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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Submarino (43 page)

Los Tommies tienen que estar oyendo ahora nuestras hélices, máquinas eléctricas y bomba de agua, todo simplemente con el oído. Si quieren ahorrar corriente pueden tranquilamente desconectar el Asdic.

O sea que, además de la preocupación que le deparan los continuos cálculos de nuevos cursos, el viejo tiene el problema de mantener al submarino en la profundidad deseada. Nuestro estado actual es lábil, enfermo. ¡Y ni pensar en subir a la superficie!

Todo está mojado. La humedad del ambiente se pega a todos los objetos.

—¡Agua a popa! —grita alguien desde allí.

—¡Agua a proa! —se oye en seguida desde delante.

Cuatro detonaciones seguidas. Inmediatamente el ruido característico del agua que vuelve a ocupar su lugar.

—¡Treinta y tres... cuatro... cinco... treinta y seis! —cuenta el oficial navegante en alta voz. ¡Pasaron cerca!

Nos hallamos a ciento veinte metros de profundidad.

El viejo nos hace descender aún cuarenta metros más y en seguida viramos hacia babor.

La siguiente detonación repercute en mis dientes. Oigo un lloriqueo. ¿El nuevo ayudante de la central?

—¡Así se hace! —grita el viejo en medio del fragor de la siguiente explosión.

Los músculos de mi barriga están contraídos, como si a cada instante yo esperara sobre ellos un peso de cientos de kilos. Pasan minutos, antes de que yo me atreva a soltar la mano del caño que aprisiono. Automáticamente, elevo la mano y me la paso por la frente. Sudor frío. Ahora me doy cuenta de que también mi espalda está mojada y fría.

Veo el rostro del comandante como a través de la niebla.

Aún cuelga en el ambiente el humo que salía de los timones. Es un humo ácido. En mi cabeza siento una presión sorda. Retengo la respiración, pero la presión aumenta en lugar de disminuir.

El destructor tiene que haber dado ya toda su vuelta. Este lapso nos lo tienen que regalar esos perros, quieran o no.

¡Otra vez el Asdic! ¡El pedregullo! Son dos o tres tiros que me hacen sentir una mano fría recorriéndome el cuello y las espaldas. Tengo escalofríos.

Pronto volverá a comenzar... comenzar... comenzar...

La presión en la cabeza se vuelve insoportable. ¿Qué hacer? ¿Por qué no pasa nada? Cada murmullo ha muerto. Gotas de agua condensada marcan su ritmo de segundos al caer. En silencio, las cuento. El golpe llega cuando estoy por veintidós. Mi cabeza choca contra mi pecho...

¿Estaré sordo? Las placas del piso bailotean a mi alrededor, pero pasan segundos antes de que yo oiga el metálico sonido que producen, entremezclado con un suspiro y chirridos sibilantes: la estructura. El submarino se contrae en el agua. La gente cae y se entrechoca. ¿Cuándo terminará todo esto?

Otro golpe, ahora doble. El submarino se queja.

Los Tommies han optado por la economía. Ya no tapizan el mar con bombas, sino que las echan de dos en dos... Seguramente a diferente profundidad la una de la otra. No me atrevo a distensionar mis músculos, cuando ya siento nuevamente el martillazo con fuerza descomunal.

Oigo un bostezo y un chillido. Supongo que la detonación alcanzó a alguien...

¡Qué idiotez! ¡Si aquí adentro eso es imposible!

El viejo tendrá que pensar en otra solución. No hay señales de poder escapar de esta situación. Los rayos no nos sueltan. Allí hay hombres de primera, sentados frente a los aparatos. Es gente que no se deja engañar tan fácilmente. ¿Cuánto tiempo nos queda todavía? ¿Cuánto tiempo necesitan los Tommies para dar la vuelta?

Es una suerte para nosotros que los Tommies no puedan arrojar las bombas simplemente por la borda en el momento en que tengan ganas de hacerlo, sino que para disparar tengan que navegar a máxima velocidad... Sí, así es... si los muchachos pudieran acercarse a nosotros por medio del Asdic, y, en el mismo instante en que están arriba de nosotros, arrojar la bomba de profundidad, entonces fin al juego del gato y el ratón. Pero la realidad es que ellos deben acelerar en el momento en que disparan la bomba, a fin de que, cuando estalle, no los haga volar a ellos también.

¿Qué hace el viejo ahora? Sus cejas están arqueadas. El movimiento de las líneas de su frente me demuestra lo intenso de sus pensamientos. ¿Le será posible una vez más sacar al submarino del camino del destructor, en el preciso instante en que éste acelere? ¿Y, además, hacia el lado correcto? ¿Con la velocidad necesaria? ¿A la profundidad exacta?

Ya es hora de que el viejo abra la boca para dar alguna orden. ¿O es que se da por vencido? ¿Arrojó la toalla?

De repente se oye una inmensa sábana rasgarse por la mitad. Inmediatamente llega la voz ronca del comandante:

—¡Bombear! ¡Todo a babor! ¡Ambas máquinas eléctricas a la máxima velocidad!

