Authors: Lothar-Günther Buchheim
—¡Es que no hay qué informar, señor!
El comandante se queda observando al ingeniero. ¿Es que estamos todos locos? ¡Si se acaba de oír una explosión!
Enfrente comienza a brillar el aparato de señalización; —¡Lean !
Tres bocas leen al unísono:
—¡T-o-c-a-d-o- s-p-o-r-u-n-a-m-i-n-a ! Mina, mina, mina. Donde hay una, hay varias.
—¡Acerquémonos!
Miro hacia el otro submarino con los binoculares. No se ve nada. Sólo parece un poco ladeado, como si las celdas hubiesen recibido aire en forma desigual. Yo me imaginaba distinto el impacto de una mina.
Nuestra proa se acerca lentamente. Desde enfrente nos siguen mandando señales:
—¡Lean! —ordena el comandante.
—¡I-m-p-a-c-t-o-a-p-o-p-a-h-a-c-e-m-o-s-m-u-c-h-a-a-g-u-a-n-o-p-o- d-e-m-o-s-s-u-m-e-r-g-i-r-n-o-s!
—¡Una maldita mina eléctrica! —dice el viejo— ¡seguramente arrojada desde algún avión!
—¡Y seguramente no es la única! —agrega el oficial navegante, indiferente.
—Eso no cambia en nada la situación, navegante. Ahora tenemos que quedarnos arriba, para proporcionar defensa antiaérea.
Y deslizarnos lentamente a través del campo minado, pienso yo.
El oficial navegante no dice nada más. Sólo dirige sus anteojos hacia la otra embarcación.
—¡Gríteles que nos quedaremos en la superficie para brindarles protección antiaérea!
El oficial navegante toma el megáfono. Desde enfrente sólo responden con las gracias.
Mis piernas tiemblan: a cada minuto podemos chocar nosotros también con una mina.
—Navegante, escriba: «Seis y quince impacto de mina en UXW». Que el radiooperador lo intente nuevamente. Quizá tengamos suerte esta vez. Escriba: «Kr Kr UXW impacto de mina. Imposible sumergirse. Todo queda en la nada. Pido inmediatamente convoy. Posición en lugar de encuentro. UA».
No podemos hacer otra cosa que ver cómo aclara el día.
—Parece que el daño de ellos es grande. Si solamente hubiesen sido tocadas los diesel, o las máquinas eléctricas, es seguro que algo podría hacerse todavía...
La claridad en aumento me permite ver que la corriente ha cambiado. Tenemos el Este a nuestras espaldas. Todos a mi alrededor tienen el color de la ceniza, grises, debido a la iluminación de la mañana.
No hay ruido de máquinas, no hay movimiento, ni un temblor en todo el submarino. Nadamos como una cosa, a la deriva. El temor es una úlcera que se me ha abierto en el cuerpo. ¡Y este silencio! Tengo miedo de carraspear. ¡Si sólo anduviese el diesel! ¡Daría algo por volver a oír el ruido de nuestra diesel!
¡Allí hay boyas! ¡Toda una hilera! ¡Si nos deslizáramos por ellas! Pero no. El submarino de enfrente no es capaz de navegar. Tenemos que seguirlos donde la marea los lleve, como un hermano siamés a otro.
—¿Qué hora es?
—¡Siete y diez!
El miedo me traspasa. Ya no nos miramos, como si el entrecruzamiento de nuestras miradas pudiera desatar algún secreto contacto.
Quisiera poder hacerme pequeño, como una gaviota. Volar hacia el Este.
Nada se ve de la costa aún. Tampoco se divisa una sola columna de humo.
¿Qué se piensan ésos? ¡Organización de mierda! Debe ser agradable esperar, cuando uno sabe que al final lo vendrán a buscar; pero cuando uno debe esperar sobre un campo minado, la cosa cambia.
—¡Avión! ¡A ciento veinte grados!
El grito del vigía de estribor, a popa, me llega hasta la médula. Nuestras miradas convergen como llevadas por un hilo invisible.
