Submarino (58 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Vuelvo en dirección a popa. Todo el personal tiene en sus rostros una sombra. La esperanza ha muerto. Todo el día tendremos que pasarlo bajo agua. ¡Dios mío!

Mi tubo de oxígeno se encuentra en la cabecera de mi cama. Es apenas tan grande como dos cajas de cigarrillos.

Los demás habitantes del recinto de suboficiales se ocupan también de atornillar la boquilla a la manguera. Sólo Zeitler se ha retrasado un poco.

A Pilgrim y a Kleinschmidt ya les cuelgan las mangueras de la boca. Yo trato de imitarlos, y al hacerlo me doy cuenta de que mi mano tiembla. Con resquemor aspiro la primera bocanada de aire. Nunca antes lo había hecho. La válvula de la boquilla hace ruido, al espirar. El aire que sale de esa trompa tiene un asqueroso gusto a goma. Espero acostumbrarme.

El tubo es pesado. Lo tengo sobre el estómago; debe pesar por lo menos un kilo. Allí, el anhídrido carbónico que espiramos debe combinarse con el aire que entra, en una proporción no superior al cuatro por ciento. Mas es peligroso: podríamos intoxicarnos con nuestra misma aspiración.

—Cuando la cosa se hace química, también se hace psicológica. —¡Qué razón tenía el ingeniero!

¿Cuánto durará en realidad el oxígeno? Para el tipo VII C, la duración estimada bajo agua es de tres días. Por lo que en los tubos debería haber suficiente oxígeno para tres veces veinticuatro horas... sin olvidar el tiempo de regalo que otorgan los tubos de los salvavidas.

¡Si Simone me viera así! ¡La boquilla en la boca y el tubo sobre la barriga!

Observo a Zeitler: es mi propia imagen. El cabello mojado, gotas de sudor perladas en la frente, ojos febriles y brillantes. La nariz, cerrada por el broche. Debajo de la boquilla, los pelos de la barba.

¡Esos pelos! ¿Cuánto tiempo hace ya que estamos fuera? Contemos: uno, dos, tres, cuatro, ocho semanas. ¿O no? ¿No serán nueve o diez?

Simone vuelve a entremezclarse en mis pensamientos. Su figura se proyecta como sobre la pantalla de un cine: la veo sonreír, gesticular, bajarse un bretel del hombro. Cierro los ojos. Su imagen desaparece.

Vayamos a ver un poco cómo está la central, me digo, y paso la compuerta, no sin dificultad. Ahora veo a Simone, proyectada sobre caños y manómetros. Sobre las ruedas de las válvulas veo sus pechos, sus muslos, su barbilla, su boca entreabierta y húmeda. Ahora se acuesta sobre su abdomen, levanta los pies. Las sombras lineales de la celosía le pintan el cuerpo. Cierro los ojos. Se me acerca, está sobre mí. Sus pechos me tocan, redondos y marrones alrededor de las cúspides rosadas.

Pequeños trozos de película: Simone entre la hierba de la costa, el abdomen y los pechos llenos de arena oscura y mojada. La cabeza volcada hacia atrás: Simone sin cabeza, sólo un cuerpo cimbreante.

De pronto, delante de mis imágenes, aparece un rostro y una boquilla: me asusto. Es el segundo oficial. Me observa; seguramente quiere informarme de algo.

—¡No dispare con la pistola, es peligroso! —me advierte después de haberse sacado desmañadamente la boquilla llena de saliva de la boca... ¡El gas de las baterías, claro!

Me guiña el ojo izquierdo y se sienta sobre su camastro. Ni ganas tengo de decirle que no es momento de hacer chistes sin sentido.

En cambio, tomo una bocanada de aire demasiado grande: el aparato resuena.

