lado.
Tres detonaciones más. Pero apenas si causan algún efecto sobre nosotros.
—¡Muy lejos! —comenta el oficial navegante.
—¡Doscientos setenta grados... alejándose lentamente! —informa el escucha. Pensar que en casa todavía duermen... mejor dicho: en Alemania duermen, pero en Norteamérica aún están sentados a la luz de las lámparas. Nosotros tenemos que estar más cerca de la costa americana que de la europea. Hemos navegado demasiado hacia el oeste.
En el submarino todo es silencio. Un rato después, el escucha susurra:
—¡El destructor a doscientos setenta grados apenas si se oye... Parece alejarse!
—¡Está buscándonos! —responde el comandante— ¿Dónde está el otro? ¡Tenga cuidado!
El viejo ya no sabe a ciencia cierta dónde está parado el enemigo.
Oigo el tictac del cronómetro y el goteo del agua en la bodega. El escucha sigue buscando afanosamente, pero nada.
—¡Esto no me gusta! —murmura el comandante.
Debe tratarse de una trampa. El viejo mira fijamente hacia adelante, los ojos bien abiertos. Parpadea entonces muchas veces y rápido. Traga saliva. No puede decidirse por una acción en especial. Si yo supiera lo que pasa... No más detonaciones, no más Asdic.
¡Si pudiese preguntarle al comandante ahora...!
Pero mi cerebro ya funciona mal. Tengo sed, además: en el armario tiene que haber todavía un poco de jugo de manzanas. Si lo abro, sin embargo, caerán los pedazos de vidrio. Tazas, platos, casi todos rotos. Lo abro. Los vidrios caen. La botella de jugo sigue íntegra, por suerte.
—¿No hay más ruidos?
—¡No, señor!
Son casi las cinco.
Es increíble que ya no haya más ruidos. ¿Se arrepintieron? ¿O creerán que nos han hundido para siempre?
El comandante parlotea con su navegante. Le oigo:
—En veinte minutos subimos.
No puedo creerlo. ¿Tenemos que subir, o es que la fiesta acabó?
Al escucha se le escapa una sílaba. Seguramente quería informar algo, pero prefirió seguir escuchando. Debe de haber oído algo, sin duda.
El viejo le clava su mirada. El escucha se humedece el labio inferior. Ahora sí nos dice:
—Sesenta grados... muy tenue.
De un salto llega el viejo hacia donde está el escucha y se mete en su cabina. El escucha le pasa los auriculares. Su rostro se enfría, mientras el escucha gira lentamente la aguja en el dial.
Pasan minutos y el viejo sigue atado al receptor. Da órdenes a los timoneles, para que la proa se sitúe de tal forma que él pueda oír mejor.
—¡Prepararse para emerger!
La voz seca del comandante me asusta; pero no sólo a mí, también el ingeniero parpadea un montón de veces.
El viejo debe saber lo que hace... ¿aún se escucha algo y ya quiere subir?
Los timoneles están en sus puestos. El oficial navegante se ha sacado su
Südwester
, al fin. Su rostro de máscara ha envejecido unos cuantos años.
El ingeniero se mantiene detrás de él, con la pierna izquierda apoyada contra la mesa de cartografía, el cuerpo inclinado, como si tuviera que tener lo más cerca posible de sus ojos el indicador del manómetro de profundidad.
El indicador regresa. Lentamente nos acercamos a la superficie.
—El comunicado radial es claro, ¿verdad?
—¡Sí, señor!
La guardia ya está de pie bajo la torre, lista para salir. Los binoculares se ponen a punto, demasiado apresuradamente, pienso. Nadie dice una palabra.
Con todo, mi respiración se ha regularizado. Los miembros han vuelto a ganar en fuerza. Puedo ponerme de pie sin miedo a caerme.
El viejo ordena ascender. Volveremos a respirar el aire puro del mar. No estamos muertos.
No obstante, mi rostro está helado. Siento cada músculo por separado.
No hay gritos de alegría. El miedo aún cumple con su cometido. Todo lo que nos permitimos por ahora es relajarnos un poco.
La gente está completamente acabada. Los ayudantes de la central siguen ahí sentados, apáticos. ¿Y el marinero? Por más que se concentre para demostrar indiferencia, lleva el pánico dibujado en el rostro.
Mi mayor deseo sería poseer un periscopio diez veces más largo, para ver qué es lo que nos tienen preparado allí arriba.
Pero ya el submarino ha llegado a profundidad de periscopio. El ingeniero tiene al submarino en las manos.
Oigo cómo se enciende el motor del periscopio: el espárrago sale a la superficie.
La tensión en el habitáculo se hace insoportable. Sin querer contengo la respiración, casi hasta ahogarme. Desde arriba, ninguna palabra.
—¡Me da mala espina! ¡Si todo anduviera bien, lo habría dicho el viejo hace rato!
—¡Escriba!
A Dios gracias, la voz del viejo.
El oficial navegante se siente aludido y toma un lápiz. ¿Qué pasará ahora? ¡No irá a dictar algo para el diario de guerra... !
—«Reconozco a través del periscopio... a cien grados a la derecha... destructor...
parado... distancia alrededor de seis mil metros...» ¿Está?
—¡Sí, señor!
—«La luna da mucha claridad...» ¿Está?
—¡Sí, señor!
—Bueno, «permanecemos hundidos...» Listo, eso es todo.
Pasan tres o cuatro minutos y el comandante baja a donde estamos nosotros:
—¡Estos niños! ¡Qué inocentes! ¡Crerían que íbamos a entrar en la boca del lobo!
¡Ingeniero, vayamos a sesenta metros! ¡Con toda tranquilidad nos alejaremos para tener tiempo de cargar unos torpedos!