Submarino (67 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

El primer oficial deja caer su mandíbula. Está liquidado.

Ya en el cúter, el capitán español nos ofrece, a gritos, discos y frutas. Sólo media hora, dice, y las cosas estarían aquí.

—¡Vete de una vez, tonto! —le grita uno de los marineros de cubierta, y le da un empujón al bote para alejarlo del submarino. Tiempo después todavía se siguen oyendo sílabas en castellano.

Los españoles se transforman rápidamente en una masa oscura.

—Hay que estar loco para salir así, sin una sola linterna a bordo... ya estaban a menos de veinte metros, cuando los descubrimos.

Todos miramos el bote. Pero ya no lo vemos. Nuestro submarino se mueve de un lado a otro. Tengo la sensación de estar en pie sobre una balsa.

El viejo no tiene prisa por dar órdenes a las máquinas.

En la central se encuentra nuevamente con el primer oficial.

—¿Sabe usted en realidad...? ¿Tiene usted el suficiente cerebro como para darse cuenta de lo que hubiera hecho, por un pelo? ¿Lo que yo hubiera hecho, porque mi primer oficial no es capaz de realizar en forma responsable algo tan primitivo como es buscar en un registro? ¡Voy a decirle algo: a usted habría que llevarlo ante un tribunal de guerra!

Lo único que le queda por hacer al primer oficial es pegarse un tiro, pienso. Pero la pistola que hay a bordo, una sola, está encerrada y cuidada por el comandante.

En el habitáculo de proa todos son comentarios, los más desfavorables al primer oficial.

Horas más tarde, el comandante recapitula en la central:

—Se juntó realmente todo... podría haber sido un desastre, si el torpedo hubiese funcionado... pero todo salió mal esta vez.

Silencio. Unos minutos después dice el viejo, masticando su pipa:

—Así se reconoce una vez más de qué casualidades depende la vida... bah... — No hay duda: al viejo no le ha gustado toda esta historia—. Pero una cosa es cierta:

ellos se retrasaron. Se comportaron en verdad como locos.

—Es que ellos suponían que los paró un submarino inglés. Nosotros mismos les hablamos en inglés. En un submarino alemán ni pensaron.

—Sí —dice el viejo, eso sucede cuando uno habla varios idiomas.

—Tienen que haberse muerto de miedo al reconocer a qué empresa pertenecíamos.

Cinco minutos después comenta el viejo:

—También es un grave problema el hecho de que no podamos medir nuestras comunicaciones al exterior. Quizá ni siquiera salió el mensaje que mandamos. La antena no andaba, así que... Y bueno, las instalaciones rotas y un primer oficial incompetente... mucho no se puede hacer así.

Y el estado de nuestros nervios, agrego yo para mí. Quien tuvo razón fue el oficial navegante. Observador. Pensador frío. No se dejó influir. No es de la misma opinión que el viejo cuando está convencido de otra cosa.

Yo mismo me pongo nervioso al ver al viejo ahí sentado, fumando tranquilamente su pipa.

—Bonito teatro, esto no hubiese acabado así...

—No... —me interrumpe el viejo.

No comprendo.

—No entiendo... —le digo.

—Muy simple: tendríamos que haber hecho tabla rasa... es el caso típico...

El viejo se frena, para luego continuar a media voz:

—No tendría que haber habido supervivientes.

¿Qué está diciendo el viejo?

Mi mirada interrogativa es la que lo hace seguir hablando:

—Es la situación típica para la cual no hay recomendaciones ni reglas fijas... Uno tiene que actuar como lo estima conveniente. Es lo que se llama libre albedrío.

El viejo juega con la pipa fría entre las manos. Trabajosamente busca palabras:

—Por radio no han llamado. Ellos saben que eso se puede controlar... por lo menos en condiciones normales. Dado el caso de que el torpedo hubiese funcionado, el vapor simplemente hubiese pasado por una mina. Se hubiese hundido tan rápidamente que ni siquiera hubieran tenido tiempo para una comunicación radial, por así decirlo. De todas maneras, un submarino alemán nada hubiese tenido que ver con ese asunto. No hay nada que hacer... en esos casos hay que terminar con todo, se quiera o no.

El comandante vuelve a chupar de su pipa. Lentamente separa su vista del suelo, se incorpora, se estira:

—Quien dice A, también debe decir B —murmura. Pesadamente se dirige hacia la compuerta que lo llevará a la proa.

Me da miedo pensar en la importancia que ha adquirido en este momento esa pequeña frase. El recuerdo de historias bañadas en sangre me hace temblar: sólo quien está muerto se calla la boca. Sólo ellos... No. Nosotros también.

Abro las mandíbulas. Ya no tengo control sobre mis músculos. ¿Y ahora qué?

¿Qué más tendrá que pasar, antes de que
nosotros
caigamos?

Un sollozo estremecido se escapa desde lo más profundo. Trato de impedirlo cerrándome la boca con ambos puños, pero me resulta imposible.

Aparece el ingeniero.

—Bueno, bueno, ¿qué pasa? —pregunta, preocupado.

—Nada —consigo responder— nada, todo está en orden.

