Submarino (59 page)

Read Submarino Online

Authors: Lothar-Günther Buchheim

Cada muerte debe tener su razón. El dicho me pasa dos o tres veces por el cerebro.

Nuestra razón es simple: falta de oxígeno. Es la causa directa de muerte. La indirecta es el ataque aéreo. El oxígeno no puede durar mucho más: algunas personas, en sus camastros, dan la impresión de haberse dormido para siempre: silenciosos y pacíficos, con la boquilla entre los labios.

Quiera o no, no puedo hacer otra cosa que conversar conmigo mismo.

Y ahí está nuevamente, es el miedo. De algún lugar entre los homoplatos me sube hasta el cuello, hinchándome el pecho y llenando todo el cuerpo. Hasta en el miembro puedo sentir el miedo. Como los ahorcados, que a veces lo tienen erecto. ¿O será en ese caso otra la razón? El comandante del Bismarck tuvo al Führer en el pensamiento hasta el último instante. Lo puso en palabras y lo despachó como comunicado: «Hasta la última granada, fiel», o algo parecido. Un hombre como él le hubiese gustado a nuestro primer oficial.

El Führer tendrá que quedarse sin nuestras últimas palabras. Por más que las pongamos en el papel, desde aquí abajo no nos será posible mandar nada a ningún lado. El aire no nos alcanza ni para cantar el himno.

Así que yo me pongo a pensar nuevamente en Simone. Me digo su nombre en silencio, moviendo apenas los labios. Una, dos veces, muchas veces. Pero el juramento no me ayuda: Simone sólo aparece como una foto envejecida. Vuelvo la cara hacia la pared de enfrente.

En vez de Simone, es Charlotte la que aparece. Sus grandes tetas, sus gritos.

También otras figuras surgen desde el fondo y se entremezclan con ésta. Inge, en Berlín. Su voz de súplica, sus muslos, su rostro lloroso. Su lengua, que me recorre el rostro. El perfume que se desprende de su piel, y el temblor de su cuerpo cuando acaricio sus entrepiernas sudorosas de sexo.

Y en medio de todo eso, alarma: ataque aéreo. A reparar los vidrios de la ventana con cartón.

La secretaria, Brigitte con su turbante, la de Magdeburgo, la rubia del tren de la cual nunca supe el nombre, la que contaba cuentos todo el día, las dos prostitutas desnudas del hotel en París, todas aparecen por un instante. No quiero verlas ahora.

¡Quiero ver a Simone! Pero no lo consigo, las dos prostitutas se desvisten, se contornean, se lavan.

Me dan náuseas. Igual que en aquel entonces. El tubo comienza a hacer ruido, de inmediato. Tengo que controlarme, respirar tranquilamente.

Lo más importante es no espirar demasiado fuertemente. Tranquilidad. Si me concentro con todas mis fuerzas, a fin de hacerlo completamente bien, tampoco es bueno: se forma mucha saliva. Y las glándulas salivares no permiten que se les den órdenes.

Si no nos moviéramos, ni siquiera el dedo pequeño, el gasto de oxígeno podría bajar a cero. Así recostados, sin siquiera mover los párpados, las reservas de aire respirable tendrían que durar un buen tiempo, mucho más de lo que dicen las cifras normales.

Los movimientos respiratorios en sí ya necesitan oxígeno. Así que hay que inhalar poco, apenas lo suficiente para que el cuerpo pueda seguir funcionando.

Pero, de todas maneras, lo que nosotros ahorramos en oxígeno aquí lo usa la gente que está trabajando en la popa, en las máquinas. Nos sacan, nos arrebatan literalmente el oxígeno de la boca.

Una y otra vez llega un golpe desde la popa. Me asusto: en el agua, los sonidos se multiplican por cinco. Es seguro que los muchachos hacen todo lo posible por trabajar sin ruido... pero con las pesadas herramientas que usan les resultará difícil...

