Authors: Lothar-Günther Buchheim
El primer oficial está sentado a su lado y limpia sus binóculos. Por ahora, los marinos carecen de actividad. De todas formas, lo que hace es tonto: ¡como si pudiera tener buena visibilidad! Su rostro, antes siempre tan alisado, presenta ahora dos líneas que corren de la nariz a la boca. De la barbilla le cuelgan algunos pelos enmarañados. No es éste nuestro primer oficial, siempre tan elegante.
¿Qué hora será? Me asusto al comprobar que mi reloj ha desaparecido. Trato de ver la hora en la muñeca del ingeniero: las doce y unos minutos. Acaba de pasar la media noche.
El comandante dirige una mirada interrogante al ingeniero.
—Con los elementos de a bordo no hay nada que hacer —dice éste.
¿Con qué elementos entonces?
Delante de nuestra mesa y en todo el pasillo han sido levantadas las maderas del suelo; dos hombres se hallan abajo, trabajando en la batería I. Desde la central se les alcanzan herramientas y cables.
Abajo profieren insultos.
De pronto, aparece Pilgrim por la abertura. Sus ojos están llorosos. Tosiendo grita hacia la central, sin darse cuenta de que el ingeniero está sentado en el habitáculo de oficiales:
—¡En total hay veinticuatro celdas vacías!
¿Cuántas serán en conjunto?
El ingeniero se incorpora y le ordena a Pilgrim y a su ayudante que se coloquen los salvavidas. Desde la central llegan dos paquetes marrones. Yo mismo los alcanzo hacia abajo.
Mientras ambos están ocupados poniéndose los salvavidas, el ingeniero se desliza por el agujero inmediato a la mesa. Minutos después salta otra vez hacia afuera y busca con toda celeridad un plano de las baterías, en el armario, lo pone encima de los demás planos y se sumerge en su estudio. Las celdillas son tachadas una a una, con una cruz.
—Los puentes no alcanzan de ninguna manera. —El ingeniero no levanta la cabeza de la figura. Eso quiere decir que las celdillas inutilizadas no pueden ser desarmadas y tiradas simplemente por la borda. El ingeniero quisiera hacer una nueva batería con el resto de celdas sanas.
Pero no encuentra los caminos más cortos para la nueva instalación. Hay sudor en su frente. Tira líneas y vuelve a tacharlas.
Un marinero trae un recipiente lleno de cal. Con ella debe ser neutralizado el ácido sulfúrico, para que no se forme gas clorado. La cal pasará a la batería a través de una abertura que hay en el baño. El Bailarín abre la puerta del reservado.
—¡Vamos, hombre! ¡Es urgente! —lo apura el ingeniero. Con el plano aún en la mano sigue dando órdenes desde arriba, a media voz. Es como si hablara al vacío; no alcanzo a oír la voz de Pilgrim respondiéndole.
Desde abajo llegan suspiros y bostezos.
En alta voz, el comandante pide pan blanco con manteca. ¡Me da un ataque!
¡Ahora, pan y manteca! Es seguro que el viejo no tiene hambre: quiere decir, en una palabra que las cosas son ahora así como son, y nada más. Si a vuestro comandante le da la gana de comer, pues come, y se acabó.
El camarero hace acrobacia para alcanzarle dos rodajas de pan y un cuchillo.
¿Dónde los habrá encontrado?
—¿Quiere la mitad? —me pregunta el comandante.
—¡No, gracias!
El viejo hace algo parecido a una sonrisa. Se reclina tranquilamente y demuestra cómo se hace para masticar bien. Rumia, como las vacas.
Dos hombres lo ven comer. Así es como en todo el submarino se sabrá en seguida lo que hace el comandante, tal como él quiere.
Zörner vuelve desde abajo. Se limpia el rostro y pasea su mirada. Al ver al comandante, la boca se le queda abierta de asombro.