¡Pensar que este oficial aún está vivo, y nosotros también! Nuestros ojos aún lagrimean al parpadear, nuestras articulaciones siguen siendo aceitadas en forma completamente automática, aún hay corriente en nuestro cerebro. El sistema vegetativo es un milagro. Las máquinas se han parado, pero nuestros cuerpos siguen andando, como si nada estuviera pasando. Sin que nos tengamos que preocupar por ellos.

¡Los milagros de la vida! ¡Es imposible no asombrarse!

Inseguro, me voy sosteniendo de las paredes, de la cortinilla del viejo, otra vez de la pared. Llego al habitáculo de los oficiales. Las maderas del suelo han sido vueltas a poner en su lugar. Seguramente no se ha perdido del todo esa batería. Aunque sea, se podrá usar en forma rudimentaria, para un corto trayecto impulsado por las máquinas eléctricas.

En el habitáculo de oficiales está la luz encendida. Si se mantuviese así en todo el submarino, tendría que ser eterna. Apenas cuarenta vatios... seguramente que en una semana no consume tanta electricidad como una vuelta de llave. La luz eterna...

¡a doscientos ochenta metros de profundidad!

Alguien ordenó aquí dentro. Por encima, por lo menos. Los cuadros están nuevamente colgados de la pared. Los libros, a medio ordenar, están en su anaquel. El primer oficial parece estar recostado en su camastro; por lo menos así lo indican las cortinillas corridas. El segundo oficial está sentado en la esquina del camastro del ingeniero. Ha cerrado los ojos. Haría mejor en acostarse del todo, en vez de estar así, tirado como una bolsa de patatas.

Mi asombro no reconoce límites: nunca hubo aquí tanta paz como ahora. Nadie se mueve en los corredores, nadie hace cambios de guardia. Los cuadros y los libros de nuevo en su lugar, el suelo cerrado. Con una pantalla verde alrededor de la lámpara, podría decirse que estamos aquí como en casa. Faltaría solamente un bonito ramo de flores sobre la mesa, por mí que sean artificiales, y una colcha de color.

Lo único que no encaja en todo el cuadro, es el segundo oficial, menos aún con la boquilla en la boca.

¡El silencio a bordo! Es como si la tripulación hubiese abandonado el barco. Como si el oficial y yo fuésemos los únicos que quedan.

A fin de no perder la noción del lugar tengo que recordarme que afuera la negrura es total. Comprimida. Al negro es fácil imaginárselo, no así la presión. No estamos equipados por la naturaleza para vivir en semejante profundidad. Sólo la estructura nos defiende.

El segundo oficial ha dejado caer su cabeza sobre el pecho. Ha conseguido abstraerse del mundo que lo rodea. ¿Cómo lo hizo? ¿Se entregó a su destino, como casi todos los demás? ¿O acaso su narcótico es la seguridad que el viejo quiere demostrar? ¿Es disciplina, simplemente, o fe ciega en las habilidades del ingeniero?

Una y otra vez murmura y se atraganta, pero no se despierta. Toda su imagen es la de alguien que ha podido retrotraerse a tiempos mejores, entre los recuerdos, lejos del presente. Lo envidio.

Estoy muy cansado. A ratos me duermo, pero en seguida estoy otra vez de pie. Deben de ser más de las seis.

Mi conciencia se ve invadida por trozos de poemas, versos, burbujas que ascienden desde muy abajo y traen recuerdos del pasado. Trato de aferrarme a alguno de ellos, pero me lo impide una sola idea: hemos confiado demasiado en nuestras máquinas, ahora debemos ser amigables con ellas, para que no se conviertan en nuestras enemigas y nos lleven a la muerte. Es increíble lo que una máquina es capaz de hacer.

Tendría que mantenerme un poco más activo, no estar aquí sentado. Observar todo lo que el submarino me puede brindar en este momento. Fijar detalles. O pensar en algo realmente importante; pero para eso no tengo que moverme. Por ejemplo, ahora tengo ante mí los dientes de ratón del segundo oficial. O su lóbulo auricular, a la izquierda: mejor conformado que el del primer oficial. Atentamente miro cada parte del rostro del segundo: párpados, cejas, labios.

