Submarino (54 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

El viejo vuelve a corregir el curso.

—¡Vamos a acercarnos un poco más! ¡Ellos ni siquiera piensan en nosotros! Dos órdenes más para los timoneles.

—¡En diez minutos emergemos!

—¡De acuerdo! —murmura el ingeniero.

Sin embargo, su voz señala algo más. Quizá le gustaría dar su propia opinión, dar a entender que él conoce su oficio. Es cierto: el submarino está en perfectas condiciones. Todo ha sido revisado en las últimas horas. El marinero de la central no ha cesado de moverse.

—¡En fin, hagámoslo! —dice el ingeniero y desaparece.

Aprovecho la oportunidad para encerrarme un momento en el baño. Y eso me da tiempo para pensar. Que tengo miedo... ¿De veras? ¿No será claustrofobia? No, no es miedo... por lo menos no tanto como el que sufría en mis días de internado, cuando todos regresaban al hogar y yo quedaba solo en los largos pasillos, a merced de todos los monstruos del mundo. Despertándome de noche, sudoroso, y sintiendo que si llegara a moverme estaría completamente perdido.

GIBRALTAR

 Es la hora del cambio de la guardia. La gente de la segunda está ahí, en la central, esperando que el plazo se cumpla, mientras aparecen los integrantes de la tercera.

Zeitler se pasa un peine por los cabellos.

—¡Límpiatelos, porque con los Tommies tendrás que estar guapo! —le dice un compañero.

Por quinta vez, Zeitler se pasa el peine, sin mosquearse.

Yo estoy de pie bajo la compuerta, con el
Südwester
anudado debajo del cuello.

—¿Puedo subir?

En el mismo momento, el grito del comandante:

—¡Alarma!

El oficial navegante se descuelga hacia abajo.

¿Dónde está el comandante?

Abro la boca para preguntarlo, pero en el mismo momento una increíble detonación me hace caer de rodillas. ¡Dios, mis tímpanos! Caigo contra la caja de cartas. Alguien grita:

—¡El comandante! ¡El comandante! Otra voz:

—¡Impacto de artillería!

El miedo se me concentra en el pecho. La luz se ha apagado.

El submarino comienza a inclinarse. Ahí cae el comandante, en medio de nosotros. Suspira de dolor; nos dice:

—¡Un impacto... justo al lado de la torre!

A la luz de una linterna alcanzo a ver que se dobla hacia atrás, como si quisiera formar un puente. Se toma con las manos la región renal.

—¡Casi me hacen volar!

La protección desapareció. En algún punto de la oscuridad, hacia la popa, en la central, alguien grita histéricamente.

—¡Fue una abeja... vino directamente hacia nosotros!

¿En medio de la noche? ¡Imposible! Se enciende la luz de emergencia.

—¡Llenar las cámaras de inmersión! ¡Subir inmediatamente! ¡Preparar los salvavidas!

Se me corta la respiración. Veo dos o tres rostros preocupados, en la contraluz de la compuerta. De pronto, todo comienza a moverse.

El comandante se queja. Respira ruidosamente.

¡Tenemos demasiado peso a proa! ¡Demasiado!

—¡Impacto al lado de la torre! —dice nuevamente el comandante.

—¡Entra agua en la sala de máquinas! —llega un grito entre tantos.

—¡Entra agua en la sala de máquinas eléctricas!

Cuatro o cinco veces se repite la misma información, desde distintos lugares. Por fin, el indicador del manómetro muestra con su movimiento que subimos. El comandante se ha quedado de pie, debajo de la torre:

—¡Vamos, ingeniero! ¡Arriba! ¡No mirar antes por el periscopio! ¡Voy al puente, solo! ¡Tener todo preparado!

Me recorre el cuerpo un pánico helado: no tengo mi salvavidas. Doy tres saltos hacia la popa, me escurro entre la gente, que no se quiere mover de su lugar, y llego por fin a mi camastro, donde mis manos toman el objeto, apresuradas. Vuelvo a respirar.

