Submarino (57 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

Otra vez más la opresión alrededor del pecho, la mano en la garganta. Tragar dos veces y aspirar aire, como alguien que se ahoga.

El golpear de mi pulso debe sentirse en todo el habitáculo.

Mis oídos se han convertido en atentos aparatos de audición de todo tipo de ruidos: hasta los que antes no oía me son familiares ahora. El ruido de una chaqueta de cuero o el sonido que produce una bota contra el suelo.

Quizás el de antes no llevaba bombas a bordo. Esto es entonces la absolución. Mis músculos se tensan, todo yo estoy duro. No debo dejar traslucir nada.

¿Y ahora qué pasa? ¿El ruido de las hélices disminuye? ¿No me engaño?

Me duelen los pulmones. Sólo un segundo tardo en llenarlos de aire. No hay duda: el ruido se aleja.

—Se va —confirma el viejo. Al mismo tiempo me relajo. El aire viciado y maloliente, gracias a Dios, parecería que vuelve a ser respirable.

—Era un destructor. Ahí arriba está lleno de barcos; juntaron en la zona todo lo que flota —dice el viejo, sin tonalidades en la voz.

El viejo quiere decir con eso que el barco pasó por casualidad tan cerca de nosotros.

Mis nervios auditivos no tienen descanso, sin embargo: en la popa se sigue trabajando inmediatamente. Me doy cuenta de que hace unos momentos había en la central un número mayor de personas de lo que en realidad correspondía: el tratar de estar debajo de la torre cuando se oye un barco enemigo no es otra cosa que atavismo. ¡Como si nadie se hubiese enterado de la profundidad a que se halla nuestro submarino! Aquí abajo, lo mismo da ser maquinista que marino. El salvavidas apenas si nos regala media hora de oxígeno.

El pensamiento de que los Tommies nos dieron por perdidos hace tiempo, de que nuestro hundimiento ha sido comunicado como definitivo al Almirantazgo Británico, me hace sentir algo intermedio entre sarcasmo y pánico. ¡Todavía no, señores, todavía no!

Me duele la cabeza detrás de la ceja derecha; el aire irrespirable, ¡Oh, milagro!, está más denso aún. Seguramente este aire es altamente inflamable, con su mezcla de cien olores y de los gases de los diesel y de las baterías.

Ni pensar qué pasaría si el ingeniero no estuviese a bordo. El segundo no nos podría sacar de esto. Si se hubiese bajado en Vigo, como estaba planeado... Ideas raras las tuyas, me digo, si él no estuviera, tampoco estarías tú en esto. Quiere decir que mientras yo esté en este submarino, nada podrá sucederle. Las líneas de mis manos dicen que yo llegaré a una edad avanzada. Así que lo único que tengo que hacer es poner buena cara al mal tiempo.

Los únicos sonidos humanos que me llegan desde hace rato son los murmullos en la central. Tengo ganas de escuchar mi propia voz.

A mi lado está sentado el segundo oficial, sobre un camastro, en el habitáculo de oficiales. Se asombraría de escucharme, creo.

Mi lengua se ha transformado en un gran pedazo de carne que me sobra en la boca.

¡Si pudiésemos mandar alguna comunicación! Pero aunque anduviese el aparato, tal cosa sería imposible, desde esta profundidad. En casa nadie se enterará de lo que nos pasó. «Cayó ante el enemigo», la acostumbrada noticia impartida por la Flota. El desastre queda en el incógnito. A no ser que el Almirantazgo Británico lo dé a conocer a través de su emisora de Calais.

Ese es su modismo: dar la mayor cantidad de datos precisos, para que la gente les crea. Nombre, fecha de nacimiento, tamaño de la gorra del comandante. Pero el Mando... seguramente dejarán pasar el tiempo: nosotros podemos tener nuestros buenos motivos para no querer comunicarnos. Así que a esperar; ya nos darán orden de ponernos en contacto, una o dos veces. Lo mismo de siempre.

Sin embargo, así como va esto, los señores del Mando se darán cuenta en seguida de que la orden que nos fue impartida no pudo ser cumplida. La
chance
no era demasiado grande, y la gente de Kernével lo sabía. Miro hacia el techo: las bananas están madurando; entre ellas, dos o tres ananás llaman la atención por lo apetitosas. Bah, abajo la batería desmantelada y aquí arriba este jardín.

El ingeniero aparece nuevamente. Se queda en el pasillo un instante, como si de tanto que debe pensar no pudiera, además, moverse. En su rostro se ve cómo trabaja su cerebro: sus ojos semicerrados, sus mejillas hundidas.

¿Sería uno de los ruidos que nos llegan desde la popa lo que hizo que el ingeniero cesara de moverse? Ahora comienza a caminar otra vez, lentamente, como pidiéndole permiso a cada pie. De pronto parece liberarse de sí mismo y se dirige resueltamente al armario, de donde retira un rollo de planos. Estira uno de ellos sobre la mesa, yo lo ayudo, poniendo sobre cada punta del plano un montón de libros. Es un corte longitudinal del submarino.

No sé qué es lo que el ingeniero estará buscando. Tiene profundas arrugas que le surcan el rostro. El aceite se ha depositado en ellas.