El maquinista Franz llega apurado, con una lámpara en la mano, posiblemente en busca del ingeniero. Sus brazos están negros de aceite. El ingeniero se le acerca, cruzando la abertura del piso. Entretanto, Pilgrim sigue gritando desde abajo, por lo que el ingeniero no puede entender lo que Franz le dice. Yo en cambio sí oigo que el agua sigue subiendo en la popa. El ingeniero y Franz se dirigen a la central. Unos minutos después vuelve el superior, para bajar en seguida al cuarto de la batería.
El viejo termina de comer: la función ha llegado a su fin.
La voz del ingeniero llega desde abajo con fuerza:
—¿Qué pasa? ¿Por qué no hay luz, Zörner?
—Mierda —se le oye murmurar a alguien.
Parece que son manos lo que hace falta allí abajo. Veo una lámpara en un rincón y trato de encenderla. ¡Sí! Prendo la lámpara a mi cintura y bajo.
—¿Viene o no viene esa luz?
El ingeniero me acepta sin palabras. Me deslizo hacia abajo, como quien va a arreglar un coche: de lado, sobre una lisa superficie. ¡Qué ordenado está todo aquí! Pero que el ingeniero no se haga ilusiones; si las máquinas eléctricas se llenan de agua, todo esto es en balde. Me sorprende que el ingeniero no diga una sola palabra. Sólo se oye su respiración entrecortada. Por fin me indica cómo debo sostener la lámpara. En la luz veo trabajar sus dedos afanosamente.
Que sostenga aquí, con la mano que me queda libre. Despacio, para que no se escape.
El aire se torna irrespirable. El ingeniero tiene una llave entre los labios, como un indio sostendría un cuchillo. ¡Si nos falla! Ahora repta unos tres metros más adelante. Lo sigo. Me lastimo las rodillas.
Yo no tenía ni idea de que el cuarto de la batería fuese tan grande. Siempre imaginé que una batería sería más pequeña. Pero, ¿cuánto de esto es aún utilizable? Todo son escombros. ¡Todo el submarino ha sido reducido a escombros por esos perros!
¡Aire! ¡Caramba, manden aire! La pinza alrededor del pecho aprieta cada vez más.
El ingeniero me hace una señal: tenemos que salir de aquí. Desde arriba llegan manos dispuestas a ayudar. Subo y respiro profundamente.
—Bonita mierda, ¿eh? —me pregunta una voz, todavía irreconocible para mí. La oigo como desde muy lejos. No le puedo contestar, tan agitado estoy. Por suerte hay un sitio en el sofá del ingeniero, en medio de todos esos planos. Oigo que son las dos.
¿Sólo las dos?
El ingeniero le comunica al viejo que hace falta alambre. No alcanzó ni para hacer los puentes de esa mitad de la batería.
La cosa no parece ser ahora subir a la superficie: nuestro principal problema es encontrar alambre. Hasta el segundo oficial participa de la búsqueda.
En los tubos, en el habitáculo de proa y en las sobrecubiertas hay torpedos. Cada uno cuesta veinticinco mil marcos. Pero alambre no hay. Ni un pedazo. Municiones hay, pero no cinco marcos de alambre viejo. ¡Si es para reírse!
El contramaestre ha desaparecido en el habitáculo de proa ¿Qué pasará si él, el ingeniero, el segundo oficial y el marinero de la central no encuentran un miserable alambre?
Oigo la orden:
—¡Desmantelar las instalaciones eléctricas y volver a armarlas con menos alambre!
¡No puede ser! Necesitamos alambre de un cierto grosor. ¿O tendremos que trenzar los alambrecillos?
Claramente estamos inclinados hacia la popa. Se comenta que el tubo del torpedo de popa ya está hasta las dos terceras partes en el agua. Si las máquinas eléctricas se llenan de agua, de nada sirve buscar el alambre.
¿Qué día es hoy? El almanaque ha desaparecido de la pared. Como mi reloj...