En la central todo es movimiento.

—El submarino ha salido a la superficie... la torre está por encima del agua — dice el ingeniero con voz entrenada, medida.

El viejo ya está allí. Abre la escotilla y comienza a disparar órdenes:

—¡Ambas diesel a toda velocidad! ¡Todo a estribor! ¡A ciento ochenta grados!

¿Tendremos que nadar? Intranquilo jugueteo con las correas de mi salvavidas.

¡Qué ruido que hacen los diesel! Cuento los segundos que nos separan del final.

¿Qué piensa el viejo? ¡Ciento ochenta grados... hacia el Sur! ¡O sea que nos vamos directamente hacia la costa africana!

Alguien grita:

—¡El diesel de babor no funciona!

¿Todo ese ruido lo produce una sola máquina?

De pronto, una claridad proveniente desde arriba, desde más allá de la torre, atrae mi atención. También el ingeniero mira hacia arriba. Es una luz de magnesio.

—¡Señales luminosas! —dice el ingeniero. Ladra.

El diesel me vuelve loco. Me tapo los oídos... no, mejor abro la boca, como los cañoneros...

Me oigo contar. Me interrumpe una nueva llamada desde la popa:

—¡La bodega de la sala de máquinas eléctricas está haciendo mucha agua!

¡Nunca nadé con un salvavidas! ¿Y los vigilantes? ¿A cuántos metros estarán de nosotros? No importa, está muy oscuro. ¿Y la corriente? Tiene mucha fuerza aquí, el viejo lo decía. Nos separará a unos de otros. Estamos perdidos si tenemos que nadar. Vamos directamente hacia el medio del Atlántico, la corriente se encarga de llevarnos. Recuerdo las gaviotas, los cráneos desnudos.

Cuando llego a contar trescientos ochenta, el comandante vuelve a gritar:

—¡Alarma!

El submarino se pone de cabeza, en cuestión de segundos. El comandante desciende de su puesto de observación, primero con un pie, luego con el otro... todo muy normal. Pero su voz no es la misma de siempre:

—¡Estos cerdos están cubriendo el cielo con luces de Bengala... desde todas las direcciones!

¿Y ahora qué? ¿No salimos a la superficie? ¿Qué planea el comandante? El rostro nada dice, y sus ojos permanecen entrecerrados; hay una arruga en la raíz de su nariz.

La inclinación hacia adelante me hace permanecer pegado a la pared del frente de la central. ¿Me equivoco, o esta vez nos hundimos más rápidamente que las otras?

Esto es un infierno. La gente en la central cae, resbala, tropieza. Uno me golpea el abdomen con su cabeza. Lo ayudo a incorporarse. Pero no reconozco quién es, todo va demasiado rápido.

¡El indicador! Sigue su alocada carrera, a pesar de que el submarino debía bajar hasta los treinta metros. Debería estar marcando más lentamente el cambio de profundidad. Lo observo con atención, pero lo único que consigo ver bien son las columnas de humo que vienen desde popa.

El ingeniero mueve la cabeza. Una fracción de segundo más tarde descubro miedo en su rostro.

¡El indicador! ¡Se mueve demasiado rápido!

El ingeniero da una orden a los timoneles. Es el truco de siempre; mantener dinámica la situación. ¿Y las máquinas eléctricas? ¿Estarán marchando a toda velocidad? No oigo, no puedo oír el acostumbrado zumbido que producen cuando están en funcionamiento. ¿Estarán en funcionamiento?

Alguien lloriquea. ¡Maldición! ¿Quién puede ser? En esta penumbra es imposible reconocer a nadie.

El ingeniero mantiene el haz de su linterna sobre el manómetro de profundidad. A pesar del humo, alcanzo a distinguir el paso del indicador, de los cincuenta a los sesenta. A los setenta ordena el comandante:

—¡Aire! —y el aire comprimido sisea, trayendo paz para mis nervios.

