Authors: Lothar-Günther Buchheim
Por un instante impera el silencio. Por fin dice el comandante:
—De ningún modo podemos hacer fuego antes de que oscurezca. Podrían tenernos preparada alguna sorpresa.
Hasta que oscurezca... son muchas horas.
Me recojo en el habitáculo de proa, como para buscar refuerzos. Zeitler y Kleinschmidt están sentados a la mesa:
—¡No te hagas el que nunca sirvió a una mujer casada! ¡Si son las más fuertes! — es lo que oigo. Parece que el tema número uno ha vuelto a ganar en interés.
—Se acostumbraron a la joda, ¿y de pronto tiene que terminar todo,
fini
? Tienes que pensar un poco más lógicamente: tú tampoco te comportas como una virgen.
¡Ah, pero de tu ratoncito... de ella sí lo exiges! ¡Si es para morirse de risa... los más consecuentes visitantes de burdeles son luego los más celosos gallos en su gallinero!
—Tú sí que puedes hablar, con la sirvienta que tienes en casa!
—¡Bah! ¡Tócate el culo, a ver si todavía está ahí! ¿Es que no entiendes? ¡Ahí hay un montón de energías acumuladas: es lo que se llama necesidad de reparación! — Zeitler pone tal énfasis en su voz que parece que quisiera convertir a un hereje. De pronto, su modo se torna agresivo—: ¡Puedes creerme, tú eres el cerdo más tonto que he visto! —Aparece Wichmann, y también mete la cuchara.
—¡Ni me hables de mujeres casadas! Una vez fui con una y cuando estábamos en lo mejor, al lado comienza a llorar un crío. ¡Hombre, qué molesto! ¡Por lo menos a mí me quita el humor! Y ya me pasó dos veces lo mismo...
—¡No te hagas el fino, orgulloso!
Wichmann ni lo oye; no puede abandonar sus recuerdos:
—¡Ya de por sí me molesta cuando suena el timbre!
Por el resquicio de una cortina veo cómo Kleinschmidt se incorpora y se mete la mano debajo del pullóver azul y blanco, a rayas diagonales. Con dedicación se rasca la panza. Entre el índice y el pulgar saca por fin una hilacha, grande como el hueso de una guinda. La observa atentamente.
—¡Sí! —dice al fin— ¡Una vez subí con una, en Hamburgo, y lo primero que hace la asquerosa es sacar la bacinilla, sentarse encima y llenarla de orina! ¡Qué tonto! La conocí en el hipódromo... cinco marcos quería... y se los pagué.
—¿Y le pagaste por adelantado? ¡Sí que eres torpe!
Me recuesto en mi camastro, pero solamente por un cuarto de hora. Me levanto y voy hacia la popa, a la sala de máquinas a ver cómo anda todo. La compuerta no se quiere abrir. Tengo que violentarla con todo el peso de mi cuerpo, tanta es la presión que sobre ella ejercen los diesel. El ruido de la maquinaria se multiplica al infinito. Abro la boca y los ojos: el temblor de los cilindros sólo se percibe como una vibración. Las agujas de los manómetros van ida y vuelta sobre las gradillas de los aparatos. El vapor del aceite llena el habitáculo de niebla.
Johann está de guardia. Una gran sonrisa abarca su rostro al verme. Ya no tiene esa mirada cansada de siempre. Sino orgullo brillando en sus ojos. Todo está en el mayor orden. ¡Ahora se ve lo que hay en esas diesel!
También está Frenssen. Johann se limpia el aceite de las manos. Es un milagro que no ensordezca aquí. Quizás este ruido infernal sea para él como el murmullo de un bosque. Se acerca a mí y, con toda la fuerza de sus pulmones, me grita al oído:
—¿Qué hay?
