Submarino (53 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

El segundo oficial se me acerca y se apoya conmigo en la mesa de cartografía.

—Este es el lugar donde se encuentran grandes factores climáticos: la suavidad y hermosura del mundo mediterráneo se enfrenta con la fuerza y la grandeza de la atmósfera atlántica.

Lo miro sorprendido.

—Así dice el manual del submarino, al menos.

—Siete millas... bueno, lugar no nos falta.

—¿Qué profundidad hay? —pregunto yo.

—Hasta novecientos ochenta metros —contesta. Se agrega el ingeniero.

—Una vez atacamos aquí un convoy que iba en dirección a Gibraltar. Se tienen que haber alegrado al ver aparecer el peñón. Cuando partieron, el convoy estaba constituido por veinte barcos. Eran ocho cuando llegaron. Fue aquí cerca, sólo que algo más al Oeste.

Una hora después volvemos a emerger. Apenas el primer oficial toma la guardia, sin embargo, el sonido de la alarma me traspasa los huesos.

—¡Apareció de repente! ¡No reconocí su tipo! —informa Zeitler. Está muy agitado.

—Parece que nos descubrieron —dice el comandante—. Por ahora nos quedamos bajo el agua.

El viejo ya no se mueve de la central. Está visiblemente intranquilo. Se acaba de sentar sobre el cajón de los mapas y en seguida vuelve a levantarse. Su rostro está más sombrío que nunca.

—Quizá todo sea parte de la vigilancia exterior.

Pasada media hora, el viejo sube a la torre y ordena nueva emersión. Las máquinas no han andado diez minutos cuando da la alarma otra vez.

—Si esto sigue así, vamos a estar aquí todo el día, para arriba y para abajo.

El viejo desea demostrar indiferencia, pero sabe bien lo difícil de su situación.

Las condiciones para pasar el estrecho no son nada favorables. Después de un período de mal tiempo como el que pasó, el mar es de lo más apto para que los aviones nos descubran, aun en noches sin luna.

Y si los ingleses aún no han podido batir el estrecho con redes antisubmarinas, es seguro que a todo lo que sea capaz de flotar ya lo han puesto en ese lugar. Posiblemente sepan desde hace tiempo lo que nuestro Mando se propone. Es que su servicio secreto funciona.

Dejarnos llevar por la corriente... suena bien... pero ese plan sólo aporta la ventaja de que el enemigo no nos puede oír. Pero no nos defiende del Asdic, en absoluto.

Sin querer soy testigo de que el marinero de la central saca su salvavidas de debajo de su camastro. Es evidente que le ha molestado que yo lo presenciara. Inmediatamente, y con el rostro lleno de indignación, lo arroja lejos de sí, sobre la colcha. Hace como si el salvavidas se hubiera pegado a la mano quién sabe cómo.

Pilgrim pasa por el habitáculo. Su cuerpo esconde lo que lleva en las manos.

No puedo creer lo que mis ojos están viendo: también él lleva el salvavidas. O sea que los sorprendió el miedo... Qué raro, cuántas diferentes maneras de reaccionar tiene la gente: adelante, en el habitáculo de proa, los tripulantes hacen como si nada sucediera, y aquí ya están preparando sus salvavidas.

Las bananas que cuelgan del techo de la central, según veo, se colorean de amarillo. Los de La Spezia se alegrarán, lo mismo que por la gran cantidad de naranjas. Llevamos frutas a Italia, nada menos; y vino. El viejo se enojó al descubrir las botellas. Pero no tuvo ánimo suficiente para mandar arrojarlas por la borda.

Veamos lo que sucede arriba. En el justo instante en que estoy subiendo, aparece desde detrás de una nube un barco pesquero. Demasiado cerca. Tiene que habernos visto. Este número ya lo he presenciado, pienso.

El viejo suspira. Por un rato nada dice. Piensa.

—Seguro que se trataba de un español.

Ojalá, me digo en silencio.

La costa portuguesa se deja ver. Alcanzo a distinguir, sobre las rocas, una casa blanca. Una costa como en la Bretaña, la Côte Sauvage en Le Croisic, donde la marea estalla contra la roca con el ruido de grandes detonaciones, cuando hay tormenta. Y en seguida aparecen los géiseres, aquí y allí. Afuera, el faro, pintado con bandas blancas y rojas, como nuestro Papenberg.

No sé por qué, recuerdo ahora la caja de cerillas española. Lo supe siempre, quizá sin querer creerlo: una caja igual, con ese sol amarillo sobre el fondo rojo, tenía Simone en su cartera de cocodrilo. Una vez buscó en ella una foto que quería enseñarme, y se le cayó la caja al suelo. Demasiado rápido se lanzó a recogerla. ¿Por qué no debía verla yo? Decía que el primer oficial de Franke, que concurría muy a menudo al café de sus padres, se la había regalado... no, que la dejó ahí... no, que ella se la pidió... Esta desconfianza... ¿Y si Simone hubiese sido deshonesta, a pesar de todo? Su continuo preguntar cuándo nos íbamos...

—¡Pregúntaselo a tus amigos! Esos tienen los horarios de salida en la cabeza, mejor que nosotros.