De repente, figuras inmóviles adquieren movimiento: no quiero verlas, tengo que concentrarme en el rostro del segundo.

Abro mis ojos y la figura desaparece.

Hago un nuevo esfuerzo por guiar mis pensamientos. Pero es como cuando uno desea poner en marcha un motor defectuoso: un par de impulsos y luego nada más.

Pongo mi mente en blanco. Pero no. Desde el fondo asciende el miedo, inmediatamente. ¡Tengo que pensar en algo! Ya está: el pino que había en casa. Su tronco partido por el rayo, sus ramas torcidas, hacia arriba, como amenazantes. A partir de ese punto fijo puedo seguir. El camino, la hierba, los insectos en otoño.

Piedra por piedra logro armar el rompecabezas. Pero es imposible retenerlo; siempre hay algo que se cae para no volver.

Quizá no fui cuidadoso esta vez: no sólo tengo que retener las imágenes visuales, sino que debo oler, degustar, palpar cada recuerdo.

¿Cuántas horas hemos pasado aquí abajo, al fin de cuentas?

Tiene que haber sido alrededor de medianoche cuando nos caímos. Pero la hora de nuestros relojes no corresponde al lugar geográfico, y además estamos atrasados una hora respecto de la verdadera, de todos modos. La nuestra es la hora de verano de Alemania. ¿Tengo que agregar o quitar horas para hacer el cálculo? No lo sé. Según la hora de a bordo deben de ser por lo menos las siete. La oportunidad de un ascenso en la niebla de la mañana, de todas formas, pasó. Esperar, hasta que arriba vuelva a oscurecer.

Los cocineros ingleses ya habrán producido cantidades de huevos fritos y tocino, su desayuno de siempre, a estas horas.

¿Hambre? ¡Dios mío, no debo pensar en comer!

Bueno, el viejo sólo sugirió la posibilidad de subir antes de que amaneciera. El no determinó nada. ¿Habrá sido solamente para mantener a la tripulación esperanzada? Creo que sí.

¿Un día entero aquí abajo? ¿Siempre con la boquilla en la boca? ¡Oh, Dios!

En medio del ensueño oigo el carraspeo del segundo oficial. Me despierto. Subo, revienta la superficie. Abro los ojos.

Me froto la vista con los nudillos. ¡Qué cabeza tan pesada la mía! Debo tener plomo en el cráneo. Y me duele. El animal trompudo de aquel rincón sigue siendo el segundo oficial.

Ojalá supiese qué hora es. Seguro que mediodía. Mi reloj era bueno, sí. Suizo. Setenta y cinco marcos. Ya se perdió dos veces, y dos veces lo encontré por milagro.

¿Por dónde andará ahora? Nadie puede haberlo robado aquí.

Sigue el silencio. Por más que trato de escuchar algo, nada. Ni siquiera el zumbido de alguna máquina de segunda. Silencio mortal. El tubo de oxígeno se me acomodó sobre el abdomen como una bolsa de agua caliente.

Trato de acordarme en qué forma se combina el nitrógeno dentro del tubo... me resulta imposible. Claro, en química siempre fui una nulidad. Mejor. Más tarde se lo preguntaré al ingeniero.

Una y otra vez pasa alguien por el habitáculo, con las manos sucias de aceite.

¿Habrá mejorado la situación, mientras yo dormía? ¿Habrá esperanza? A nadie se le puede preguntar. Todos guardan el secreto.

¿Y cómo sé yo de pronto que la brújula ha vuelto a funcionar?

¿Lo habré pescado en el sueño? El timón de profundidad sigue funcionando mal, igual que cuando me dormí.

¿Y el agua? El ingeniero había planeado algo. ¿Todavía pensará igual? No sé, ya no estoy al tanto de nada. Eso me pasa por dormirme: ni siquiera sé cuánto tiempo me fui.