Tengo que esforzarme para que me entienda, a pesar de que también yo le grito al oído:
—¡Operamos sobre un convoy! ¡Esperamos hasta que oscurezca! —El maquinista parpadea dos veces, asiente con la cabeza y se dedica de nuevo a sus manómetros. Tardo segundos enteros en darme cuenta de que la gente de la sala de máquinas ni siquiera se da cuenta de para qué navegamos a toda velocidad: el puente está muy lejos de aquí. De pie sobre la herrumbre, el mundo se termina detrás de esa compuerta. Las únicas comunicaciones con el ámbito exterior son el telégrafo manual, los lámparas de señales, el teléfono de a bordo. Si el viejo no se digna a dar a conocer por el sistema de altavoces qué pasa y por qué ordena cambiar de velocidad, nadie se entera aquí de lo que sucede.
Como siempre que pongo el pie en la sala de máquinas, el fragor inconcebible de los diesel se apodera de mí. Es una corriente de ruido, monótono y explosivo. Estoy ensordecido; las visiones, malas, ya comienzan a formarse; me imagino cosas. La sala de máquinas de los grandes barcos, meta de nuestros torpedos. Enormes galpones con turbinas de alta y baja presión, las cañerías a presión, las máquinas de repuesto. No están divididas como aquí por una compuerta: si se hace impacto en ellos, se llenan más rápidamente que cualquier otro compartimento del barco; con la sala de máquinas llena de agua, toda embarcación se va a pique.
Series de imágenes se continúan en mi mente unas a otras: un impacto en medio del barco es igual a una reacción en cadena. El vapor a presión hace estallar sus recipientes, las cañerías se abren, el barco pierde inmediatamente su fuerza de empuje. Las escalerillas son tan angostas que apenas si cabe un hombre a la vez... pero todos quieren subir, alejarse del vapor y de la oscuridad.
¡Qué profesión! ¡Estar en la sala de máquinas, tres metros por debajo de la línea de agua, sabiendo que a cada segundo y sin previo aviso un torpedo puede abrir la pared! ¡Cuántas veces deben palpar esos marineros la pared que los separa del mar, durante el viaje en un convoy! ¡Cuántas veces deben probar en secreto el camino más rápido hacia arriba, de continuo con el gusto del pánico en la boca y el sonido del hierro al entreabrirse y el golpe de la explosión y del agua que entra desde el mar en el oído! ¡Ni por un segundo albergan en sí un sentimiento de seguridad! Siempre miedo, siempre aguardando el sonar de la campana de alarma. Un infierno de terror... durante tres o cuatro semanas.
Peor aún es la cosa sobre un buque tanque. Cuando un torpedo lo alcanza por la mitad, se convierte rápidamente en una única hoguera. Desde la proa hasta la popa, todo es una sola brasa. Y cuando los gases explotan en su encierro, la embarcación se transforma en un hongo de humo y fuego. Los tanques de combustible son entonces otras tantas antorchas gigantes.
Un pequeño cambio en el rostro de Johann me vuelve a la realidad; Sus facciones revelan la concentración expectante; por un minuto permanece así, luego se borra su preocupación: todo en orden. La compuerta que da a las máquinas eléctricas permanece abierta. El calor que se desprende del aceite quemado llena ese ambiente. El marinero electricista Rademacher está midiendo la temperatura. El fogonero electricista Zörner, lee, sentado sobre unos impermeables. Está demasiado metido en su lectura como para darse cuenta de que tengo mi vista puesta sobre esas líneas, por detrás de su hombro:
«El joven tomó a la mujer en sus brazos y la inclinó hacia atrás, de manera que el rostro de ella, enmarcado de negro, adquirió brillo. El sintió enseguida su mirada airada y exigente, igual a la que usaba él para abrazar a María, como si quisieran, aquélla y él, saber que su mirada ha sido recibida salvajemente, hasta el final, hasta la vertiginosa caída, un regreso a casa en una oscuridad, de la cual salían en camino hacia una sala dorada y cantarina, mas rodeada de la vida amenazante, donde desarrollábase la inmensa timidez de sus fugaces miradas. El rostro del joven estaba contraído por causa de su demasiada fuerza, llena de amenazas y paralizante, hasta que por fin se abrió, herido, lentamente, para caer en el murmullo del silencio, como si la lengua sólo le perteneciera parcialmente, como si deseara matarla...» El puente está lejos. Tengo que regresar a la realidad, asiéndome del hilo de Ariadna. Al cerrar detrás de mí la compuerta, el ruido de los diesel se corta, como separado de mí con un cuchillo; pero en mi cerebro sigue el sonido, sordo. Quiero librarme de él con un movimiento brusco de mi cabeza, mas durante largos minutos no lo consigo; hasta que por fin deja de tronar el recuerdo en ambos oídos.