A lo cual seguía de inmediato una escena de llanto, de quejas y de rabia. Todo un cuadro de la miseria humana.

Pero, ¿por qué fue Simone la única que no recibió por correo ese ataúd tan hermoso y tan pequeño que les llegara a todas sus amigas? ¿Por qué Simone no?

¿Sería todo en ella nada más que teatro? ¿Es posible ser tan buena artista?

Veo aún la cama, baja y grande, la ampulosa figura de rosas de la colcha, siento la piel seca de Simone. Ella no transpira nunca. Ama su cuerpo, se mueve constantemente...

Estoy sentado en medio del café y no me atrevo a levantar la vista y encontrarme con la de ella. La sigo con la mirada, cuando está atendiendo a los clientes, apresurándose entre las mesas. Se mueve como los matadores en la arena, grácilmente... Me doy cuenta de que jamás choca con ninguna silla ni con ninguna mesa. ¡Y su risa! La arroja a su alrededor como monedas a su paso. Una y otra vez, el violeta de su pullóver penetra en mi vista, desde el ángulo. Es inútil que trate de concentrarme en el periódico para no verla. Es una extraña combinación, ese violeta de su pullóver con el gris del pantalón. ¿Quién le habrá dado esa figura de pintura de Braque? La piel ocre, el pelo negro.

Muchos clientes en el local. Vienen de la playa, sedientos. Da gusto verla acercarse a la cajera, entre una y otra vuelta, secretamente. Como un gatito.

Afuera, el calor reverbera como un río de vidrio líquido. No quiero salir. Amo esta frescura del suelo de mosaico y del mármol de las mesas, que se cuela por los antebrazos, a través de la chaqueta. Eso es lo que me digo. Pero sé perfectamente que lo que me retiene es la cercanía de Simone. De pronto está sentada conmigo, a la mesa, tejiendo un nuevo pullóver. Esta vez, de color amarillo limón. ¡Con el violeta y el gris, este amarillo del trabajo empezado! Debajo de ella, el suelo blanco, y detrás, un armario pintado en marrón nuez...

Aún lo llevo en el oído:

—¡Tenemos que ser cuidadosos!

—¡Bah, siempre cuidado!

—¡Tú y yo debemos serlo!

—¿Quién nos lo puede prohibir, acaso?

—¡No seas tonto! Pueden hacer muchas cosas, sin tener que llegar a prohibir nada.

—¡Me da lo mismo!

—¡Pero nosotros queremos salir bien de esto!

—¡Bah, nadie sale bien de esto!

—¡Nosotros sí!

Me busca en Savenay y del tren paso a su coche, que quién sabe dónde consiguió. No me deja hablar, porque sabe que estoy enojado, y acelera. Me dice:

—¿Tienes miedo? Si viene un gendarme, acelero más aún. Total, nunca aciertan. El día que zarpamos, por la mañana, Simone estaba ahí, sentada, inmóvil, sumergida en sus hombros estrechos, mirándome fijamente a través de sus pupilas mojadas, la boca llena del pan con manteca y miel a medio masticar.

—¡Come de una vez!

Me obedece. Por sus mejillas resbalan dos perlas.

—¡Come, sé buena!

La tomo con fuerza de la nuca, como a una conejita, y al hacerlo sus cabellos me resbalan por el dorso de la mano.

—Come, por favor, y no te crees más problemas.

El
Isländer
, qué maravilla... ahora me sirve para decir algo.

—Fue una suerte que me lo hicieras. Hará frío allá afuera.

Simone se agarra de eso:


C'est fantastique
... la lana... salió muy bien.

Simone respira hondo, retiene el aire, se ríe con lágrimas en los ojos. Es valiente; sabe que lo que vendrá no será justamente bonito. No se le puede contar algo agradable, como a las señoras de su casa. Siempre se dio cuenta de cuándo un submarino no volvería. No era por casualidad: aquí había mil indicios de ello: tripulantes que siempre venían al local y que de pronto cesaban sus visitas. Todas las mujeres de clase baja sabían perfectamente cuándo iba a zarpar un submarino, y también cuándo debía volver. Se hablaba mucho, por todos lados. Y sin embargo...

Siento calor. No, nadie puede hacer ese tipo de teatro. ¡Caramba, se me cierra la garganta!

El reloj marca las seis y treinta. Adelanta diez minutos. Junto las cosas, el conductor vendrá dentro de diez minutos a buscarme. Simone se entretiene con mi chaqueta:

—¡Tienes una mancha aquí, oh, cochino! No quiere entender que voy así a bordo.

—¿Qué crees, que se trata de un barco dominguero? Cuido todas las palabras:

—¡Te acompaño hasta la compuerta!

—No, no debes. Además está cerrado el paso.

—Yo pasaré, me conseguiré una credencial de enfermera. Quiero verte partir.

—No lo hagas, por favor; puede salir mal. Tú sabes cuándo zarpamos, así que desde la playa puedes vernos pasar media hora más tarde.

—¡Sí, pero apenas del tamaño de una cerilla!

La caja roja y amarilla se entremezcla nuevamente en mis recuerdos...