Ya no aguanto estar en el habitáculo de los oficiales. Vuelvo a la central, a saltos por encima de las aberturas. Me duelen todos los huesos.
Sobre el suelo encuentro el barógrafo, con dos de sus vidrios rotos. La aguja inscriptora está doblada hacia atrás, y el papel señala una línea que desciende y termina en una mancha de tinta. Parece haber marcado nuestra desgracia.
El comandante y el ingeniero murmuran entre sí. El maquinista Johann viene de la popa; también se les agrega el marinero de la central. Hasta el maquinista Franz puede dar su opinión. Toda la conducción técnica del submarino está aquí reunida, salvo el segundo ingeniero, quien quedó en la sala de máquinas. Por lo que oigo, en la popa se trabaja con método y continuidad, y hay adelantos. El problema de la batería quedó en manos de los marineros de electricidad.
El grupo vuelve a disgregarse. Sólo el comandante e Isenberg quedan en la central. El viejo se apoltrona sobre la caja de las cartas marinas, para mostrarse ante los marineros que pasan por delante de él: es un hombre que bien puede confiar en sus especialistas.
Pilgrim informa al pasar que se dirige hacia la proa, a buscar alambre.
—¡Muy bien! —lo alienta el viejo.
En eso aparece el contramaestre, contento como un niño debajo del árbol de Navidad: en las manos sostiene un par de metros de alambre, grueso y viejo.
—¡Estupendo! —oigo la voz del ingeniero desde la popa.
El contramaestre parece haber descubierto América. Lo que no sabe es que esos pocos metros no alcanzan para nada.
—¡Sigan buscando! —ordena el viejo: En seguida entra, por diez minutos, en un mutismo absoluto, quizá porque no hay nadie mirándolo.
El ingeniero vuelve a aparecer.
—Y... ¿cómo le va? —pregunta el comandante.
—Más o menos. Casi terminamos. Faltan sólo tres celdillas —contesta el ingeniero.
—¿Y a popa?
—Bien, ya está mejor.
Me dejo caer en el sofá del habitáculo de los oficiales. Con los ojos cerrados trato de imaginarme nuestra situación actual: durante la caída, el comandante ordenó llenar de aire las celdas, pero de nada sirvió, ya que había demasiada agua dentro del submarino y no se podía establecer el equilibrio. De donde deduzco que ahora mismo debe haber aire dentro de los
bunkers
... aire que nos podría hacer volver a la superficie siempre que lográsemos disminuir el peso del submarino. O sea que llevamos demasiado lastre, nada más, como un globo aerostático. Todo está claro; pero es cierto sólo si las celdas de inmersión están intactas. Si no han perdido el aire. Si ese aire ya no existiera, deberíamos inyectar más aire comprimido, más que el que tenemos.
Aparte del método estático, también tenemos el dinámico: con la fuerza de las máquinas y la ayuda de los timones somos capaces de volver arriba, como hacen los aviones, a pesar del sobrepeso. Pero eso solamente es posible con un lastre ligero. No es nuestro caso, seguro. Nuestro submarino es muy pesado para pensar en eso. Y tampoco se sabe si el líquido de las baterías es suficiente como para hacer mover nuestras hélices, aunque no sea más que por un par de minutos. ¿Sabrá el ingeniero de qué son capaces las pocas celdillas que quedaron sanas?
Casi seguramente debemos usar el primero de los métodos, el del globo aerostático. Es decir que el agua que llevamos adentro debe salir, como sea. ¡Debe salir!
Y cuando estemos arriba, ¡a saltar por la borda y a nadar! Mis películas bien me las puedo colgar del cuello. Por lo menos que se salven las de la tormenta.
¡Si no fuera por la maldita corriente de este estrecho!
¡Es increíble! ¡En el último momento, esa cucharada de arena, debajo de la quilla! ¡Un milagro!
El viejo se mordisquea el labio inferior. El ingeniero es ahora el que piensa y el que dirige, de él todo depende. ¡Pobre! No ha descansado un minuto.