—¡Preparadas las armas antiaéreas! ¡Rápido! ¿Altura?
—¡Ochocientos! Tipo «Halifax».
Me salgo del puente. Desde abajo alcanzo municiones. Nuestra 37 empieza a tartamudear. Es como jugar a acertarle al plato. Entre el ruido de los disparos se oye finalmente una detonación. Y luego, repentino silencio. El ruido ha desaparecido, como cortado por un cuchillo.
Subo y echo un vistazo. ¿Dónde están los otros? Nada más que el mar liso, color opalino. Sólo un par de restos oscuros se mantienen sobre el agua, a babor. Como desde muy lejos; consigo captar órdenes para la máquina y los timones.
Nuestra proa gira hacia los restos. Por fin me dice el oficial navegante:
—¡Fue de lleno! ¡Directamente delante de la torre!
Todo lo miro como si estuviera en trance. Es como si ante las figuras que veo se hubiese interpuesto un filtro gris. Cierro los ojos, los abro, miro fijamente: el submarino que hace un momento me mostraba su contorno ha desaparecido. ¿Y el avión? ¿Se fue? ¿Una sola bomba, puede ser? ¿Pasó una sola vez, disparó una sola vez y fue impacto total?
Esos vuelven, me digo, vuelven en grupo.
¡Estamos listos! ¿Defensa aérea? ¿Por qué no la tenemos? ¡Ese cerdo! ¿Dónde están nuestros aviones?
El mar es una superficie pulida. Nada se mueve. El horizonte bien delineado: el mar contra un tono pastel violeta sucio, que se aclara más arriba. Y allí donde hasta hace un rato había un submarino, un resto... una sombra molesta sobre el espejo de mercurio. No se mueve el agua, no hay olas, no ruge ningún motor... nada.
No entiendo cómo nadie grita. Esta falta de sonidos es absurda. Es ella la que me proporciona esta sensación de que todo a mi alrededor es irreal. Nuestra proa se dirige aún a los restos flotantes. Los binoculares consiguen delimitar varias partes en ese resto: se reconocen personas, seres humanos colgando sus cabezas de los chalecos salvavidas. Los hombres de las armas antiaéreas están ahí sentados, duros, como si se tratara de monumentos; como si no hubiesen entendido lo que acaba de pasar. Sólo sus pechos se elevan y descienden rápidamente.
En la cubierta se encuentran ya el contramaestre y cinco hombres más, listos para izar a los supervivientes.
—¡Maldición! —chilla el contramaestre.
A estribor, el mar se colorea de rojo. Sangre en el mar.
No me atrevo a mirar esas figuras de frente. Mejor mirar hacia el cielo. Muy cerca, detrás de mí, alguien dice:
—¡Ellos también se imaginaron distinta su Navidad!
Un hombre aparece sobre el puente, chorreando agua, con la mano en la frente. Es el otro comandante, Bremer.
Su rostro se arruga; comienza a llorar; traga y sigue llorando, mirando ante sí como hipnotizado. Apretando fuertemente los labios trata de suprimir el castañeteo de sus dientes. Pero no lo consigue. Un temblor mayúsculo le recorre todo el cuerpo. Nuevas lágrimas le corren sobre las mejillas.
El viejo lo observa, mudo y frío. Por fin le dice:
—¡Vaya usted abajo!
Bremer se niega con rápidos movimientos de la cabeza. El viejo ordena entonces:
—¡Suban mantas! —y en seguida, como si de pronto lo hubiese atacado la ira, repite la orden—: ¡Mantas, rápido!
El mismo coloca sobre los hombros de Bremer la primera manta que aparece por la escotilla. Bremer comienza a hablar:
—Algo me aprisionó... sólo conseguí librarme cuando llegamos abajo... era como una serpiente...
¡Sin profundidad para sumergirnos, sin defensa antiaérea! ¡Este mar tan llano!