El indicador
tiene
que dejar de descender... pero no, sigue haciéndolo. Claro, es normal. Sigue descendiendo por un corto tiempo, hasta que la tendencia se transforme en ascendente. Tiene que dejar de bajar, lentamente... pero, ¿qué pasa?

¡Sigue bajando!

¡Ahora tiene que cesar su movimiento! ¡Ahora! ¡Ya! No, el indicador ni piensa en eso... Ochenta, noventa.

Todo el poder de mi mirada se concentra en esa aguja; en balde: pasamos los cien metros.

¿Es que el aire comprimido que tenemos no alcanza?

—El submarino no se mantiene —susurra el ingeniero.

Claro, ¡el agua que entró! ¡Somos demasiado pesados ahora!

Aún estoy sentado al lado de la compuerta.

¿Cuánto aguantará nuestra estructura? Ya estamos en ciento veinte, y seguimos descendiendo.

—Ciento noventa —informa el ingeniero—, doscientos, ¡doscientos diez!

¡Más y más profundidad!

Mi respiración ha cesado: en seguida se oirá el desgarro, y aparecerá la catarata verde.

¿Dónde se abrirá primero?

Todo el submarino está rodeado de ruidos diversos. De pronto, un golpe parecido a un disparo de pistola. Luego una melodía aguda, que me llega hasta la médula y la traspasa.

Cada vez es más agudo ese sonido... es un serrucho en medio del infierno.

—¡Doscientos sesenta y descendiendo! —grita una voz que no conozco. Mis piernas dejan de sentirse.

Alrededor del pecho se me cierra una barra de acero: ¡así se produce, entonces!

Pronto llegamos a los trescientos metros. Otro sonido, como un latigazo. El submarino se rompe.

Un fuerte golpe me saca de mi lugar. Ruedo hacia adelante, choco con una cara y me introduzco en una chaqueta de cuero. Por la compuerta llega un griterío producido por muchas voces. Corno un eco le contesta el griterío que proviene de la proa. Ruido de vidrios rotos; un golpe, en seguida otro más. El submarino vibra, los golpes se repiten. Y de repente, silencio.

—¡Llegamos! —es una voz lejana la que lo dice, pero aún reconocible: el comandante.

Estoy recostado de espaldas e intento incorporarme. Consigo ahogar todavía un grito.

¿Y la luz? ¿Por qué no enciende alguien la luz de emergencia?

Oigo gorgotear agua. ¿Será en la bodega? Si viniera de afuera no haría ese alboroto...

Trato de localizar y de identificar cada uno de los distintos ruidos que oigo:

gritos, susurros, murmullos, pánico, la pregunta del viejo:

—¿No hay más informaciones? ¡Quiero informaciones como la gente!

¡Ah, por fin la luz! Media luz, pero... ¿qué más quiere la gente ahora? Desde la popa se intensifican los gritos.

Veo ante mí el rostro del comandante, en seguida el del ingeniero. La gente sigue corriendo hacia la popa, el pánico dibujado en sus ojos. Uno me atropella; casi caigo al suelo.

Trato de pensar: arriba estaba oscuro, aunque no tanto... Ningún aviador podría habernos descubierto con esa iluminación. Pero el viejo lo dijo claramente: una abeja.

El ingeniero se apura de un lado al otro y ladra sus órdenes.

¿Llegamos? Sí, hemos chocado con las rocas con todo el ímpetu. Ambas máquinas eléctricas a toda velocidad, con la nariz hacia abajo. ¡Que el submarino lo aguante!

Tres o cuatro hombres están aún en el suelo. La masa oscura del viejo está de pie bajo la torre.

Alguien reza. Pero no por mucho tiempo. La luz de una linterna lo descubre.

El marinero de la central le aplica un tremendo puñetazo sobre la boca. Sangra.

