Authors: Lothar-Günther Buchheim
¡Qué aspecto tiene todo aquí dentro!
En la central misma me encuentro con él. Está ayudando a colocar los panes frescos en su nuevo lugar. La hamaca que antes colgaba delante del recinto del escucha ha vuelto a aparecer.
Por un instante me intimido. ¿Qué le voy a decir al alférez?
—¿Y, Ullmann, cómo va todo?
Como consuelo no sirvo para mucho. ¿Cuántas veces habrá pensado ya que de La Spezia a La Baule no hay retorno? Tengo ganas de cogerlo por los hombros y sacudirlo un poco. Pero en vez de hacerlo sólo consigo que me salga un:
—¡Caramba, qué abandonado está todo aquí!
Mas de pronto se me ocurre una idea. La pongo en práctica:
—¡Vamos, Ullmann, deme rápido su carta! ¿O quiere agregar unas líneas más? En fin, usted sabe... dentro de diez minutos aquí, en la central.
El viejo todavía está de pie junto a la barandilla, pensativo. Me quedo a su lado, callado. Un momento más tarde aparece detrás de nosotros una sombra compacta: el capitán del Weser. El viejo sigue con su juego:
—¡Nunca había estado en España antes!
Mis pensamientos están con Ullmann. Mis sentidos apenas si perciben que las luces que nos llegan de la ciudad se mueven como si el aire entre ellas y nosotros estuviera también en movimiento.
El capitán del Weser no es un hombre de lengua suelta. Habla poco y pausado, con acento norteño. Ahora nos habla acerca de la instalación de sus timones. ¡Qué broma!
Un ruido sordo intranquiliza al viejo. Es el primer oficial el que aparece.
Le da órdenes. El capitán del Weser le pregunta al viejo si no desea tomar un baño.
—Mejor no —es la respuesta.
Un hombre llega para informar que la mesa está servida.
—Cenemos —dice el viejo y sigue al capitán.
El nuevo cambio de la oscuridad a la claridad plena del interior del salón me hace tambalear nuevamente. Los pájaros parecen estar menos despiertos que a la medianoche: sus rostros están enrojecidos, sus ojos menos vivaces.
Miro mi reloj pulsera: las dos y treinta de la mañana. Tengo que desaparecer, buscar al alférez. Como un ratero me pone la carta en las manos.
Entretanto, el primer oficial y el ingeniero han reemplazado a sus segundos.
Seguramente se van a hacer las cinco, antes de que podamos partir.
Quisiera poder estirarme y dormir. En vez de eso tengo que volver al salón.
Los dos civiles se hacen los graciosos. El viejo debe soportar que uno de ellos le golpee sobre los hombros y le desee alegremente buena suerte.
Gracias a Dios no precisamos volver por la escalerilla, sino que se nos conduce por una salida inferior. Todo está oscuro alrededor de nosotros. Por fin consigo entrar en conversación con el capitán, y hasta de manera tal que nos separamos unos pasos de los demás. No necesito dar muchos rodeos. El capitán del Weser sólo me dice:
—¡Yo me encargo!
Una pasarela comunica nuestra cubierta con un piso interior del barco.
¡Llegamos a nuestro submarino! Apoyo las manos sobre el frío metal. Comienza a tiritar: los diesel han entrado en funcionamiento.
Ordenes. Gritos, desde arriba.
El viejo se preocupa porque no vamos más rápido. Las figuras sobre el Weser se empequeñecen pronto.
Aparece muy cerca de nosotros la luz de popa de un vapor. El viejo se apresura a pedir nuestro equipo de señalización. ¿Qué va a hacer?
El mismo da la primera señal. Desde el vapor nos responden.
«B—u—e—n—v—i—a—j—e» lee el viejo, en español.
«G—r—a—c—i—a—s» es su respuesta.
—Ah, ¡lo que son las lenguas extranjeras! —nos comenta.
Nos vio, ya no nos queda duda. Quizá nos confunde con Tommies muy bien educados ¡Qué bien!
Nuestro curso es de ciento setenta grados. Casi completamente hacia el Sur.
El aprovisionamiento en Vigo despertó a la gente.
—Todo muy bonito... pero un par de mujeres podían haberse conseguido también.
—Tan rápido... no hubiera andado; de todas maneras, el Mando no piensa en estas cosas.
—¿De qué te ríes?
—Nada, sólo me imagino lo que habría sucedido si hubiésemos descendido en un buque que no correspondía.
—Se hubiesen sentido muy halagados... el viejo con su pullóver, fue un número extra, en verdad.
La depresión que hiciera callar a todos después de recibir el comunicado relacionado con Gibraltar parece haber desaparecido. Las conversaciones entre los marineros dan a entender que ellos nunca desearon nada más fervientemente que ir al Mediterráneo.
Frenssen asegura tener un hermano que estuvo en la Legión Extranjera. Y cuenta de un desierto con palmeras y dátiles, oasis, fuertes y burdeles, estos últimos llenos de bonitas mujeres, pero también de hermosos muchachos... a gusto de cada uno.