Tiene que pensar como lo haría un criminalista. Una y otra vez murmura fórmulas conocidas sólo por él. Hace dibujos y se retrotrae a un silencio.

El segundo ingeniero aparece en el lugar, sin aliento y con el cabello revuelto.

Se inclina sobre el plano, al lado del ingeniero. Calla. Sus labios están exangües.

Todo depende de lo que ambos ingenieros estén pensando. Yo, por mi parte, me mantengo en silencio, no hay que molestarlos. El ingeniero muestra con la punta del lápiz una parte del plano y observa a su segundo. El segundo asiente, ha comprendido. Ambos se incorporan al unísono.

Todo parece indicar que el ingeniero sabe ahora cómo hacer para echar el agua hacia afuera. ¿Cómo para contrarrestar esa presión?

Sobre la mesa del habitáculo de oficiales veo un pedazo de pan untado con manteca y mordido: es un recuerdo del Weser, pan fresco. Me hipnotiza.

Cada vez se hace más difícil respirar. ¿Por qué no ordena el ingeniero más oxígeno? Estamos llenos de pan y de comida fresca, pero lo que en realidad necesitamos ahora es aire fresco.

Doscientos ochenta metros. ¿Cuánto pesa la columna de agua que está sobre el submarino? Yo lo supe alguna vez, sabía hacer el cálculo. Pero ahora... mi cerebro se comporta en forma miserable. No se puede pensar con tanta presión sobre la tapa de los sesos.

Tengo la impresión de que mi materia gris no es nada más que un puré, del cual ascienden burbujas exultantes. ¡Si sólo tuviera mi reloj! Mi sentido del tiempo ya no funciona. Tampoco el de orientación. Por momentos no sé dónde estoy hasta que vuelvo a reconocer los objetos que me rodean, pequeños por la distancia.

Ahí está el ingeniero. Mis pensamientos tratan de reconcentrarse observándolo. Líneas de luz salen de su rostro. Sus pupilas oscuras hacen juego con el agujero negro de su boca. La cara parece un relieve en negativo. Sólo el movimiento de las arrugas, en la frente, le da vida.

En el bolsillo izquierdo de mi pantalón siento mi talismán, un trozo ovalado de turquesa. Con la mano abierta lo palpo en toda su magnitud; me recuerda el vientre de Simone.

¡Si Simone me viese ahora, a doscientos ochenta metros de profundidad! No en cualquier lado, sino con domicilio y todo: estrecho de Gibraltar. Hacia la costa de África. El tubo está lleno de cincuenta cuerpos, huesos y carne. Cincuenta cerebros, cada uno con su mundo de recuerdos.

Quiero recordar el pelo de Simone... ¿Cómo lo llevaba la última vez? Por más que lo intento, no me acuerdo.

Lo que sí veo claramente es su pullóver violeta. Su pañuelo amarillo al cuello, y la blusa malva. ¡El anaranjado áureo de su piel! ¡Ahora recuerdo su peinado! ¡El cabello cayéndole sobre la frente, eso es lo que siempre me irritaba! El resto era lacio, salvo algunos rulos en la nuca. Artísticamente despeinada, eso era lo que a ella le importaba.

No estuvo bien de su parte pedirme los binoculares para su padre. Le debe haber interesado la nueva coloración azulada, que los hace más nítidos. ¿Y Simone?

¿Sólo quería ponerse en escena? Monique recibió un ataúd de juguete, también Genevieve y Germaine... solamente Simone no recibió ninguno.

El viejo aparece junto al ingeniero. Ambos se inclinan sobre un plano.

—A mano hasta el tanque de regulación —oigo que dicen. ¿Va eso? De todas formas, los veo asentir a ambos.

Luego, desde allí, con la ayuda de la bomba de repuesto y de aire comprimido en el exterior...

La voz del ingeniero vibra. Me invade el temor al ver el perfil del ingeniero. Es un milagro que aún se mantenga sobre los pies. Ya estaba terminado antes de que todo esto comenzara. Quien tiene tras de sí doce viajes, está listo antes de empezar.

Este será su último viaje. Este, nada más. De su frente bajan gruesas gotas de sudor. Cuando vuelve la cara, brilla.

Está diciendo algo ahora, de la celda de inmersión número tres. Pero a ésa no pudo pasarle nada, ella está por dentro de la estructura. Así era, con sólo la celda número tres puede flotar el submarino. Ahora no, claro: con tanta agua, su potencia no alcanza. O sea que seguimos necesitando sacar el agua fuera de la embarcación. No tengo ni idea de cómo lo logrará el ingeniero, pero ya sé qué es lo que quiere: llevar el agua desde la central a las celdas de regulación y desde ahí al exterior.

Entiendo que el ingeniero quiere sacar el submarino del lugar donde está solamente después de que todas las reparaciones hayan sido llevadas a cabo. Según parece, puede hacer un intento.

—Lo primero es tener la quilla horizontal —dice el viejo. Claro, la maldita inclinación hacia la popa. Pero pasar el agua hacia adelante es imposible... Entonces, ¿cómo?