Cada movimiento me provoca dolor. Tengo que haberme golpeado en algún lado.

Me imagino un corte de la geografía de Gibraltar; a nuestra derecha, la costa africana; en el punto más en declive de la unión entre ambos continentes, nuestro submarino.

¿Acaso creía el viejo que los ingleses no estarían esperándolo? Ahí está, de pie, con una mano sobre la escalerilla, la gorra puesta.

El primer oficial tiene la boca abierta. Todo su rostro trasunta duda temerosa.

¿Y el ingeniero? ¿Desapareció? El escucha informa:

—¡El aparato se ha descompuesto!

Ambos timoneles siguen sentados en sus puestos, como si aún hubiese algo que timonear... sobre la arena.

Se oyen silbidos que vienen desde la proa: ¿entrará agua allí también? La estructura tiene que haber aguantado, de todas formas; si no hubiéramos perecido.

Hemos caído como una piedra. ¡Que no nos hayamos roto la columna vertebral, con un golpe tan fuerte, contra el fondo! ¡Y a una profundidad mucho mayor que aquella para la cual está fabricada la embarcación!

De pronto, todo se me hace más claro: el viejo ha salvado nuestro submarino, al ordenar el curso hacia el Sur, en aguas medianamente profundas. Por un segundo es que conseguimos llegar a donde estamos ahora, sobre las rocas.

Un grupo de hombres, alrededor del marinero de la central trabaja afanosamente. Yo, por mi parte, aguzo el oído en busca de nuevos sonidos. ¿Qué es eso?

¡Hélices! ¡No hay duda! ¡Y se acercan!

El ruido nos paraliza a todos, como si un pase de magia nos hubiese hecho quedar estáticos. ¡Nos tienen! Sólo les falta liquidarnos.

El viejo se mordisquea el labio inferior. El griterío a proa y a popa, ha cesado.

Es seguro que también allí han oído las hélices.

Nada se mueve, nadie parpadea. Todos son estatuas de sal.

¡Que se vayan!

Es una sola hélice, siempre la misma. Su sonido no cambia. Es una turbina, y marcha a poca velocidad.

De todas maneras, no puede ser que el sonido de la hélice se mantenga tanto tiempo, por encima de nosotros. ¡Tiene que alejarse alguna vez! ¿Cómo se explica eso?

No alcanzo a ver el rostro del viejo. Tendría que inclinarme un poco hacia adelante para verlo. Pero no me atrevo: ¡no hay que moverse ahora!

¿Qué murmura el viejo?

—Están dando vueltas sobre nosotros. —Entiendo: el barco gira sobre sí mismo, tan cerradamente como le es posible.

Es decir, que saben perfectamente dónde nos hallamos.

Castañeteo de dientes, un suspiro entrecortado, un bostezo que se ahoga.

Están esperando que subamos. Necesitan sólo las pruebas: un par de restos de naufragio, aceite, algunos jirones de carne blanca.

¿Por qué no disparan esos cerdos?

En algún lado caen gotas de agua; resuenan. Pero nadie les presta atención. La voz del viejo se repite:

—¡Giran! —y un instante después—: ¡giran!

Lloran.

Desde la popa llegan informaciones, susurradas de oído en oído. No entiendo de qué se trata. Sólo entiendo que la hélice sigue su chirrido monótono. Y yo soy su caja de resonancia.

Alguien nombra a Jesús. El viejo se ríe roncamente.

Todo parece estar detrás de una cortina de niebla, ante mis ojos. ¿Es niebla... o humo? Mis nervios, de todas maneras, sólo vibran de acuerdo con el ritmo que la hélice les imprime. El marinero de la central murmura algo, a mi lado. Trato de entenderlo, pero para ello debo hacer un esfuerzo supremo y volver en mí. Mis ojos enfocan nuevamente el habitáculo. Pero el humo sigue delante de ellos. Conque sí es humo... Pero, ¿de dónde?

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