—¡Ah, qué bonito, amor por la tarde...! Un poco de música, y bebidas... no hay nada mejor...
Mis recuerdos se ponen en marcha: es cierto. Amarse en plena tarde, cuando llueve. Suena el timbre, pero no vamos a abrir. Nos hemos escapado de la rutina de todos los días, hemos bajado la cortina. Nadie en casa, sólo el gato.
Un susurro interrumpe el hilo de mis pensamientos:
—¿Cómo te sientes?
—¿Qué importancia tiene eso ahora? A cualquier parte que nos manden es lo mismo, ¿no es cierto?
—¡No te hagas el desentendido! ¿O te crees que no sé por qué estás sentado ahí?
Sí, mi querido, con nosotros se acabó. Pero no te preocupes: a tu pequeña la van a seguir atendiendo, seguro; es una muñeca bastante pasable, así que...
Al día siguiente, el ambiente del submarino se llena de gente pensativa. Algunas observaciones de Zeitler y de Frenssen no logran cambiarlo. Todos se enteraron de que lo que nos espera no es un juego.
Durante el almuerzo, el viejo nos aclara cómo se imagina el paso por Gibraltar. Tranquilo y tartamudeante como siempre, hace como si por primera vez estuviera poniendo en orden sus ideas. ¡Cómo si no hubiera entretejido su plan hora tras hora, tal como se arma un rompecabezas! ¡Cómo si no hubiese sopesado todos los riesgos, todos los pros y todos los contras, para después arrojar todo a la basura y empezar de nuevo!
—Nos iremos acercando en la oscuridad, tanto como sea posible, por la superficie. Será una maniobra difícil.
Destructores y demás vigilancia, pienso.
—Y después nos introduciremos simplemente sumergidos.
¿Y eso? Pero ni siquiera me atrevo a preguntar. Ni una mirada de interrogación. Hago corno si todo estuviese claro. Lógicamente, sumergidos. Esa es la moda.
El viejo mira hacia adelante. Calla, como si ya hubiese dicho todo lo que había que comunicar.
El segundo oficial no domina su rostro tan bien como yo: parpadea, nervioso. Una nueva forma de preguntar.
El viejo solamente inclina la cabeza hacia atrás, como en la peluquería. Unos instantes más tarde, sigue con sus aclaraciones, esta vez en dirección al techo:
—Sucede que en el estrecho de Gibraltar hay dos corrientes: una superficial, que viene desde el Atlántico, y otra profunda, que sale del Mediterráneo. Hay bastante presión por esos lados.
El viejo se llena la boca de aire e infla los carrillos. Otra vez calla y se deprime.
—Una corriente de siete millas marinas —nos dice al fin, como si se tratara de un bocado difícil de masticar.
¡Ahora se me prendió la lamparita! ¡Es el huevo de Colón! ¡Una idea genial! Más simple es imposible: sumergirse y luego, simplemente, dejarse llevar por la corriente. Eso no hace ruido alguno, y hasta se ahorra combustible.
Nadie hace un gesto de asombro. Las reglas del juego lo prohíben.
El viejo se da cuenta de ello y vuelve a su posición de peluquería. En un tono inesperadamente oficial le pregunta al ingeniero:
—¿Todo claro, ingeniero?
—¡Sí, señor! —responde el mismo.
El ambiente se carga de suspenso. El viejo está necesitando un contrincante en el juego, alguien que dude. Y ése será el ingeniero. Apenas si farfulla algunos sonidos guturales, pero eso es suficiente como para dar a conocer su descreimiento. El comandante es el único que no pone atención a los labios del ingeniero. Este, a su vez, se entretiene en mirar el suelo, de lado, como haría un pajarillo para buscar una lombriz en la tierra. No piensa siquiera en dar a conocer ahora sus dudas. Sólo murmura, eso es suficiente. Lo debe de haber aprendido del viejo.
Silencio por cinco minutos.
—¿Qué decía, ingeniero? —lo apremia el viejo.
—¡Una brillante idea, señor!
El viejo no reacciona. Observa al ingeniero por el rabillo del ojo, como si tuviera que ver el estado espiritual de su paciente, sin que éste lo note.
El ingeniero no da muestras de captar la mirada de psiquiatra del comandante. El silencio parece instaurarse nuevamente, pero aparece en escena el camarero. Todo pensado.
La sopa pasa. Revolvemos, hacemos girar las cucharas y callamos.
Me despiertan en medio de la noche.
—¡Lisboa a la vista! —me dice el marinero Böckstiegel.
Me pongo los zapatos y subo en camisa. Mis ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad. El comandante ya está arriba.
—Ahí.
Apenas si veo a babor un resplandor muy tenue, sobre el horizonte.
—¡Lisboa! —recalca el comandante.
El submarino se bambolea de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Los diesel marchan a toda velocidad; se hacen escuchar.
Y ahí estoy yo, de pie sobre las maderas del suelo de la cubierta, las manos contra el frío y húmedo metal de la defensa, mirando hacia el Este, en medio de la noche. El pequeño resplandor apenas si alcanza para poder divisar mejor el horizonte.