El ingeniero me alcanza un vaso lleno de jugo de manzanas. Lo cojo con ambas manos, bebo un gran sorbo y digo:

—Recostarme... mejor voy a recostarme...

—Vizcaya... si eso saliera bien.

Esas solas palabras de Dufte casi hacen que le propinen una paliza. Ahora menos que nunca provocar al destino, no hay que mover la mesa donde está armado el castillo de naipes. Quién sabe qué más puede pasar todavía en este cascajo. El viejo debe tener sus motivos para mantener el curso tan cerca de la costa. La orden que se había impartido de prepararse con los salvavidas cuelga en el aire.

Lo que más tememos son los aviadores enemigos. Si nos descubren ahora, estamos listos. Eso lo saben todos. Inmersión de alarma ya no hay. Así cambian los tiempos: ahora rogamos por que haya malos factores climáticos... pero no tanto como un temporal.

Mañana todo será peor. La costa se alejará. Comenzará la marcha a través del golfo de Vizcaya. Tenemos que cruzar ese trecho sin que nos descubra ningún avión; justo ese trecho, tan custodiado. ¿Y si es verdad lo que el viejo supone? ¿Si es cierto que los ingleses poseen un aparato que nos hace visibles a sus ojos aún en la noche más oscura?

¿Qué día es hoy...? Hoy... ¿Qué significa eso en realidad? Cuando nos arrastramos por debajo del agua es de día, cuando emergemos y avanzamos con el diesel es de noche. Ahora son las diez y estamos debajo de la superficie... así que son las diez de la mañana.

Pero, ¿qué día de la semana? Mi cerebro tiene que esforzarse para saberlo. Estoy como hipnotizado. Por fin toma cuerpo en mí la palabra calendario. Quiero saber ahora que día marca en este momento. Además, no es cómodo ya estar sentado sobre esta caja de cartas. Mejor me voy al habitáculo de los oficiales. Almanaque. En el habitáculo de los oficiales hay un almanaque.

El escucha me observa torpemente. Parece un pez detrás del vidrio de su acuario.

Una vez en el habitáculo me siento sobre la mesa. ¡Ah, esto es cómodo!

¿Qué día dice ahí en el calendario? El cinco de diciembre. No, ya hace mucho que pasó. Lo arranco; y también arranco la hoja del nueve de diciembre, que conservaré como recuerdo. La hoja del calendario y la hoja del barógrafo, bonitos
souvenirs
. Once, doce... Diecinueve: estábamos en el fondo. Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés... un montón de tiempo... así que hoy es el día veintitrés de diciembre... martes. ¡Ajá!

Alguien dice a mis espaldas:

—¡Mañana es Nochebuena! —Bonito regalo, casi contesto. Trago.

¿Sentimentalismo? ¿El espíritu navideño? La fiesta de la paz... sobre un cascajo, en medio del mar, bombardeados... por una vez algo diferente. De todas maneras estamos bien equipados para la fiesta de la paz por nuestra Marina: un arbolito plegable, provisiones especiales. ¿Cómo se las arreglará el viejo? Seguramente tendrá otras cosas en qué pensar...

El viejo calcula las posibilidades de dirigirnos a La Rochelle. También se podría llegar a Bordeaux. Si bien Bordeaux está más al Sur que La Rochelle, no por eso está más cerca. Además, La Rochelle le gusta más al viejo. Desde nuestra posición hasta La Rochelle hay más o menos cuatrocientas millas marinas... cuatrocientas millas atravesando el golfo de Vizcaya, es decir unas treinta y cinco horas. Pero como durante el día tenemos que sumergirnos, los cálculos ya no son tan favorables. Para cubrir ese trayecto necesitaremos seguramente tres días y tres noches. Eso es mucho, desde que no sabemos qué clase de tiempo nos espera y si el diesel aguanta.

El viejo y el oficial navegante tienen aún más problemas. Durante sus cálculos consigo oír algunos fragmentos:

—¿Y cómo entraremos ahí...? Ni idea... es una entrada muy estrecha... seguro que está cerrado por todos lados... la plataforma submarina es muy poco profunda... hay peligro de minas...

El ambiente en general es pesimista. Todos andan más despacio que de costumbre, como si con el ruido de nuestras solas pisadas pudiéramos atraer al enemigo.

Observo que todos los que aciertan a pasar por la central tratan de echar un vistazo a la carta. Pero nadie se atreve a preguntar cuántas millas hay hasta el punto de llegada. Nadie desea reconocer que las rodillas le tiemblan. Pero todos piensan lo mismo: golfo de Vizcaya... el gran cementerio de los barcos... La zona de las peores tormentas y de la custodia aérea más intensa.

Al ver al navegante ocupado en la mesa de cartografía, aprovecho para preguntarle:

—¿Cuántas horas aún?

El calculista mueve la cabeza de un lado a otro, como un adivino:

—Hmm —es todo lo que consigo oír por el momento. Su respuesta es diplomática—: ¿Qué quiere que le diga?

Lo observo de reojo, hasta que por fin expresa:

—Estimo que por lo menos sesenta y seis horas... en total, no sólo de marcha en sí.