El submarino pega un respingo. Las bombas de agua ya no se escuchan, en medio de tanto ruido. Toda la profundidad del mar está alterada. Los tripulantes tropiezan, se agarran de donde pueden para no caer. El viejo está sentado, en buena posición. El oficial navegante se sujeta a su escritorio.

De pronto me ilumino y entiendo lo que el viejo acaba de intentar. Ha hecho virar al submarino de acuerdo con lo planeado, sin importarle el Asdic. Es una nueva variante, algo que todavía no les había sido mostrado a los Tommies. Claro: los Tommies tampoco nacieron ayer. No aceleran ciegamente hacia donde nosotros nos encontramos. Ellos conocen nuestros trucos. Y se dicen: «el enemigo en el submarino sabe que aceleramos y también que a máxima velocidad nos es imposible encontrarlos por medio del Asdic; y por eso trata de abandonar en ese momento su posición e incluso su profundidad. Si se dirige hacia arriba o hacia abajo, hacia babor o hacia estribor, eso es algo que sólo es posible sospechar». Es cosa de suerte... Y ahí nos encontramos con que el viejo, para variar, ordena muy simplemente mantener el curso y la profundidad, por lo menos hasta el próximo pedregullo. Truco y contratruco.

—¿Hora? —pregunta el comandante.

—Tres y treinta —contesta el navegante.

—¿Ah, sí? —el viejo ha puesto un poco de sorpresa en su voz baja; la cosa parece durar demasiado, también para él.

—Esto no es lo acostumbrado... parece que esta vez quieren hacer las cosas bien —murmura.

Por un rato, nada sucede. El viejo ordena sumergirnos aún más.

—¿Hora?

—Tres y cuarenta y cinco.

Si no me equivoco, incluso la brújula ha sido dejada fuera de uso. En el submarino reina absoluto silencio. Solamente se siguen escuchando las gotas de agua condensada al caer con ritmo de segundos.

¿Lo conseguimos? Cuánto nos hemos alejado, en un cuarto de hora de velocidad de rastreo. El silencio se interrumpe por los típicos sonidos de la estructura, presionada por la profundidad. La madera, del lado de adentro, se tensa y grita.

Estamos exactamente a doscientos metros de profundidad. Más del doble de lo que garantiza el astillero. Viajamos a una velocidad de cuatro millas marinas, con una columna de doscientos metros de agua sobre nuestra piel de acero.

La navegación a esta profundidad es todo un arte. Si el submarino sufre algún percance, es muy posible que no resista la tremenda presión exterior. ¿Confía el comandante en que el enemigo no conozca nuestra profundidad máxima? Nosotros mismos obviamos la mágica cifra toda vez que ello es posible; decimos «tres veces
r
más sesenta». Suena como un juramento. ¿En realidad no sabrá el Tommy lo que significa «
r
»? Todos los fogoneros, quizá cincuenta mil personas saben qué número es «
r
».

No nos llega ningún informe de parte del escucha. No puedo creer que hayamos escapado. Es seguro que esos cerdos han parado las máquinas y aguardan, en algún lugar. Ellos saben que han estado casi encima de nosotros. Sólo les faltaba la profundidad para terminar su cálculo. Y en eso ya hizo el viejo todo lo que pudo. El ingeniero, por su lado, mueve la cabeza de un lado a otro, inseguro. Nada parece ponerlo tan nervioso como los chirridos de la estructura.

Dos detonaciones. Es soportable. El gorgoteo termina abruptamente. Nuestra bomba de agua continúa trabajando todavía unos segundos más.

¡Tienen que habernos oído!

Cuanto más permanecemos a esta profundidad, más pensamos en lo fina que es nuestra cáscara. No estamos blindados. A la profundidad y a las detonaciones solamente podemos contraponerles dos centímetros de pared de acero. Sólo las costillas, una cada dos metros, proporcionan un poco más de resistencia que la pared en sí. Y de eso vivimos.

—¡Qué largo lo hacen! —critica el viejo.

Trato de imaginarme cómo lo están pasando ahí arriba. Me ayudan mis propios recuerdos, ya que no hace mucho tiempo yo estaba del lado de los cazadores. La única diferencia estriba en que los Tommies poseen su Asdic, tan perfeccionado. Es la diferencia entre la electrónica y la acústica.

Escuchar... acelerar... disparar... virar... escuchar... acelerar... disparar nuevamente... más profundas, más superficiales... o el número especial: tapizar el fondo y disparar doce bombas al mismo tiempo. Igual hacen los Tommies.

Cada una de nuestras bombas de profundidad contenía más de cien kilogramos de Amatol, o sea que doce bombas significaban más de dos toneladas de material altamente explosivo. Cuando obteníamos claramente la posición, arrojábamos al mismo tiempo todos los proyectiles: por babor, estribor y popa. Aún me parece oír a aquel comandante:

—¡Esta manera de cazar no me provoca gozo!