Se me cierra la garganta. El resplandor, más la noticia de que es Lisboa, llegan a producirme esa fea sensación.
De vuelta en mi camastro, oigo charlar a los marineros.
—Lisboa... es lo que se dice una ciudad grande...
—¿Por qué no habrán oscurecido?
—¡Porque son neutrales, tonto!
—Es decir que ellos no tienen ataques aéreos, ni alarmas, ni bombas... pero sí hay de comer... es casi imposible imaginarse una cosa así.
—Debe haber allí muchas propagandas luminosas; si no no se explica que dé tanta luz.
—Ya ni recuerdo qué aspecto tiene una ciudad así: verde, rojo, se enciende, se apaga... ¡Dios mío!
Medio dormido, alcanzo a escuchar aún trozos de conversación, a través de mi cortinilla:
—Está claro que este viejo se cuenta doble. A fin de cuentas nos aprovisionamos, ¿no? ¡En Francia o en España, da lo mismo!
—¡Cuéntaselo a tu abuela!
Como el viejo parece tener tiempo, después del desayuno, le pido una aclaración.
—Esa corriente que sale del Mediterráneo en dirección al Atlántico... no la entiendo. ¿De dónde viene toda esa agua?
Me armo de paciencia: el viejo siempre tarda en arrancar. Inclina la cabeza y contrae las cejas. Me doy cuenta de que se prepara para contestar.
—Bueno, se trata de un asunto bastante original.
Pausa. Concentro mi vista en sus labios.
—Usted ya sabe: del Mediterráneo no sólo sale agua, sino que también entra, con otra corriente. Dos corrientes, la una sobre la otra. Arriba hacia adentro y abajo hacia afuera. Y todo eso se produce así: en todo el Mediterráneo llueve poco. Pero sol hay muchísimo, por lo que el agua se evapora en gran cantidad. En consecuencia, como la sal no se evapora, el porcentaje de sal en el agua aumenta, por lo que el agua se hace más pesada. ¿Va entendiendo?
—Sí, hasta aquí.
El viejo espera. Chupa de su pipa con desesperación, como si todo el problema fuera imposible de resolver.
—El puré salado se hunde, y forma la capa profunda; como ésta tiene la tendencia de caer aun más profundamente, se resbala por el estrecho hacia el Atlántico, donde cae hasta más o menos unos mil metros, profundidad en la cual tiene aproximadamente el mismo peso específico que el agua del Atlántico.
Entretanto, en la superficie se lleva a cabo el equilibrio. El agua de la capa superior del Atlántico entra en el Mediterráneo, reemplazando al agua perdida por evaporación.
—Y a la que cayó en el Atlántico.
—Así es.
—Y nosotros queremos aprovechar ese hecho. Entraremos al Mediterráneo llevados por el agua con menor contenido en sal.
—Es la única posibilidad de éxito...
Por orden del comandante hago de vigía complementario.
—Estamos demasiado cerca de la tierra.
No ha pasado siquiera media hora, cuando el vigía de popa, a estribor, lanza un grito:
—¡Aviones a setenta grados!
El segundo oficial se vuelve. Su mirada sigue el brazo extendido del vigía.
Ya estoy al lado de la entrada. Mientras me deslizo hacia abajo oigo el grito de alarma e inmediatamente el sonar de la campana. El ingeniero aparece desde la proa.
De la cubierta llega la orden del segundo oficial de sumergirnos.
Lentamente, como si tuviera que luchar contra una gran resistencia, el indicador del manómetro se pone en movimiento.
—¡Todos los hombres a proa! —ordena el ingeniero. La gente se apresura hacia adelante.
El comandante está sentado sobre la caja de las cartas marinas. Está de espaldas a mí. Es el primero en reponerse de la sorpresa; se incorpora y, agitando la mano izquierda en el aire, como un dirigente, la derecha en el bolsillo del pantalón, dice:
—¡Por ahora nos quedamos debajo del agua! —y al segundo oficial—: ¡La segunda guardia!
En seguida se dirige a mí:
—¡Comenzamos bien! ¡Si esto sigue así, no llegamos a ningún lado!
La mesa de cartografía está libre en este momento. Miro detenidamente el mapa de Gibraltar. Entre la costa africana y los docks ingleses hay más o menos siete millas. Esos docks son los únicos a los cuales los británicos pueden llevar a reparar sus barcos desde el Mediterráneo. Los ingleses deben saber cómo defender ese puesto.
Sólo siete millas entre costa y costa. Un estrecho corredor, en verdad.
Las columnas de Hércules: al norte, el peñón de Gibraltar, el Monte de Saturno, y al Sur, en la costa del Marruecos español, el peñón de Avila de Ceuta. Quizá nos tengamos que arrimar más a la costa Sur para pasar.
¿Sería en realidad una ventaja hacerlo así? Los Tommies piensan con seguridad que un submarino alemán no pasará justamente por delante de su puerto, así que se concentrarán más en el cuidado de la costa de enfrente... El viejo debe tener su plan hace mucho ya. Tengo curiosidad por saber qué rumbo nos hará tomar.