No me gusta. ¿Qué pasó con el Halifax? ¿Llevaba solo una bomba? No puede ser, los de ese tipo llevan siempre más...
—¡Sentí... sentí como una serpiente alrededor de mi garganta! —sigue tartamudeando Bremer.
El viejo se vuelve hacia él y lo observa, como si lo viera por vez primera. En su rostro aparece una expresión indignada.
¡Ese extraño sobre el puente, disfrazado con una manta! ¡Ese montoncito de figuras de horror sobre la cubierta, y el mar color de pastel! Tengo la impresión de que deberé atravesar una membrana para llegar a la realidad.
¿De qué habla ese comandante salvado? ¿Se ha vuelto loco? Por lo demás se comporta con normalidad. Parece decir seriamente lo que oímos. Nadie, empero, lo tomaría por el comandante de un submarino, ahí de pie en el camino de los demás, cubierto con una manta y como abandonado a su destino.
—¡Cuidado! —le grita un ayudante de la central, al alcanzar a través de la escotilla más mantas hacia arriba. Bremer se asusta por el grito.
Como pertenece a otra flotilla, ninguno de los nuestros lo conoce.
La voz del viejo es cascada. Tiene que toser un par de veces, antes de hablar libremente.
—¡La inmersión es imposible!
Muy llano y demasiada corriente. Así seguiremos flotando entre las minas, esperando a que los Tommies regresen. ¡Aún no mandan la defensa! ¡El otro había llamado! ¡Ya nada marcha bien!
¿Anclar? ¿No sería mejor echar el ancla? Mejor que deslizarse así sobre las minas debe ser...
En seguida volverá a detonar. Lo siento en mis rodillas. Los de abajo, en las máquinas... solamente ese poco de acero contra el poder de las minas.
¡El viejo no puede esperar más! Se tiene que decidir: esperar a los Tommies o marchar hacia el puerto..., sin defensa alguna...
El viejo pone su acostumbrada cara de pensador. Da órdenes a la máquina y a los timones. Nuestra proa toma lentamente hacia el sol. ¡Ya lo pensaba yo! ¡Arriba y adelante!
Pero no, el viejo ordena que el diesel marche a muy pequeña velocidad, para mantener el submarino en contra de la corriente. Nos quedamos en el mismo lugar.
Hasta hoy no hubo en el mar otra mañana tan bella como ésta. No sé si las lágrimas que bañan mis ojos se deben al silencioso recogimiento de la Navidad o a la miseria que se ve sobre cubierta. Trato de refrenar los sollozos. ¡No delante de los demás!
Si el cielo se hubiese vestido de luto, neblinoso y oscuro, quizá entonces la triste escena de los náufragos hubiese sido más llevadera. Pero esa iluminación entre opalina y dorada que baña todo el espacio celeste y se sumerge en las aguas otorga un contraste tan dolorosamente torturante al cuadro de los marinos empapados que hay sobre nuestra cubierta que estoy a punto de gritar. Allí están, de pie, como ovejas muy juntas. Cada uno tiene sobre sus hombros una manta gris oscura. Contra el sol es difícil reconocerlos separadamente. Son todos ellos una sola masa oscura. Dos llevan aún sus gorras sobre la cabeza. Uno de ellos, más flaco y alto, tiene que ser el primer oficial. El otro es un alférez. Los maquinistas, seguro, que no han conseguido salir. Siempre es así. Todos están descalzos. Uno tiene los pantalones doblados hacia arriba, como si hubiera querido caminar por un charco.
Nuestro contramaestre trata de poner a salvo una balsa. Con otros dos hombres ha conseguido ya recoger seis o siete botes salvavidas, y ponerlos en la torre.
Parece que el viejo no desea llevar a nadie debajo de cubierta. No tendría sentido. Sumergirnos no podemos. ¡Y las minas! Dejar a esa pobre gente ahí donde está será lo mejor sin duda.