Algunos tripulantes ya no se dejan mirar a los ojos. Sus pupilas se quiebran.

Un marinero pega un respingo cada vez que intento hablarle. Otro tiene un tic, en el ángulo de su ojo izquierdo. Como no quiere que se le note, mantiene el ojo cerrado y contrae entonces la mejilla. Es una suerte que él mismo no se dé cuenta de lo feo que queda: aquí ya no hay espejos.

El viejo está primero con las máquinas, luego en la proa, después en la central, siempre seguido del ingeniero. El viejo se quiere formar una idea correcta del estado del submarino. Seguramente no consiga reconocer todo lo que está inutilizado.

—¡El submarino está mal, para empezar! —oigo comentar al comandante.

El oficial navegante informa que hemos llegado a la altura del cabo Ortegal. Comienza la travesía por el golfo de Vizcaya.

El viejo llama a consejo también al primer oficial, quizá sólo de pura lástima, para que el primer oficial no se sienta del todo acabado. Se establece un plan exacto de navegación. Los factores del cálculo deben quedar constantes, claro, para que el plan conserve su validez. Lo fundamental es que el diesel aguante.

Cuando el viejo se deja caer en el sofá del habitáculo de oficiales, se le escapa el comienzo de una frase:

—Las queridas festividades cristianas... —y queda mudo.

Claramente noto dónde le aprieta el zapato.

Carraspeando, trata de arrancarme de mi silencio. ¿Qué tengo que decir? ¿Qué no hay ambiente para festejar la Navidad a bordo...

—¡Ah, al cuerno con todo! Postergamos la fiesta y ya está. Festejaremos Navidad cuando tengamos tierra firme bajo los pies... ¿O usted desea leernos el Evangelio según San Lucas?

—¡No! —es lo único que me sale. No se me ocurre nada gracioso.

—Bueno..., entonces nos hacemos a la idea de que aún no es Navidad, y listo. Navidad: desde que cumplí catorce años, nunca me salió bien. Navidades tristes, y hasta dramáticas. Lamentos, la policía en casa. Navidades borrachas...

Hay que construir diques contra las oleadas de pensamientos que afloran.

¡Tiene razón el viejo! ¿Qué significa ese esnobismo, ese hurgueteo en el sentimentalismo? Que sea un día normal. ¿Día normal? ¡Dios mío! Mejor no hablemos de días, sino solamente de horas... no sea que provoquemos al destino... No, fiesta no, de ninguna manera.

El viejo ha revivido: un problema menos. Tengo curiosidad por saber cómo le comunicará su decisión de postergar la festividad a sus hombres. El altavoz no funciona... Pero el viejo me lo aclara:

—¡Dígaselo usted a los marineros... la noticia se desparramará por sí sola!

El diesel no funciona tan bien como parecía al principio. Al ingeniero aún le preocupan algunas cosas al respecto, si bien no creo que sea nada grave.

El ingeniero no abandona la sala de máquinas durante varias horas.

—Ahora se probará su eficacia —dice el oficial navegante, hablando de el diesel.

Pero no se atreve a poner entre sus labios la palabra «diesel». No provocar. Lo de siempre.

Desde que la gente se enteró de que ya no estamos en la cercanía de la costa, todo se ha hecho aún más silencioso. La tensión nerviosa se nota en los respingos que provocan los menores ruidos. El ingeniero fue quien dio el peor ejemplo: él reacciona ante pequeños murmullos que nosotros ni siquiera alcanzamos a oír, con la misma sensibilidad con que un perro hambriento respondería al fino rasguido de una caja de galletas. Pero esta vez consiguió asustarme. Estábamos sentados en el habitáculo de oficiales, cuando de pronto se incorporó de un salto. Por una fracción de segundo quedó así, inmóvil, escuchando, los ojos muy abiertos. Rápidamente se dirigió entonces a la central. Desde allí se sintió un rato después una explosión nerviosa:

—¡Usted se ha vuelto seguramente loco... ! ¡Maldición... ! ¡Desde cuando... algo así... ! ¡Cada vez más loco... ! ¡Retire eso... ! ¡Apúrese!

Al sentarse el ingeniero nuevamente en su rincón, resoplando, no tuve valor para preguntarle qué pasó en la central. Diez minutos más tarde, como al pasar, se lo hice contar al marinero.

Otro marinero había estado limpiando cuchillos con arenilla. El sonido que eso produjo no le era conocido al ingeniero.

Veinticuatro de diciembre. Aún flotamos. Hemos dejado detrás de nosotros un buen trayecto, la plantita de la esperanza vuelve a reverdecer. Con el tiempo tenemos muchísima suerte: es tiempo de Navidad. Normalmente, los temporales de diciembre en el golfo de Vizcaya son fortísimos. Pero hasta ahora tenemos a lo sumo viento de cuatro a cinco y marea de tres. Como de costumbre, la marea se mantiene un número por debajo del viento. Mejor no podía ser. Ya estamos casi en la mitad del golfo. El diesel aguantó. Y hasta el momento no nos persiguió ninguna patrulla de búsqueda. Todo esto sería suficiente para sentir un poco de optimismo.

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