Cuando pienso en el ruido que hay en un astillero, y que nuestros camaradas no deben siquiera rozar las llaves descomunales que utilizan en ningún lado, para no atraer sobre nosotros la atención de los Tommies...

Se dice que los buceadores que suben a la superficie desde una profundidad demasiado grande en forma muy rápida se ahogan en la propia sangre de sus pulmones. Uno quedaría como narcotizado...

El primer oficial vuelve de una recorrida de control. De tiempo en tiempo tiene que mirar a los durmientes, para ver si todos tienen aún la boquilla en su lugar. Sus cabellos rubios mojados de sudor están pegados sobre su frente; no reconozco mucho de su rostro, apenas las mejillas. Sus ojos quedan en la oscuridad.

Hace mucho que no veo al ingeniero. No quisiera estar metido en su piel. Es demasiado para un solo hombre. Ojalá lo aguante.

El viejo se acerca, tratando de no hacer ruido con los zapatos. Cuando le faltan dos metros para llegar a la mesa, se oye otro golpe desde la popa. El viejo arruga la cara, como si le doliera.

No lleva tubo de oxígeno.

—¿Y, qué tal? —me pregunta, como si no supiera que con la boquilla en la boca no puedo hablar. Por toda respuesta, levanto ligeramente los hombros y en seguida los dejo caer. El viejo se retira.

Ni pensar en dormir, a pesar de que podría caerme de cansancio. Vuelven a aparecer las figuras, como en un tarjetero: la tía Belle, de la Christian—Science, bañada en todas las aguas benditas. Llevaba una redecilla en el pelo, que había hecho traer de Hong Kong. Y las vendía. Con otras tres mujeres fabricaba los sobres, colocaba en ellos una redecilla, y le valía eso cincuenta veces más de lo que le había costado. Más tarde me enteré de que hacía lo mismo con preservativos. Pero de noche. Faber era su apellido. Bella Faber. El hijo, Kurt Faber, parecía un hámster de trece años. El tío Erich se dedicaba a colocar máquinas automáticas en los baños de los bares de poca categoría. Con el dueño de cada bar tenía que beber una copa, claro está. Y luego se subía otra vez a la bicicleta, en una bolsa lo recaudado y en otra los preservativos de repuesto. Otra vez abajo, a beber una copa, sacar el dinero del automático, poner los preservativos, beber otra copa. El broche de la botamanga ya era parte de él: nunca se lo sacaba, ni siquiera en casa. Una vez se cayó de la bicicleta, entre dos bares. Murió. La policía se encargó de llevárselo. Tienen que haberse asombrado de ver tantas monedas y tantos preservativos en los bolsillos.

De pronto, me doy cuenta de que el segundo oficial ya no tiene la boquilla en la boca. ¿Cuánto tiempo hará que respira sin boquilla? ¿Me habré dormido? Lo sacudo por los hombros, pero solamente logro arrancarle un gruñido. Cuando lo zamarreo con más fuerza logro despertarlo, con miedo en los ojos. Tarda unos segundos en recordar dónde está. Desconcertado, logra por fin darse cuenta de que lo que le falta es la boquilla, la toma entre sus labios, comienza a chupar de ella, como para demostrarme lo bien que sabe hacerlo, y vuelve a dormirse.

Nunca entenderé cómo lo hace. ¡No simula dormir, duerme! Le falta roncar. No puedo apartar mi vista de ese rostro pálido. ¿Envidia? ¿O es que estoy decepcionado de no poder comunicarme con él, aunque no sea más que por medio de gestos y miradas?

No aguanto más, aquí sobre el sofá. Se me dormirán los miembros, si sigo aquí. ¡Así que a la central se ha dicho!

Aún continúan las reparaciones en el aparato de radio. Ambos marineros trabajan sin boquilla. Es una labor de relojería la que están llevando a cabo. Seguro que faltan los repuestos.

—No es posible arreglarlo a bordo —oigo que dice Herrmann.