Parecen haber cesado todas las entradas de agua. Sólo siguen entrando un par de gotas, nada más. Pero el agua en el submarino, ésa no sé cuánta es. Un litro de agua es un kilo de peso. Somos demasiado pesados, es evidente.
—¡Bonito olor a mierda! —dice un marinero.
—¡Abre la ventana! —le contesta Frenssen.
Desde la popa llega el sonido del agua que sale de algún caño. Como si fuera vapor. Ahora se intensifica el ruido. Maldición, ¿qué será?
¿Qué es lo que en realidad planea el viejo? ¿Querrá intentar subir y acercarse aún un poco más a la costa africana? Debe ser eso, porque pretendía ascender de todos modos, antes de que aclarara. Si sólo quisiera ascender para dejarnos desembarcar, no se interesaría tanto porque en la popa consigan terminar antes del amanecer. Pero es justamente eso lo que pregunta a cada rato.
Nadar en la oscuridad, eso sería demasiado arriesgado. La corriente nos dispersaría completamente. ¿Nos encontrarían los Tommies entonces? Ni siquiera tenemos con nosotros lámparas de señalización, ni una sola lámpara roja colgando del salvavidas.
El viejo permanece callado. Y preguntarle no puedo. Una cosa está clara: que ahora lo importante es deshacerse del lastre. Pero, ¿y después, qué, si todo va bien?
¿Cómo sigue la cosa?
En ese instante asoma el comandante en el habitáculo de oficiales.
—Este hombre se está perdiendo su orden de mérito, es una pena.
Lo miro sin entender.
—Claro; ¿qué puede hacer el pobre, si nosotros tardamos tanto en ahogarnos?
Veo la escena: una barraca en Gibraltar. Un montón de aviadores en sus uniformes, con un vaso en la mano, festejando el hundimiento de un submarino, observado y corroborado por la Marina.
—El miedo al desnudo —dice el comandante, y señala las espaldas del nuevo marinero de la central. Está sarcástico.
El oficial navegante, de pie en el pasillo, informa:
—El cabezal del periscopio está roto.
Lo dice con la voz más descuidada del mundo, como si informara que se le ha agujereado un zapato.
—Bien —responde el comandante. Su voz está cansada. Un poco más o menos de derrumbamiento no le hace, ahora.
Creo que a popa es donde más se ha sufrido el impacto. Me pregunto cómo puede ser que sea la popa la que más se haya perjudicado. Los daños en la central y en la batería I son explicables. Pero no que el agua haya entrado en la popa. ¿No serían dos las bombas?
Desde atrás llega el ingeniero, para informar al comandante la situación de popa, con voz entrecortada. Dice que casi todas las compuertas que dan al exterior de la embarcación hicieron agua. La instalación eléctrica falló totalmente. Los motores se recalentarían, si se pusieran en funcionamiento.
Lo que el ingeniero está haciendo es un completo inventario de los daños.
Todas las bombas de agua están rotas. Los basamentos de el diesel de babor han resistido, por un verdadero milagro, no así los de la máquina de estribor. El timón delantero de profundidad apenas si se puede mover. La brújula, inutilizada. Hasta el telégrafo está roto.
—¡Babel aún no está perdida! —murmura el viejo. El ingeniero entrecierra los ojos, como para observar mejor al comandante.
Otro sonido: sin duda, llega desde afuera; es una melodía aguda, sobre la que se agrega un golpecito rítmico. Se me corta la respiración: ahí están, nuevamente. El viejo también lo oyó. Escucha con la boca abierta, la frente surcada de arrugas. El sonido va en aumento. ¡Son turbinas! En seguida comenzará el Asdic, seguro. Todos aquí están paralizados. No consigo distinguir bien las masas oscuras que me rodean: la de la izquierda debe de ser el oficial navegante, más allá, el ingeniero; aquél tiene que ser el segundo oficial. Y el otro es el marinero de la central.