Submarino (45 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Pausa, todavía. El primer oficial mira inseguro en derredor. Cara arrugada, nariz respingada; blanco en la raíz de la nariz.

El marinero de la central orina en una gran lata.

Sin aviso previo, otra detonación. La lata a medio llenar cae y rueda por el suelo, desparramando su contenido. El olor se extiende de inmediato. Me sorprende que el viejo no lance alguna imprecación.

¡También eso! Tomo todo el aire que puedo, para no sentir la pinza de acero que me rodea por el pecho, y para no tener que oler. El aire dentro del submarino es irrespirable. Los diesel echan olor desde sus últimas aceleraciones máximas. Más el olor que dan cincuenta personas. Más el sudor. Sudor por miedo. Y además, olor a mierda, sin duda alguna. A alguno no le respondió el esfínter. Sudor, orina, mierda y bodega... inaguantable.

Pienso en los pobres que ocupan un lugar en la popa. No pueden ver al comandante y sacar fuerzas de su mirada. Nadie les da una señal antes de que comience el golpeteo infernal.

No todos los puestos de combate son iguales. También aquí existen desventajas y privilegios.

A Hacker y a sus hombres, en la proa, al lado de los torpedos, tampoco nadie les dice lo que está pasando. Ni siquiera oyen las órdenes dadas a los timoneles, y menos las que pasan a la sala de máquinas. No oyen lo que dice el escucha. No tienen idea del lugar hacia el que nos estamos moviendo... o si acaso nos estamos moviendo, en realidad. Sus nervios reaccionan solamente cuando una detonación hace vibrar el submarino, o cuando la estructura cruje por la profundidad.

Tres detonaciones. El inmenso martillo nos tomó esta vez desde abajo. El haz de mi linterna sorprende el manómetro. El indicador desanda su camino. Lo siento en mi estómago: subimos rápidamente, como en un ascensor.

Dicen que la onda de presión, a ciento sesenta metros de profundidad, causa los mayores estragos a una distancia de treinta y cinco metros por debajo del submarino... ¿Era así? ¿A qué profundidad estamos ahora? Ciento ochenta metros.

¡Las máquinas! Son las que más sufren las detonaciones que vienen desde abajo.

En seguida, seis bombas más. Otra vez tan bien situadas debajo de la quilla que siento las vibraciones en la articulación de mis rodillas.
Up and down
... como los Tommies quieran.

Este ataque les ha costado una buena docena de bombas. Una gran cantidad de peces flota ya con la vejiga rota, alrededor de los barcos.

Intento obligarme a respirar con inspiraciones largas y profundas. Pasan cinco extensos minutos, antes de que vuelvan a sentirse otras cinco explosiones. Todas a popa. El escucha informa que el ruido se aleja.

Me concentro y pienso cómo se podría volver a reconstruir todo esto para un escenario. En tamaño

1:1 debe de ser fácil de realizar: se saca simplemente la pared de babor y se colocan de ese lado los asientos para los espectadores... Me imagino la postura y el traje de los actores. El viejo, la espalda contra la columna del periscopio, pesado, con un pullóver carcomido, los pantalones grises y manchados, de cuero, botas con suelas de corcho, salpicadas de sal, el mechón de pelo sobresaliendo por debajo de la gorra verdinegra.

Los timoneles enfundados en sus chaquetas de goma, inmóviles, como esculpidos en basalto oscuro y pulido, de piedra pura.

El ingeniero, de perfil. Camisa verde oliva, con las mangas arremangadas, los pantalones del mismo color, de lino, algo más oscuros. Zapatillas, cabellos a lo Valentino, alisados. Delgado y duro. Sólo sus músculos masticadores se mueven continuamente sin palabras.

El primer oficial da la espalda al público. Pero se nota que no quiere dejarse ver.

No es mucho, en cambio, lo que se puede adivinar en el rostro del segundo oficial. También impávido, solamente sus ojos van rápidos de un lado a otro. Da la impresión de que buscaran una vía de escape. Pero nada más que para ellos.

El oficial navegante mantiene la cabeza inclinada hacia abajo y hace como si controlara el cronómetro.

Muy poco sonido: un zumbido sordo y algo que gotea sobre metal.

Es fácil de hacer. Durante largos minutos, silencio, inmovilidad. Zumbido y gotas, nada más. Dejar todo así, tanto tiempo que los espectadores se muestren intranquilos...

Tres detonaciones, sin duda hacia popa.

Ya no presto atención al bombeo del agua.

El navegante, que cruza cada cuarta marca con otra horizontal, ha juntado a la sazón seis montoncitos.

El viejo echa cálculos sin descanso: curso propio, curso del enemigo; curso de escape. Cada información proveniente del escucha trastrueca los valores básicos de sus cuentas.

¿Qué hace ahora? Todo a babor.

Ojalá el comandante del destructor no coincida en decidirse por babor, también. O por estribor, si es que nos ataca desde adelante... Y así es: ni siquiera sé si para atacarnos viene desde adelante o desde atrás.