Es raro que no esté pasando nada. Podría aprovechar para estirarme un poco. Pero cuidado: no debo temblar cuando el ataque comience de nuevo. Bombas de profundidad: vértigo con pausas. Tengo miedo. Por el próximo ataque. Debo mantener mi pensamiento ocupado... Hicimos el contacto acústico, recuerdo, cerca de la punta Sudoeste de Inglaterra. Era el destructor Karl Galster, nada más que maquinaria y armas. Aún conservo en mi memoria la voz cargada de temor.

—¡El torpedo pasará muy cerca de estribor! —la voz era ronca, pero muy alta.

La vía de burbujas era clara. Tardaba una eternidad hasta pasar por el medio de nuestra estela de popa.

Trago. Es el miedo al ataque, centralizado en la garganta. Tengo dos miedos: el de ahora y el de aquella vez. Mis pensamientos se entremezclan.

En esta oportunidad me encuentro del lado de los perseguidos. En un submarino que no tiene más torpedos en sus tubos.

Respiro profundamente.

El viejo echa un vistazo al manómetro. El indicador no se mueve. Tampoco hay indicios del Asdic. El escucha parece un asceta meditabundo. Me pregunto por qué los de arriba no se mueven. ¿Por qué no pasa nada? Con esta velocidad de cuatro millas marinas no podemos habernos escapado de su alcance...

—¡A doscientos veinte grados! —ordena el comandante.

Otra vez silencio.

—Doscientos veinte grados —informa poco después el timonel susurrando.

—Se escuchan hélices a veinte grados... se alejan —es el siguiente informe. El viejo sonríe.

Vuelve el recuerdo de Karl Galster. A pesar de arrancarnos los ojos, ni rastros del submarino. Seguimos bombardeando. Y de pronto, una mancha de aceite. En seguida nos dirigimos hacia allí. Sin ningún miramiento, ahora menos que nunca, se da la orden:

—¡Bomba a babor, disparar! ¡Bomba a estribor, disparar!

La luz de los reflectores me señala aún la gran cantidad de peces muertos, con las vejigas natatorias rotas. Más y más peces, pero ninguna señal de naufragio...

La voz del escucha interrumpe mis pensamientos. Si no le he entendido mal, el destructor se acerca nuevamente. Un nuevo ataque. Gato y ratón. Nos dieron tiempo para movernos un poco. La esperanza se frustró. No los perdimos de vista.

El escucha vuelve a torcer la cara. Golpe tras golpe, bamboleo. El mar entero es un arsenal.

El ruido del agua no parece tener fin. Hasta que es reemplazado por el sonido de hélices. ¿Cómo? ¿No hay pausa esta vez? ¿De dónde vienen estas hélices ahora? Es el sonido sordo de hélices a poca velocidad...

¡No puede ser el destructor que acaba de disparar sobre nosotros! ¡No puede ser, necesita su tiempo para dar la vuelta, lo sé!

Las bombas que siguen no se hacen esperar: llegan como trillizos, uno; dos, tres.

La luz se apagó. Piden fusibles de repuesto. El ingeniero dirige el haz de su linterna hacia el manómetro. No debe dejar de tenerlo bajo sus ojos. Estamos tan abajo que cada metro que descendamos puede ser peligroso.

—¿Qué se escucha?

—Nueve decimales a babor —le responde el radiooperador al comandante.

—¡Todo a estribor, a trescientos diez grados!

El comandante trata de operar del mismo modo que arriba: quiere mostrar la silueta más pequeña posible, para que el Asdic no pueda descubrirnos.

—¡Ruido de hélices en doscientos grados... más fuertes ahora!

Sin embargo, el rayo vuelve a encontrarnos.

Mi cabeza va a quebrarse como si fuese de vidrio; la tensión es inaguantable.

Mi cráneo, como la estructura del submarino, se encuentra sometido a gran presión. Cada contacto puede ser demasiado. Los latidos de mi corazón me llegan a los oídos, amplificados por altavoces. Sacudo la cabeza.

—¡Ah, muchacho! —me susurro a mí mismo. Un miedo demasiado grande, rayano en la histeria, confunde mis pensamientos. Mi sentido de la percepción está agudizado al máximo. Todo lo que sucede a mi alrededor lo siento duplicado.

—¿A qué distancia? ¿Y el segundo ruido? —pregunta el comandante. Su voz perdió ya el equilibrio.

¡Es eso, entonces! ¡Era verdad! Y el viejo ya no está tranquilo como siempre. El debe trabajar con un sistema perceptivo propio, no con instrumentos de precisión. Todo depende de él.

Se pasa el dorso de la mano por la frente. La gorra se le ha corrido hacia la nuca. Por debajo de ella aparece un mechón de pelo color
chucrut
. Su frente es una tabla de lavar por donde corre el agua del sudor. Tres veces seguidas abre y cierra la boca con un chasquido. El silencio del ambiente le da a ese sonido la relevancia de un castañeteo.

Mi pierna izquierda se ha dormido. Hormigas. Justo cuando recorro mis piernas con la vista, una serie de increíbles detonaciones atrapa al submarino. No encuentro apoyo en ningún lado, de manera que me caigo al suelo, sobre la espalda.

Trabajosamente consigo colocarme en cuatro patas. La cabeza la mantengo escondida, en previsión de un nuevo golpe.

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