—¡Cuando oscurezca debemos tratar de subir! —Sí, era la voz del viejo, claro.

Pero, ¿cuánto faltará hasta que se haga oscuro allí arriba? ¡Qué vergüenza, no tener el reloj conmigo!

Miro a mi alrededor, curioso. Descubro que nuestro perro ya no está. Colgaba del techo, pero ya no está allí. Tampoco debajo de la mesa. Me dejo caer del camastro y comienzo a revisar el suelo, entre botas de goma y latas de conserva. ¡Caramba, vidrios rotos! Veo la almohada del ingeniero, así que la levanto. También pongo en su lugar toallas y guantes de cuero; pero del perro, nada. Ese perro de plástico era el talismán del submarino. No puede desaparecer.

Me estoy acomodando para volver a sentarme, cuando mi mirada cae sobre el segundo oficial: bajo el brazo izquierdo tiene fuertemente al perro, tal como un niño haría con una muñeca. Duerme aún.

Otra vez pasa uno con cuidado por el habitáculo, en las manos aceitadas una pesada herramienta. Me da vergüenza estar inactivo. Pero me consuela saber que el segundo oficial y todo el personal marino no hacen nada tampoco. Incluso les ha sido ordenada una conducta tranquila, dormir, quiere decir. De todas las posibilidades que se nos brindan, es la peor; estar sentado, acostado, mirar el vacío, tener alucinaciones. Quisiera poder ayudar.

Para mantener mis pensamientos ocupados, me obligo a recapitular los últimos acontecimientos: veo caer al oficial navegante, segundos después oigo la detonación. Estoy casi seguro de que fueron dos. El viejo cayó, pero en seguida consiguió incorporarse. La detonación le arrancó el ventanuco de la torre de entre las manos. Podría haberle herido la vista. Ya había gritado alarma y la ventana aún no estaba cerrada. En realidad fue un milagro que el viejo estuviera cubierto en el momento de la detonación. Sólo un segundo más en el puente, y habría sido hombre muerto. El primer oficial se hubiera hecho cargo de la nave. ¡Ni pensarlo!

Luego, los muchos rostros en la central. El viejo necesitó solamente una mirada para mandarlos de vuelta a sus lugares. Después, la orden de emerger, a pesar de que el infierno se había desatado. Ciento ochenta grados. Las señales de luz y el ruido de los diesel, a pesar de que se trataba de una sola máquina, ya que la otra estaba fuera de acción. El viejo hacía como si los Tommies no existieran. Se quedó en el puente y ordenó poner rumbo hacia el Sur, la costa africana, a toda marcha. No podía estar lejos. ¿Qué distancia habremos hecho así? Tres millas... de todas maneras, tres millas de oro, ya que nos acercaron bastante y nos sacaron de la mayor profundidad. ¿Qué profundidad había dicho el navegante que hay en el centro del estrecho? Trescientos veinte a trescientos ochenta metros, sí. El viejo tiene que haber sabido ya entonces que el submarino no aguantaría volver a sumergirse. Sabía perfectamente la cantidad de agua que había entrado. En medio de los Tommies, con los diesel, si es para no creerlo. Y después su conversación:

—¡Esta es la situación típica en la cual un comandante joven pierde su submarino!

¡Sí, me acuerdo bien! El viejo sabía perfectamente cuando nos teníamos que sumergir. Pero ahora, ahora... espero que no se le hayan acabado los conocimientos.

¡Maldita aspiración! Se junta demasiada saliva en la boca. Primero el paladar reseco, y ahora esto.

Apenas dos de cada tres submarinos no zozobran en su primer viaje. Es una regla, hoy en día. O sea que de cada tres submarinos, el último se pierde en seguida.

Visto así, el UA es uno de los más favorecidos. Bastantes dolores de cabeza les provocó a los Tommies. Pero ahora cambió el juego.

Debes recostarte, pienso; cuán largo eres. No puedo, estando como está el viejo en su puesto, y los marineros trabajando.

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