—¡Arrojan bombas! —Otra vez más, el escucha ha oído el contacto de los proyectiles con la superficie del agua.

Me sostengo.

—¡Bom—be—ar—el—agua! —ordena el comandante claramente, aun antes de que explote el mar.

Me molesta el ruido; pero al viejo parece no hacerle mella.

Las detonaciones son muchas.

—¡Disparo en alfombra! —dice el viejo.

En medio de la confusión ordena aumentar la velocidad.

—¡Tienen que volver a cargar las armas! —comenta irónicamente, dado que por un rato no hay más disparos—. ¡El que mucho dispara, pronto nada tendrá! —afirma.

Mi cabeza, llena de pensamientos vanos, es atacada nuevamente por otros sonidos. El nuevo ayudante de la central tirita con todo el cuerpo y se deja caer delante de mí. Otro... ¿quién es?, se sienta en el suelo: es un montón de carne y miedo. Todos dan la impresión de ser ahora más pequeños.

Salvo el viejo.

Una detonación me llega a la médula. Todo el cuerpo contraído, trato de estirarme un poco... demasiado tarde: más detonaciones.

Mi hombro izquierdo choca contra algo, tan fuerte que podría gritar.

Dos golpes descomunales.

—¡Bombear!

El comandante observa al ingeniero de reojo. Es perversa esta situación: el ingeniero
quiere
bombear, pero para eso
necesita
el bombardeo.

Ya no es posible mantener al submarino sin el continuo bombeo del agua que se filtra.

Esperar... esperar... esperar.

¿No pasa nada? ¿Todavía no? Abro los ojos, pero los mantengo desviados hacia el suelo.

Un nuevo golpe, doble, enloquecedor. Dolor en la nuca. ¿Qué fue eso? Gritos, el piso vibra, todo el submarino vibra; el acero llora como un perro. ¿Quién gritó?

—¿Subimos? —le oigo preguntar al ingeniero.

—¡No!

El haz de luz de la linterna del ingeniero se encuentra con la cara del comandante. No tiene boca, no tiene ojos.

Apenas termina esta orgía de sonido cuando ya reaparece el Asdic. Me llega a los nervios. Mantengo la respiración.

¿Las cinco y cuánto? No veo bien el minutero.

Comunicaciones. Desde proa a popa, hilachas, no palabras. Algo hace agua.

Las lámparas de emergencia se encienden. En la semipenumbra veo la central llena de gente. ¿Quiénes son éstos? Tienen que haber llegado desde la popa. Desde la proa no, porque yo estoy ocupando la compuerta. ¡Maldita luz! No alcanzo a reconocer a nadie. El marinero y el ayudante de la central me impiden la visión. Están inmóviles, como siempre, pero detrás de ellos se mueve algo. Hay ruido de botas que se arrastran, respiración entrecortada, suspiros, insultos.

El viejo aún no lo ha notado. Su mirada está fija en el manómetro de profundidad. El oficial navegante, en cambio, ha vuelto la cabeza.

—¡Ha entrado agua en la sala de máquinas! —grita alguien desde la popa.

—¡Bah! —es toda la contestación del viejo, quien ni siquiera se digna mirar.

El ingeniero da medio paso hacia la popa, pero se arrepiente y vuelve a prestar atención al manómetro de profundidad.

—¡Pido informe! —ahora sí el viejo gira su rostro y ve la cantidad de gente que se ha acumulado en la central.

Como parte de un movimiento reflejo, agacha inmediatamente la cabeza. Al ingeniero le pide su linterna.

Otra vez se movilizan los de popa. Vuelven, como los tigres ante su domador. El haz de la linterna apenas llega a iluminar la espalda del último hombre.

El comandante ordena ambas máquinas a media velocidad. Desde la torre, el timonel repite la orden:

—¡Ambas máquinas a media velocidad!

El viejo habla solo:

—¡Gastan sus bombas!

La mano del oficial navegante, con la tiza, ha quedado suspendida en el aire. Está indeciso; no sabe cuántas líneas hacer por el último ataque.

Parpadea, y, como saliendo de un sueño, marca cinco guiones. Cuatro verticales, uno horizontal.

Los próximos golpes llegan de a uno. Con poco ruido. La bomba de agua debe ser dejada de usar de inmediato. Al oficial navegante se le cae la tiza al suelo.

Otra vez.

La presión es inconmensurable. Un solo hilo de agua que entre ahora alcanzaría para partir en dos a un hombre.

¡Olor ácido, de miedo!

—¡Sesenta grados, aumentando! ¡Se escucha a doscientos grados!

Dos, cuatro impresionantes golpes me dan en la cabeza. ¡Estos cerdos nos harán pedazos!

Oigo suspiros y lloriqueos histéricos.

El submarino parece un avión en medio de turbulencias.

Las detonaciones han tirado a dos hombres. Veo una boca abierta como para gritar, pies que patalean, pánico dibujado en los rostros.

Otras dos detonaciones más.