Siempre lo mismo:

—No con los medios de a bordo... —como si ahora tuviéramos algo para elegir.

Las lámparas de emergencia de la central dan un feo brillo. Apenas si logran traspasar el aire denso del ambiente. Las paredes quedan a oscuras. Tres o cuatro sombras trabajan en la parte delantera del habitáculo, escondidas, como si trabajaran en una mina. Contra la mesa de cartografía, de espaldas a mí, apoyado sobre sus brazos, está el viejo mirando fijamente la carta que tiene ante sí. En la penumbra hay partes de máquinas, sobre el suelo. Quizá porciones de la bomba principal de desagüe. En el fondo, el haz de luz de una linterna se pasea sobre las válvulas. Me cuesta mucho localizar el ojo pálido del manómetro, en la oscuridad. El indicador marca doscientos ochenta. Lo observo como si no pudiese creerlo: doscientos ochenta metros. ¿Habrá estado ya tan abajo algún otro submarino?

Hace frío. Claro, mucho calor corporal no sale de nosotros, y pensar en calefacción es imposible. ¿Cuál será la temperatura exterior?

Gibraltar... la palabra se me ocurre de pronto.

Gracias a Dios, el ingeniero regresa desde la popa. Otra vez se mueve tan rápidamente como siempre. ¿Victoria? El viejo lo observa. No hay paz en esos rostros.

Por más que trato de afilar las orejas, sólo consigo enterarme de que todas las entradas de agua están cerradas.

—De todas maneras, antes de que oscurezca no podemos emerger.

¿Podremos entonces?, me pregunto.

Temo que el comandante y el ingeniero estén hablando más en nombre de su esperanza que de sus conocimientos.

El hombre que pasó desde la popa hacia adelante oyó con toda seguridad lo que el viejo acaba de decir. La última palabra, «emerger», consiguió oírla. No me extrañaría entonces que el viejo la haya dicho sólo para esos oídos.

Aún no he podido determinar cuánto en la cara tranquila del viejo es actuación... y cuánto convencimiento. Si se cree fuera de la vista de todos, su rostro envejece: lleno de arrugas, los músculos sin tono, los párpados enrojecidos y llenos de lágrimas, caídos. Todo su cuerpo habla entonces de resignación. Ahora mantiene la espalda apoyada, está tieso: los brazos cruzados por delante del pecho, la cabeza algo hacia atrás, duro, como si tuviese que posar para algún escultor. No puedo distinguir si respira.

Sin darme cuenta, me senté ante la compuerta de proa.

De pronto, el viejo me sorprende con su mirada. ¿Me habrá dicho algo? Debo tener un aspecto lastimoso al querer incorporarme, porque el viejo me anima con un:

—Bueno, bueno, bueno... —Con un movimiento de la cabeza, me indica que lo acompañe hacia la popa—. ¡Nos tenemos que hacer ver en la popa también!

Me saco la boquilla, trago la saliva que se ha formado y tomo aire por la boca.

Sin palabras lo sigo.

Ahora veo que sobre la caja de las cartas hay alguien sentado: Turbo. Su cabeza cuelga sobre el pecho, como si su columna vertebral estuviese quebrada. Se nos acerca otro: el marinero de la central, Isenberg. Está cansado y se tambalea como un borracho. El puño cerrado retiene tiras metálicas y cables eléctricos; en la mano derecha sostiene una pinza para caños, que le alcanza a alguien sentado en el suelo.

El viejo observa la escena, de pie junto a uno de los timones. El marinero de la central aún no nos ha visto. De repente, asustado por el ruido de mis botas, se incorpora, trata de quedar derecho, de pie, abre la boca y la vuelve a cerrar en seguida.

—¿Y, Isenberg? —le dice el comandante. El marinero traga, pero no responde una sola palabra.