—Tienen que poseer un bonito sistema de zigzag —me dice el viejo, cuando asciendo al puente.
—Es asombroso lo que hacen: no es que viajen sobre su curso general y además hagan un poco de zigzag por rutina... No. Su sistema de zigzag se enriquece con toda suerte de giros y contragiros, para que no los descubran tan fácilmente. Con eso logran terminar de enojar a nuestro oficial navegante. Tiene bastante que hacer, el pobre curso sospechado, curso propio, curso de colisión. Simplemente no puede ser, esto es demasiado. Tardo un poco en darme cuenta de que el viejo no se refirió con esta última frase a su navegante, sino a los enemigos. Antes se desviaban solamente con giros regulares; o sea que inmediatamente sabíamos cuál sería su próximo paso. Pero ahora parecen haber aprendido a hacernos la vida más dura, esos malditos. Es que cada uno hace lo mejor que puede. Debe de ser un trabajo interesante, el del comandante de un convoy así. Tener al rebaño siempre junto, cruzando el Atlántico...
Ahora somos nosotros los que mantenemos comunicaciones. Somos nosotros los que tenemos que cuidarnos de que no nos pesquen, o incluso de que nos manden bajo la superficie. Tenemos que ser tozudos, como nuestra mosca de a bordo. Cuando alguien trata de matarla de un golpe y no lo consigue, en seguida vuelve a posarse en el antiguo lugar. Un símbolo de tenacidad, un animal digno de estar en un escudo de armas... ¿Por qué nadie la ha puesto aún en su torreta? Los comandantes hacen pintar en sus torres toros iracundos, pero a nadie se le ocurrió hasta ahora dibujar una mosca. ¡Voy a proponérselo al viejo: una mosca en la torre! Pero no ahora... ahora está demasiado ocupado en terminar de bailar su danza guerrera alrededor de la abertura de la escotilla, las manos bien adentro de los bolsillos del pantalón. Un vigía se atreve a descansar por un instante la vista:
—¡Hombre! ¿Dónde pone usted sus ojos?
Nunca había visto al viejo tal como ahora. Una y otra vez golpea contra la defensa de la torre, con el puño cerrado. La torre es un gran tambor, el puente resuena. Le grita al oficial navegante:
—¡Tenemos que preparar la comunicación radial! ¡Voy a medir una vez más nuestras coordenadas, a fin de dar lo más correctamente posible nuestra posición!
El radiogoniómetro es subido al puente. El comandante lo coloca sobre la brújula allí instalada, demarca las columnas de humo y lee los grados en la escala. Entonces informa hacia abajo:
—¡Al navegante: hacia la derecha, ciento cincuenta y cinco grados! ¡Distancia catorce millas!
Un instante después se oye al oficial:
—¡El curso del convoy es de doscientos cuarenta grados!
—¡Muy bien! O sea, justo lo que habíamos calculado— dice el comandante para sí mismo, pero mirándome a los ojos. En seguida vuelve a conectarse con los de abajo—: ¿Puede decirnos ya algo de la velocidad?
La cara del oficial navegante aparece por la escotilla:
—Entre 7,5 y 8,5 millas, señor.