Silencio. Sólo los sonidos inevitables: el sonoro zumbido de insectos de las máquinas eléctricas. La respiración, el gotear del agua.

—¡Adelante y arriba diez! —susurra el ingeniero.

¿No vamos a cambiar el curso?

¿Por qué no dice nada el escucha?

Que nada informe solamente se puede deber a que los barcos están quietos. Pero nunca todavía habíamos estado tanto tiempo sin un informe de los movimientos en la superficie.

El viejo conserva el curso y la velocidad.

Pasan cinco minutos; el escucha abre los ojos y gira su dial. Su frente ha adquirido arrugas. O sea que el enemigo vuelve al ataque. Trato de no oír lo que el escucha dice, sino de concentrarme en mi posición. Detonación doble.

—¡El submarino hace agua! —llega una voz desde la popa.

—¡Repórtese como corresponde! —es toda la contestación del comandante.

La siguiente detonación me toma de lleno. Me corta la respiración. Cierro la boca tan fuerte que me duelen los maxilares. Otro grita el grito que yo conseguí ahogar. La luz de la linterna busca al gritón. Otro ruido: castañeteo de dientes. Alguien sigue lloriqueando.

Un cuerpo se arroja en contra de mis rodillas y casi me hace caer. Siento cómo se incorpora: se sostiene de mi pierna. No. El que se incorpora es otro; el que cayó a mi lado se queda ahí, sentado.

La lámpara de emergencia sobre el escritorio del navegante no se enciende. El pánico se acrecienta en la oscuridad.

Veo la silueta del que llora, pero no lo reconozco. El marinero de la central llega hasta allí y le aplica de pronto un golpe tan tremendo en la espalda que lo hace gritar.

La luz vuelve. El que llora es el nuevo ayudante de la central.

El viejo ordena media velocidad.

—¡Ambas máquinas a media velocidad! —informa el timonel.

Es decir que a velocidad mínima ya no nos es posible navegar. A popa ha entrado demasiada agua.

Las hélices se escuchan perfectamente, mejor que nunca. Van a toda marcha.

El indicador del manómetro de profundidad se mueve unas líneas.

Descendemos un poco. Y el ingeniero nada puede hacer al respecto. Si llenara las cámaras con aire, se oiría demasiado. Ni pensar en bombear agua.

—¡Ciento noventa grados... ciento setenta grados! —informa el escucha.

—¡A sesenta grados! —ordena el comandante—. ¡Ojalá no estemos dejando tras de nosotros una estela de aceite!

¡Estela de aceite! Las palabras se corporizan en el ambiente, chocan contra mi persona como un eco. Si el submarino echa aceite, el enemigo tiene ya una pista como no la podría tener mejor.

El comandante se muerde el labio inferior.

Arriba está oscuro, pero el aceite es oloroso... en millas a la redonda. De la cabina del escucha sale un susurro:

—¡Destructor muy cerca!

En el mismo tono de voz, el comandante ordena:

—¡Ambas máquinas a mínima velocidad!

Se quita entonces su gorra y la apoya sobre la mesa de cartografía. ¿Un símbolo de rendición? ¿Habremos llegado al final?

El escucha se inclina hacia afuera de su habitáculo, como si quisiera dar una información.. Pero se arrepiente. Su rostro pálido muestra la tensión del tiempo. De pronto aleja de sí los auriculares. Sé lo que eso significa: los ruidos se oyen desde todos lados, de manera que ya no tiene sentido tratar de situar la dirección de dónde proviene el sonido.

Yo también los oigo ahora: Explosiones, gritos, sonidos como si el mar entero se acabara. ¡Listo!. ¡Oscuridad!

—¿Cuándo van a llegar las informaciones? —oigo con los ojos cerrados cómo pregunta una voz extraña.

El submarino se inclina hacia popa. Los impermeables y el cable del teléfono se alejan de la pared, a la luz de las linternas.

Unos latidos después, el encargado informa que en una máquina diesel ha entrado agua. La sala y el habitáculo de proa se mantienen secos.

Por fin, la luz de emergencia. El indicador del manómetro devora las cifras de la escala.

—Ambas máquinas a toda marcha hacia adelante! —ordena el comandante. Su voz sigue objetiva y tranquila, a pesar de los gritos de pánico.

El submarino da un respingo.

—¡Adelante todo hacia arriba! ¡Atrás todo hacia abajo! —ordena el ingeniero a los timoneles. Pero el indicador se queda quieto, como si estuviera helado.

—¡El timón de popa no funciona! —informa el marinero de la central. Al mismo tiempo gira su rostro pálido hacia el comandante. Es un rostro lleno de confianza.

—¡Poner el timón de mano! —ordena el ingeniero; tan tranquilo como si se tratara de una maniobra de prueba, Los timoneles se ponen de pie y se empeñan en mover las ruedas, con todas sus fuerzas. La aguja blanca que indica el funcionamiento de los timones vuelve a moverse, gracias a Dios. O sea que lo que no funciona es el manejo eléctrico.

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