Authors: Lothar-Günther Buchheim
Oigo gritos que vienen de lejos.
¿Oí bien? ¿Hacemos agua? ¿Es por eso que caemos hacia popa?
—¡Atrás y arriba diez! ¡Ambas máquinas hacia adelante a toda velocidad! La voz del viejo. Claramente. Es decir que aún puedo oír.
¡Máxima velocidad! ¡En esta situación! ¡Qué ruido haremos! Quisiera dejarme caer, con la cabeza entre los brazos.
No hay luz. Miedo pánico de ahogarse en la oscuridad, de no ver las olas verdes entrando a raudales en el submarino.
Un haz de linterna busca en la pared. Por fin llega a su meta: el manómetro de profundidad. Desde la popa viene un sonido sibilante, parecido al que hace el serrucho cuando entra en la madera. Dos o tres tripulantes se liberan de su tensión, se estiran. Se dan órdenes en un susurro. Una linterna encuentra el rostro del viejo: como recortado en cartón. Todo mi cuerpo siente que la caída hacia la popa sigue acentuándose. ¿Cuánto tiempo más piensa el viejo hacer andar las máquinas a toda velocidad? El ruido producido por las bombas ya ha desaparecido hace rato, así que cualquiera nos puede oír... también dentro del barco, allí arriba. ¿O no? Nos podría oír si el barco estuviera parado.
—¿No hay más informes? —protesta el viejo.
Con el codo siento que el hombre que está de pie a mi izquierda tiembla. No puedo ver quién es.
Otra vez esas ganas de dejarme caer. No debo ceder.
Un hombre tropieza. El viejo ordena silencio.
Ahora me doy cuenta de que las máquinas ya no van a toda marcha. Vuelve la luz de emergencia: esas no son las espaldas del ingeniero, sino las de su segundo, quien parece haber tomado el mando de los timones. Al ingeniero no se le ve por ninguna parte. Seguramente está en la popa, donde la cosa anda muy mal. El ruido de serrucho aún prosigue.
Pero navegamos. Aunque no horizontales, tampoco seguimos cayendo. La estructura resiste, y las máquinas trabajan.
Un extraño siseo me obliga a levantar la cabeza. Es como si afuera arrastraran una cuerda. ¿Nos buscan con cuerdas? ¡No puede ser! No a esta profundidad. ¿Será alguna novedad, alguna especie de impulsos?
Desaparece. Pero el «pink—pink» recomienza. ¡Nos agarraron! Tienen buen cuidado de que no nos escapemos.
¿Qué hora es? No sé, no puedo ver bien las agujas del reloj. Seguramente son las cuatro.
—¡Suena a ciento cuarenta grados! ¡Se acerca!
El sonido de las piedrecillas dentro de la lata de conservas me hace ver las figuras que provoca en mi imaginación: cataratas de sangre cayendo sobre las cámaras de inmersión. El mar teñido de rojo, hombres sosteniendo en la mano un trapo blanco. Yo sé lo que sucede cuando un submarino es por fin reflotado: los Tommies quieren ver rojo, tanto jugo rojo como sea posible. Rompen y destruyen cuanto pueden. La torre en la que nos cobijamos nosotros, el puente, todo lo convierten en picadillo, sobre todo si se mueve. También las cámaras de inmersión, para que el aire que nos mantiene a flote se escape. ¡Y por último, el choque! Con la proa contra el submarino, adentro del submarino. Nadie lo puede criticar: en realidad, nosotros somos simplemente el enemigo, ese mismo que ellos buscaron incansablemente por espacio de días, semanas y meses. Somos los verdugos que no los dejaron tranquilos, ni aun cuando se encontraban a cientos de millas de su hogar. En ningún momento pueden estar seguros de no ser observados por el ojo de Polifemo. Ahí está finalmente la tarántula que bebió de su sangre... Por eso, hasta que ellos no vean a quince o veinte hombres asesinados, no se calmará su sed de sangre.
La estructura crepita y suspira. Sin que yo me diera cuenta, el viejo ordenó bajar aún más. El ingeniero no despega su vista del manómetro de profundidad, salvo para mirar de reojo al comandante; pero el viejo hace como si no lo notara.
—¿Dónde se escucha ahora?
—Doscientos ochenta... doscientos cincuenta y cinco... doscientos cuarenta grados... más fuerte...
—¡Todo a babor! —susurra el comandante tras un momento de meditación. Esta vez da a conocer su decisión también al escucha—: Viramos a babor —y para nosotros agrega—: ¡Lo de siempre!
¿Y el segundo ruido?
Quizás apenas un cambio de barco, pienso ahora. Al fin de cuentas, los buques de seguridad tienen cada uno distintas funciones, así que bien pudo haber sido relevado el primero.
No tenemos idea de quién nos ataca.
Es el sistema de los pescadores dinamiteros: romperles la vejiga natatoria a los peces, a fin de que salgan a la superficie. Las vejigas natatorias son ni más ni menos que nuestras cámaras de inmersión. La diferencia es que los peces la llevan dentro de su cuerpo; nosotros, afuera. Ni siquiera tienen seguridad contra grandes presiones. Por una décima de segundo me imagino un enorme pescado gris, chorreando agua y bamboleándose sobre las olas, la panza abierta y las vejigas rotas hacia el cielo.