Pasa no más de un minuto hasta que sube el texto del comunicado radial.
«El convoy se halla en el cuadrante AX trescientos cincuenta y seis. Curso doscientos cuarenta grados. Velocidad alrededor de ocho millas marinas. UA», lee el comandante. Firma el comunicado con su lápiz y lo devuelve hacia abajo.
El ingeniero se suma a nosotros. Su rostro parece pensativo. Mira al comandante desde lejos, como un perro golpeado.
—¡Y ahora también me viene usted con sus problemas! —trata de atajarle el comandante—. ¡El que quiere celeste, que le cueste! ¿O tiene usted acaso serias sospechas?
—No por los diesel, señor. Solamente me preocupa nuestra vuelta.
—¡Pero, ingeniero, no sea pájaro de mal agüero! ¡Sea bueno y temeroso de Dios,...! ¿O acaso no cree usted en Dios, el Todopoderoso Señor, así en el cielo como en la tierra...? Suena bonito, ¿no?
Cuando el ingeniero hubo desaparecido, sin embargo, hace una revisión completa de la situación, ayudado por el oficial navegante:
—¿A qué hora oscurece?
—A las diecinueve. Pero sólo a las veintidós baja la luna.
—O sea que no precisamos seguir a toda marcha por mucho tiempo más. Por lo menos nos va a alcanzar para el primer ataque... Y después echaremos mano de los ocultos recursos que siempre guardan los ingenieros en la manga.
Las columnas de humo se parecen ahora a globos, puestos en fila y atados al horizonte por cortos hilos. Cuento quince de ellos.
Con forzada voz impersonal dice el comandante:
—Tenemos que ocuparnos de la seguridad.
—Encárguese de eso personalmente. Puede ser de utilidad para la noche, saber con qué seguridad contamos.
De inmediato, el primer oficial cambia el curso hacia babor. El comandante aconseja con severidad:
—¡Cuidado, señores! ¡Hasta que llegue la oscuridad pueden sorprendernos muchas veces!
Lo pinta todo de negro. Pero yo estoy convencido de que, en el fondo, el viejo está seguro. Es la superstición de siempre: no llamar al diablo.
Según los comunicados del Mando, son cinco los submarinos abocados a la persecución del convoy. Cinco... toda una horda. Del informe posicional de Flechsig deducimos que por lo menos él tiene que haber entrado ya en la noche: está bastante más al este que nosotros.
El primer oficial está sentado en el habitáculo de los oficiales. Muestra claros signos de nerviosismo. Sus labios se mueven sin pronunciar palabra alguna. Seguramente está diciendo su «Oración antes de la Batalla», el discurso del Mando para el arma torpedera. Como el submarino no efectuó un solo disparo en su viaje anterior, es éste el primer ataque de que participará. Es seguro que, aunque no sea más que por un tiempo, nos salvamos de su máquina de escribir.
En la central me encuentro con el ingeniero. Se hace el sereno, pero por dentro está hecho un fuego. Lo observo sin decir palabra, pero con una sonrisa demostrativa. Por fin monta en cólera y me pregunta qué veo en él de interesante.
—¡Vamos, vamos! —dice el viejo, que aparece de repente en la central.
—¡Ojalá aguanten los escapes! —manifiesta el ingeniero —¡El de babor tiene ya una avería!
Pocas horas atrás, Johann me contaba una historia:
—En UZ, una vez se nos rompió el escape de una diesel. ¡Dios mío, qué regalo!
¡Todos los gases entraban en la sala de máquinas! ¡No se podía ver una mano puesta delante de los ojos! ¡Tuvimos que salir del habitáculo para volver a entrar con las máscaras puestas! Dos fogoneros se cayeron, descompuestos. El viejo en persona tuvo que bajar. Nos preguntábamos qué hacer, si dejar escapar al enemigo que estábamos persiguiendo o aguantarnos la sala llena de gas. ¡Aguantamos tres horas!