Me aferro con todos los tentáculos de mi memoria al instante que quiero rememorar: la mesa de bridge, quemada por los cigarrillos, el suelo, de mosaicos blancos y negros, la ceniza gris en la chimenea... Afuera se oye el chirrido de unos frenos. Bocina. El conductor viste de gris; es de la artillería de Marina.

La mano lisa de Simone acaricia mi chaqueta. Ella no me llega siquiera debajo de la barbilla, tan pequeña es.

—¿Por qué tienes puestas unas botas tan grandes?

—Tienen suela de corcho y están forradas, y además... —por un momento me detengo, pero su risa me da en seguida la seguridad que necesito—... tienen que ser lo suficientemente grandes, para el agua. —Tomo de pronto su cabeza, mis dedos se pierden entre sus cabellos.

—¿Y tu cartera, dónde tienes tu cartera? ¿Has visto cómo te empaqueté todo? Lo que está cerrado sólo lo debes abrir cuando estés en alta mar, ¿me entiendes? ¿Me lo prometes?

—¡Lo prometo!

—¿Y te pondrás la chaqueta?

—Cada día, en cuanto estemos afuera. Y cuando haga mucho frío, simplemente levanto el cuello, y en seguida me sentiré otra vez en casa.

Qué suerte que todo se vuelva objetivo ahora, pienso.

—¿Necesitas toallas?

—No, a bordo hay. Y del jabón puedo dejar la mitad aquí; a bordo hay jabón hecho con agua de mar.

Miro el reloj. Hace cinco minutos que el camión está afuera, esperando.

Todavía tenemos que pasar a buscar al ingeniero. Qué bonito sería que esto acabara de una vez. Todo se desarrolla rápidamente, a partir de ahora: abro la puerta del jardín, tan baja que apenas me llega a las caderas. Cierro. ¡Listo,
fini
!

La luz ha bajado. A estribor, el cielo se ha engalanado de rojas guirnaldas, que poco a poco se hacen más y más oscuras, hasta transformarse en una sucia cadena de nubes sobre el fondo azul metálico del cielo. Apenas un pulgar por encima del horizonte.

Pronto habrá oscurecido.

—¿Y, Kriechbaum, qué piensa usted de todo esto? —le pregunta el viejo al oficial navegante.

—¡Bien! —responde él sin dudar. Algo raro hay en su voz, sin embargo.

Pasa otra media hora; el comandante me ordena abandonar el puente. Otros tres vigías me siguen hacia abajo. Quiere quedarse a solas con el navegante, creo. O sea que debemos estar ya bastante cerca de los anillos de seguridad.

Oigo que comienzan a andar las máquinas eléctricas. El tronar de los diesel deja de escucharse. Estamos marchando por la superficie, pero impulsados por las máquinas eléctricas. Es la primera vez que eso sucede.

—¿Hora? —pregunta el comandante.

—Veinte y treinta —informa el timonel.

Me quedo en la central; pasa media hora. Las máquinas eléctricas hacen tan poco ruido que puedo oír todo lo que el comandante dice, con sólo colocarme bajo la torre.

—No puedo creerlo... han situado aquí la mitad de su flota. Anote a ese, Kriechbaum...

El ingeniero se para a mi lado y mira hacia arriba:

—¡Muy difícil! —comenta.

Solamente a partir de las luces de posición, el viejo tiene que descubrir a todos y a cada uno de los barcos enemigos y maniobrar de acuerdo.

También el timonel tiene que cuidarse especialmente. Su voz, al repetir las órdenes, suena sorda, no tan libre como la del viejo. Es que este último se halla ahora en su elemento.

—Todas estas son gentes bien educadas, que han puesto sus luces de posición; ¡tal como corresponde!

Me da la sensación de que el submarino se mueve en un semicírculo. Debo prestar más atención a las órdenes que se le dan al timonel.

—¡Maldición! ¡Esta vez estuvimos cerca!

El comandante guarda silencio por un largo rato. La excitación se me concentra en el cuello.

—¡Muy bien, querido, así me gusta, sigue navegando tranquilamente! —oigo por fin su voz.

—¡Qué cantidad! ¡Se ve que ellos también hacen lo que pueden...! Epa, ¿quién vive ahí? Noventa grados a babor.

Quisiera estar sobre el puente ahora.

—Navegante, conserve a ese bajo su vista. Informe si cambia de curso.

De pronto, el comandante ordena parar ambas máquinas eléctricas. Presto atención; también el ingeniero. ¿Qué pasará ahora?

Todas las luces de la central se han apagado: sólo reconozco las siluetas que me rodean.

Las olas golpean contra el submarino, con un ruido que ahora se oye aumentado. Siento alivio cuando el comandante ordena poner en funcionamiento la máquina de babor. A velocidad mínima, que es como si anduviéramos de puntillas.

Diez minutos después se enciende también la máquina de estribor. ¿Habremos pasado el cordón de seguridad? ¿O habrá más de uno?

—¿Emocionante, eh, Kriechbaum?

El viejo habla sin timidez alguna. El navegante, en cambio, le contesta con un susurro, de manera tal que me pierdo la respuesta.

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