¡Malditas gotas! ¡Agua condensada! «Pich... pich... pich...» cada gota es un martillazo.
El viejo vuelve el rostro. Su cuerpo no se mueve ni un centímetro; pero su boca sonríe.
Y ahora, ¿cómo sigue? ¡No puede ser que de pronto los otros hayan abandonado todo!
¿Qué hora es, a todo esto? ¿Las cuatro? ¿O las cuatro y media? Desde las veintidós y cincuenta y tres nos tienen en jaque.
¿Cuál sería el segundo ruido? ¡Qué misterio!
Los labios de Herrmann parecen estar cosidos: ningún informe. Su rostro está inclinado sobre el panel, y excepcionalmente sus ojos no están entrecerrados, sino abiertos, pero sin vida.
La sonrisa despreciativa del viejo se ha hecho un poco más humana.
Da otra orden a los timoneles... despacio, despacio.
El timonel aprieta un botón. Un «clic», sordo. Nos movemos en ángulo.
¡Si alguien nos dijera lo que esta pausa significa! Nos quieren acunar en la confianza.
¿Por qué no llega más pedregullo? ¡Primero dos sonidos y ahora ninguno!
¿Nos escapamos? ¿O es que el Asdic no nos alcanza a esta profundidad? ¿Nos protegen las capas acuáticas, realmente?
En medio del atroz silencio resuena la voz del comandante:
—¡Denme papel y lápiz!
El navegante se da cuenta de que es a él a quien se dirige la orden.
—Tenemos que escribir el informe —murmura el viejo.
El navegante no estaba preparado para esto. Pesadamente toma un block que descansa sobre la mesa de cartografía. Sus dedos tardan tanto en coger el lápiz que parece un ciego.
—¡Escriba! —le ordena el comandante—: Impacto en tres mil y en cinco mil toneladas... hundidos... quizás impacto en tres mil toneladas... ¡bueno, escriba de una vez!
El oficial navegante se inclina sobre el escritorio.
El segundo oficial mira la escena con la boca abierta por la sorpresa.
El navegante ha terminado; se vuelve. Su rostro nada delata; está impávido, como siempre. Para él no es un trabajo actuar así: la naturaleza lo dotó con músculos apenas movibles. También sus ojos, hundidos detrás de las cejas, son mudos.
—Eso es todo lo que ellos quieren saber —dice el viejo.
El navegante sostiene el papel en la mano. Yo me acerco de puntillas y se lo paso al escucha. Que lo tenga preparado, para cuando haya oportunidad de volver a comunicarnos por radio.
El viejo está murmurando justamente algo para sí:
—... el último impacto... —cuando cuatro detonaciones agitan las profundidades.
Se encoge de hombros, hace un gesto de desprecio con la mano y murmura:
—¡Y bueno!
Hace como si tuviera que acomodarse a las tonterías de un borracho. Pero cuando termina el ruido de las aguas, el viejo calla. No se oye nada más.
El escucha da sus cifras a media voz, como si dijera un juramento.
No se oyen más ruidos provenientes del Asdic. Yo creo que no lo usan para cuidar de nuestros nervios.
La luna... esto es obra de la luna...
—¿Hora?
—Tres y media.
—Ya alcanza —dice el comandante.
No tengo idea de cuánto tiempo se estila en estos casos. ¿Cuánto aguantaremos? ¿Cómo estamos de oxígeno, en realidad?
El navegante tiene en sus manos el cronómetro. Sigue las agujas con gran atención, como si de eso dependiera nuestra vida.
El viejo está intranquilo. Claro, él no puede, como yo, pensar en cualquier cosa ahora. Para él sólo existen el enemigo y su táctica.
—¿Y? —pregunta el viejo teatralmente, la mirada dirigida hacia arriba.
Me sonríe, la cabeza inclinada. Intento una sonrisa por toda respuesta. Siento endurecerse mis labios: los músculos de la cara se paralizan, sin que yo pueda hacer algo en contra de ello.
—¿Los cazamos, eh? —dice, despacio, mientras se recuesta contra la columna del periscopio. Hace como si paladeara el ataque—. El primero tiene que haberse hundido bastante rápido.
Olor a muerte... ¿de dónde me sale esa idea...?
Muerte... una rara palabra, según parece odiada por todos. En los avisos fúnebres, incluso, nunca muere nadie... ahí van todos a encontrarse con el Señor... Nadie quiere ese verbo, claro, simple... es un verbo leproso.
Silencio en el submarino. Solamente el sordo murmullo del timón de profundidad. Hasta el motor eléctrico de la brújula ha dejado de andar.
—¡Las hélices se oyen más fuertemente ahora! —informa el escucha. Vuelve a oírse el Asdic.
—¡Los ruidos están más cerca! —dice el escucha.
Mi sistema circulatorio trabaja aceleradamente... Mi oído está atento. Los fuertes latidos de mi corazón lo mencionan una y otra vez: nos tienen.
—¿Hora?