—Vamos a acarrear el agua a pulso, hasta la central —agrega. ¿A pulso? Lo dice en serio.

A través del habitáculo de los suboficiales y la cocina se forma una cadena de hombres, entre los cuales me coloco yo mismo. Mi lugar está cerca de la compuerta. Se oyen improperios y consejos. Por la compuerta aparece un barreño de ésos que el cocinero usa para lavar los cubiertos, viniendo hacia mí. El marinero de la central lo toma de mis manos. Un instante después oigo cómo cae el agua en la bodega de la central.

Desde delante llegan cada vez más jarros y fuentes que pueden ser usados en la popa. El ingeniero es quien imparte las órdenes.

Me cuido de que ese sucio puré no me toque. Pero ya entré en el ritmo. El agua será sacada del submarino, cueste lo que cueste.

El que me alcanza el barreño es Zeitler. Su camisa está tremendamente sucia, rota. Con cada recipiente me entrega una sonrisa. Hasta que llega un barreño más pesado que los demás. Parte de esa sopa se me cae encima. Ahora están mojados mis pantalones y mis zapatos, además de mi espalda, empapada de sudor. Por dos veces consigo ver la sonrisa del comandante, en el momento en que entrego el barreño al que sigue. Ahora se trabaja. Algo se consiguió.

A veces deja de funcionar la cadena, porque en la popa alguien interrumpió su trabajo. Un par de insultos y ya se reanuda la labor.

El marinero de la central es quien deja caer el agua en la bodega. Pero el piso de la central ya está mojado, y el agua se filtra por las maderas hacia abajo. Allí está la batería II... ¿no pasará nada? El ingeniero está cerca, así que él cuidará de que todo esté en orden.

¿Me engaño, o es verdad que el submarino se ha enderezado ya un par de grados?

En la central, el agua llega hasta los tobillos.

¿Qué hora será? Por lo menos las cuatro. ¡Mi reloj, qué pena! Lo tenía desde hace diez años.

Zeitler es el que más trabajo realiza: él tiene que pasar los baldes por la compuerta.

—¿A qué hora amanece? —le pregunta el comandante al navegante.

—A las siete y treinta. —Eso quiere decir que nos queda muy poco tiempo.

Deben de ser más de las cuatro, en este momento. Si no conseguimos subir pronto, tendremos que esperar hasta la noche. Pero entonces les regalaremos un día de sol a los enemigos, para que se interesen por nosotros.

—¡Pausa! —van diciendo de boca en boca— ¡Pausa, pausa!

Si lo que el viejo pretende es llegar a la costa africana, suponiendo que el intento de subir tenga éxito, necesitará el amparo de la oscuridad. Desde donde estamos nos queda aún un buen trecho. O sea que el tiempo que nos resta es todavía más corto. ¿Alcanzará el poco líquido de las celdas de la batería, en realidad?

¡Cielos, lo que parece esta gente! Rostros verdes, rostros amarillos. Las órbitas son de color verde oscuro. Los ojos, rojos. La iluminación transforma todo en un blanco y negro monótono, las bocas en agujeros ávidos de aire.

Vuelve a hacer su entrada el ingeniero, para informar que las máquinas eléctricas están fuera de peligro. Mi corazón se alivia. El ingeniero, sin embargo, quiere sacar más agua de la popa.

—Bien —dice el comandante con su voz normal—, ¡entonces sigamos!

Me cuesta volver a coger el ritmo. Me doy cuenta de que me duelen todos los músculos.

Se oyen arcadas e insultos. El aire falta. Pero una cosa es segura: nos acercamos a la horizontal.

El comandante pasa la compuerta y grita hacia la popa:

—¿Cómo va eso?

—¡Muy bien, señor, muy bien!

Así como estoy, podría dejarme caer, en medio del puré que baña el piso. Me da lo mismo. He contado cincuenta recipientes llenos. Llega la voz de alto.

Aún tengo que tomar de las manos de Zeitler cuatro o cinco barreños más, pero el marinero de la central ya no me los devuelve vacíos, sino que los hace llevar a la proa.

¡Rápido, a sacarse de encima estas ropas mojadas! En el habitáculo de suboficiales todo es desorden, porque todos quieren hacer lo mismo.

¡Fantástico! Sobre un camastro encuentro mi
Isländer
y mis pantalones de cuero. Y las botas de mar. Frenssen y Pilgrim se me caen encima. Contento como un niño callejero, paseo por la central; pateando los charquitos. En el habitáculo de los oficiales me puedo dar el lujo de estirar un poco las piernas.

En eso oigo la palabra «oxígeno». De boca en boca pasa la orden por todo el submarino:

—¡Toda la gente libre debe recostarse en sus camastros! El segundo oficial mira consternado.

Otro aviso:

—¡Cuiden de que al dormir no se le caiga al compañero la boquilla de entre los labios!

—Hace mucho que no lo usábamos —dice pensativo el contramaestre.

Es claro que si se imparte esta orden, es porque no volveremos a la superficie por un tiempo. El segundo oficial no dice una sola palabra. La orden parece no gustarle. En su reloj de pulsera veo que son las cinco de la mañana.

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