¡Poco a poco se va haciendo hora de que el convoy aparezca! Los otros no se darán por conformes con una sola bomba. El Halifax ya debe de haber dado cuenta. Hace rato entonces que los Tommies saben que aquí hay un segundo submarino en espera de sus bombas. ¡Marina de mierda! ¡Maldita! ¡Tienen que haber oído en tierra el impacto! ¿O es que sobre la plataforma submarina ya no podemos pedir nada? Botes de avanzada... ¿no los hay tampoco?
El radiooperador Herrmann, nuestro enfermero, y dos más están ocupados en la torre atendiendo a los heridos. Uno de los más viejos es quien más recibió: las manos quemadas, la cabeza hecha una bola de sangre. ¡La sal del agua contra la carne desnuda! Un escalofrío me recorre. No puedo mirar.
Herrmann envuelve la cabeza roja con vendas, de tal manera que sólo quedan visibles los ojos, la nariz y la boca, como en un
tuareg
. Enciende un cigarrillo y se lo coloca al
tuareg
entre los labios. El otro le agradece con un movimiento de la cabeza.
También otros están fumando, ahora. Algunos se han sentado sobre los restos de nuestra barandilla.
El primer oficial y el alférez extraños observan constantemente el cielo. A los marineros, en cambio, el cielo parece darles igual. Dos o tres, incluso, dejan escapar el aire de sus salvavidas, para poder estar más cómodamente sentados.
El comandante quiere saber cuántos hombres han sido salvados. Me pongo a contar: veintitrés en la parte delantera de la embarcación. Cuatro, los malheridos, están acostados a popa. Así que veintisiete, más su comandante... apenas más de la mitad de la tripulación.
¡Qué llano está el mar! ¡Es la superficie intocada de una plancha de metal!
¡Nunca lo había visto así! Tampoco hay una sola ráfaga de viento.
El oficial navegante pega un grito:
—¡Objeto a doscientos setenta grados!
Nuestros binoculares se dirigen inmediatamente hacia allí, como atraídos por un imán. Es cierto: allí flota un pequeño cuerpo oscuro, sobre el azul de seda. No se puede reconocer de qué se trata. Bajo los anteojos y parpadeo. El oficial navegante balancea sus binóculos sobre los dedos. Ahora sube al periscopio, se acomoda hacia atrás, siempre con los anteojos entre las manos. Bremer lo observa con una expresión incrédula en los ojos.
El viejo le pregunta al navegante:
—¿Ha reconocido algo? —Hay impaciencia en su voz.
—¡No, señor! Ese tendría que ser el lugar del hundimiento; la corriente nos ha traído hasta aquí.
—¡Humm! —hace el viejo.
Pasan otros dos minutos; luego, en una decisión repentina, el viejo ordena girar la proa y subir la velocidad. Tomamos curso hacia el objeto.
¿Qué es lo que impulsa al viejo a pasear sin necesidad en este campo plagado de minas, todo por un cajón o un barril de aceite? ¿Quiere tentar al destino? ¿No le alcanza todavía?
Estoy agazapado sobre mí mismo, los músculos del abdomen tensos, las articulaciones de las rodillas sueltas.
Pasan así cinco minutos. El navegante dice de repente, con voz monótona y sin sacar los binoculares de sus ojos:
—¡Alguien está nadando ahí!
—¡Lo que había pensado! —responde el viejo, tan fríamente como el otro.
¿Alguien que flota? Desde que el submarino de Bremer se hundió pasó más de una hora, casi una y media. Todos recorrimos la zona con la vista, todos. Y allí no había nada más que el mar.
El viejo hace marchar el diesel más aprisa. Mantengo los binoculares delante de los ojos. Al acercarnos lo distingo yo también: es un hombre. Su cabeza se ve claramente por encima del salvavidas. Y ahora eleva un brazo.
La gente que permanece sobre cubierta se ha inclinado hacia adelante. Tengo miedo de que se nos caigan otra vez al agua. ¡Mi corazón golpea! ¡Es cierto, allí se mueve un ser humano! El oficial navegante supo en seguida que no se trataba de un cajón.