—Cuatro y diez.
¡Un ruido distinto, chirriante! ¿Dónde fue? ¿En el submarino, afuera?
El viejo se abre la chaqueta y se pone de pie. Todo en él da la impresión de que se prepara para contarnos un par de chistes.
Me pregunto qué es lo que pasa con los submarinos que se hunden. ¿Acaso quedan flotando por siempre cual grotesca flota en medio de dos aguas? ¿O la presión del agua empequeñece los restos, que más pesados cada vez van cayendo en las profundidades del mar? Tendría que preguntárselo al comandante. El debe saberlo. Velocidad de caída: cuarenta kilómetros por hora; yo también debería saberlo.
El viejo sonríe con su misma sonrisa de siempre. Pero sus pupilas permanecen atentas. A media voz imparte una orden para los timoneles:
—¡Todo a babor, a doscientos setenta grados!
—¡El destructor acelera! —informa el escucha.
Mi mirada está fija en el viejo. Nada de distraerse ahora. Seguimos a máxima profundidad.
Por un minuto, aguantar la respiración. El escucha tensa el rostro... ¡Sé bien por qué!
Los segundos de goma: mientras las bombas caen hasta nosotros. Contener el aire, apretar todos los músculos. Una serie de golpes tremendos me sacan de mi asiento.
—¡Por favor! —se jacta el viejo. Alguien grita que el agua entra.
—¡No tan fuerte! —protesta el comandante.
Un hilo de agua parte en dos mi visión del rostro del comandante. Hacia abajo, su boca abierta de sorpresa, hacia arriba sus ojos y sus cejas enarcadas, las arrugas en la frente.
Silbidos. Gritos recorren el submarino. Mi sangre se ha transformado en hielo. Mi vista se entrecruza con la del nuevo ayudante de la central.
—¡Ya lo tengo! —dice el marinero de la central. De un salto está en el lugar por donde se filtra el líquido.
Me asalta la ira. ¡Cerdos! Harán que nos ahoguemos en nuestro propio submarino.
El marinero de la central chorrea. Pero el hilo de agua va desapareciendo.
El submarino, noto, está nuevamente inclinado hacia la popa. Usando el ruido de las detonaciones que siguen, el ingeniero ordena regular el agua de las celdas hacia adelante. El submarino se horizontaliza.
El hilo de agua, que solamente penetró en la embarcación gracias a la increíble presión que ejerce el mar sobre nosotros, me llega a los miembros: adelanto de una catástrofe. Fino como un dedo, pero peor que una ola.
Más detonaciones. ¿No es demasiado rápido? ¿Pueden provenir del mismo destructor?
Creo que varias personas se han agrupado alrededor de la escotilla que da a la torre. Como si eso tuviera sentido ahora. Es un atavismo, nada más.
Aún no es hora de tener que subir. El viejo sigue ahí sentado; pero la sonrisa se borró de sus labios.
El escucha susurra:
—Sonido de hélices a ciento veinte grados.
—¡Ahí está! —dice el viejo—, ya no hay duda.
—¿Dónde se encuentra ahora... el segundo ruido?
La voz del viejo suena impaciente. En su cabeza tiene que hacer lugar ahora para otros cálculos más.
Desde la popa llega una información:
—¡Hay válvulas en los diesel que están haciendo agua!
El viejo intercambia una mirada con el ingeniero. Este desaparece hacia allí. El viejo toma el mando de los timones.
—Hacia adelante y arriba diez —oigo una orden dada por él a los timoneles.
Siento de pronto grandes ganas de orinar. Quizá fue la vista del agua. No sé dónde.
El ingeniero vuelve a la central. Su cabeza bailotea dos o tres veces, como si tuviese un tic. Entra agua, y el ingeniero no puede bombear. Los de arriba no lo permiten.
El viejo ha hecho andar las máquinas eléctricas a velocidad máxima, otra vez. Nuestras maniobras de escape a gran velocidad son un juego para los Tommies. Creo que el viejo está desperdiciando nuestras reservas. Cuando no tengamos más batería ni más aire comprimido ni más oxígeno, entonces
tendremos
que ir a la superficie.
El aire comprimido se cotiza muy alto en nuestro mercado; en el estado actual es imposible fabricarlo.
¿Y el oxígeno? ¿Cuánto tiempo más podremos seguir aguantando este olor que nos rodea?
El escucha sigue comunicándonos una cosa tras otra. Ahora vuelve a oírse el Asdic.
No parece del todo aclarado todavía, a pesar mío, si es que tenemos uno o dos perseguidores.
El viejo se rasca, debajo de la gorra. Seguramente ya no tiene dominio del cuadro. Los informes del escucha no brindan los datos suficientes como para hacerse una composición de lugar respecto de las intenciones del enemigo.
¿Puede ser que los otros nos confundan con simples ruidos agregados? Técnicamente es posible. Pero lo que no deja de ser una broma del destino es que nos tengamos que basar únicamente en las percepciones de un escucha.
Parece que el destructor está dando ahora una gran vuelta, allí arriba. Del segundo barco no se habla más, por ahora. Eso podría significar, empero, que este último está parado en algún lugar.