El viejo se desvía hacia él y le pone su mano sobre el hombro derecho, un segundo nada más. Pero por más corto que haya sido ese contacto, el marinero parece revivir. Incluso ha logrado sonreír. El viejo mueve dos o tres veces la cabeza y pesadamente vuelve a ponerse en movimiento.

Sé perfectamente que el marinero está ahora detrás de nosotros, cambiando miradas con sus compañeros. ¡El viejo! ¡Nuestro viejo sigue adelante!

El suelo del habitáculo de suboficiales continúa abierto. O sea que se está trabajando en la batería II; o se vuelve a trabajar en ella. Un rostro lleno de sudor y de estrías grasientas se dirige hacia nosotros, desde abajo, como si emergiera desde el piso de un escenario. En la ancha barba reconozco al marinero electricista Pilgrim. Por dos o tres segundos, el viejo y Pilgrim intercambian mudas miradas. El rostro negro de Pilgrim se aclara en una sonrisa. El viejo deja oír apenas una interrogación sin palabras, asiente, y Pilgrim también. También él está conforme.

Es difícil llegar a la popa. El marinero se apura en colocar un par de maderas, de tal modo que haya un lugar donde apoyar los pies.

—Ya está bien —dice el viejo y se descuelga como un alpinista, con el abdomen contra los camastros. Yo en cambio agradezco la ayuda de Pilgrim.

La compuerta que da a la cocina está abierta. La cocina ya está en orden.

—Muy bien —alienta el viejo—, era de esperarse.

También la compuerta que sigue, la que da a la sala de máquinas, permanece abierta. Por lo general, cuando los diesel están en funcionamiento e inspiran aire, hay que hacer una enorme fuerza para abrirla, en contra de la baja presión que hay en ese habitáculo. Pero ahora, el corazón de nuestro submarino está como muerto.

La luz escasa de una linterna de mano es toda la iluminación; los ojos tienen que acostumbrarse a ella. ¡Dios mío, qué parece esto! Todo está revuelto y fuera de su lugar habitual. Las placas del suelo también. Por primera vez me doy cuenta de lo profundas que son las diesel. Ya no parece una sala de máquinas. Todo está manchado de aceite negro, sangre derramada de las máquinas. Por todos lados hay restos de trapos, paquetes, caños, asbesto...

Voces que murmuran, el golpeteo sordo de una herramienta.

Mientras le susurra algo al viejo, Johann sigue trabajando con su gran llave; yo ni siquiera sospechaba que llevásemos semejante herramienta a bordo. Los movimientos de Johann son todos calculados, nada se pierde, ningún temblequeo.

Al fin anuncia que su trabajo ha terminado. Por aquí tampoco entra más agua.

No comprendo de dónde saca Johann tanta serenidad para su labor. ¿Acaso olvida que estamos a doscientos ochenta metros de profundidad, bajo agua y que el oxígeno de que disponemos está llegando a su fin? El viejo, por su parte, mira hacia uno y otro lado. Se deja caer de rodillas, a fin de estar más cerca de la gente que trabaja debajo del suelo, doblada como faquires. Casi no habla.

Pero las miradas que los tripulantes le echan desde abajo significan mucho. El viejo parece un milagrero. La credulidad de la gente acerca de la capacidad del viejo para sacarnos de aquí es ilimitada.

Marcadamente lentos son los movimientos con los que el viejo sortea los trozos de las máquinas que se hallan en el suelo, como si quisiera dividir su andar en diferentes fases.

Hacia la popa de el diesel de estribor, a la luz de las linternas, se ven tres personas trabajando en su base.

—¿Y cómo va todo? —oigo que pregunta el viejo con voz apagada, como si preguntara por la salud de la señora y de los niños.

El ángulo que forma su cuerpo con su brazo me permite observar al mismo tiempo al ingeniero.

Other books

Doctored Evidence by Donna Leon
Tears for a Tinker by Jess Smith
DarkInnocence by Madeline Pryce
The Judas Tree by A. J. Cronin
The Next Season (novella) by Rachael Johns