Submarino (34 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

—¡Eso suena como una crítica al Mando! —se entromete el ingeniero.

—¡Este es un típico caso de falta de aprovechamiento de fuerzas defensivas! — opina el viejo, mientras sigue el ingeniero:

—¡Deberían poner las cabezas inteligentes en su justo lugar; sacar a todos esos troncos y allí ponerlo a usted, en el Comando, para que por fin se haga algo!

—¡Y al ingeniero habría que ponerlo en el Museo Alemán! —alcanzo a gritarle, antes de que desaparezca hacia la central.

Sábado
. Es temprano todavía, las seis y cuarenta de la mañana; a babor, hacia la popa, se informa la aparición de un objeto flotante. La fuerza del viento es ocho a nueve, la marea ocho. La visibilidad es miserable. Es realmente un milagro que el vigía haya distinguido ese barco tan temprano, en medio de esa salsa marrón y monótona. Es sin lugar a dudas un navegante solitario, bandeando fuertemente.

Tenemos suerte: estamos en buena posición respecto a esa sombra gris oscura que sólo de vez en cuando aparece detrás de las olas espumeantes, para en seguida esfumarse durante largos minutos como embrujada.

—¡Creo que éste se considera más rápido de lo que es! ¡A lo sumo debe de hacer catorce millas! ¡Tendría que girar aflora bruscamente hacia la izquierda, si quiere escaparse de nosotros! —dice el viejo—. ¡Nos acercaremos un poco más... de todas maneras no nos puede ver, contra las nubes!

Diez minutos después, el comandante ordena que nos sumerjamos. La guardia de los torpedos se aposta detrás de sus puestos de combate.

Todas son órdenes. Para las máquinas. Para los timones. Y por fin:

—¡Torpedos uno y tres preparados!

—¿Cómo pretende disparar el comandante con esta marea? Seguramente la contraseña del momento es poner todo a una sola carta... tener éxito por lo menos una vez, a toda costa.

El comandante en persona es quien da los valores para disparar. No hay en su voz ni un dejo de intranquilidad:

—Velocidad del enemigo, catorce. Posición, cien. Distancia, mil metros.

El primer oficial informa que los tubos de los torpedos están preparados. Tampoco en su voz hay signos de alteración. Pero de pronto, el viejo pierde los estribos. A gritos e insultando a medio mundo hace aminorar la marcha. Seguramente el periscopio vibra demasiado, navegando a alta velocidad.

El motor del periscopio zumba y zumba; solamente ahora deja de oírse por breves instantes. El viejo pone lo mejor de sí para mantener al enemigo en la mira, a pesar del mar picado. Creo que está sacando el espárrago más arriba todavía. Es que con este mar no es mucho lo que arriesga. ¿Quién en ese vapor podría imaginar que con este temporal hay en las cercanías un submarino preparándose para atacar? La experiencia y la escuela lo dicen bien claro: con este tiempo es imposible para un submarino usar sus armas. Sólo podemos andar a tropezones por el mar.

El comandante nos informa:

—Tiene alrededor de diez mil toneladas... y un gran cañón. ¡Maldita agua!

—¡Así no va a pasar nada! —le oímos gritar de repente—. ¡Subir a la superficie!

El ingeniero reacciona sin pérdida de tiempo. La primera ola que nos golpea me hace caer en medio de la central; me agarro de la caja de cartas marinas.

El comandante me llama al puente.

El mar está realmente furioso; alrededor de nosotros sólo se ven cortinas de agua, altas, profundas, de un color gris oscuro. Ni señales del vapor. Ha desaparecido en medio de tantas curvas.

—¡Cuidado! —me advierte el comandante ante otra ola enorme, verde botella.

Una vez que el peligro hubo pasado, me grita en la cara:

—¡No puede habernos avistado!

Ordena tomar rumbo de modo que crucemos la dirección en que marcha el vapor. Tenemos que emplear una alta velocidad, en sentido contrario a las olas. Nuestros rostros sufren los latigazos del agua. Lo soporto unos diez minutos más hasta que, aprovechando otro embate del mar, desaparezco en el interior de la embarcación. El ingeniero debe hacer evacuar el agua a cada instante.

—¡Esto no tiene sentido! —dice un rato más tarde—. ¡Seguro que se escapó!

A pesar de la ducha que recibimos desde arriba, me animo a mirar hacia la torre. El pequeño Benjamín es el timonel. Es un buen hombre... y ahora tiene que mostrar todas sus habilidades, manteniendo el curso que se le ordenó. Aun sin ver las olas que nos arrollan siento cómo la proa se desvía a cada momento de su rumbo. La escotilla está nuevamente bien cerrada. La única comunicación que nos queda con el puente es el tubo para hablar.

El viejo vuelve a ordenar que nos sumerjamos, para poder escuchar bajo el agua. No lo quiere dar por perdido. Y el sonar tiene ahora mayor alcance que la visibilidad.

Empapados, con los rostros enrojecidos como cangrejos, regresan los que estaban de guardia en el puente.

Bajamos a cuarenta metros de profundidad. En el submarino se hace el mayor silencio. Solamente sigue gorgoteando el agua de la bodega: las olas profundas siguen meciéndonos. Todos, salvo ambos vigías del puente, ahora sentados a los timones de profundidad, observan al escucha. Pero, aunque éste se desespere moviendo su dial, nada encuentra. El viejo da una orden perentoria:

—¡Virar a sesenta grados!

Media hora después volvemos a emerger. ¿Se rinde el viejo? Subo al puente junto con la guardia del oficial navegante. El comandante se queda abajo.

Sólo los náufragos han podido ver las olas de la tormenta tal como se nos presentan ahora. El submarino está tan a flor de agua y tan bañado por la espuma que parecemos ir a la deriva, sobre una balsa.

—¡Qué moledora de huesos! —grita el oficial navegante—. ¡Cuidado ahora! —No puede seguir hablando, porque delante de nosotros se yergue una ola inmensa. Me apoyo en la defensa y aprieto mi mandíbula contra el pecho: el golpe me llega sobre la espalda y se diluye entre las piernas.

Aún se está escurriendo el agua cuando el navegante prosigue su conversación:

—¡...Wachter se quebró una vez tres costillas... al rompérsele el cinturón de seguridad... cayó hacia la popa... y tuvo suerte, dentro de todo!

Tres olas después coge el cabo del tubo de comunicación y grita:

—¡Al comandante: no hay más visibilidad!

El comandante se pone en razón y nuevamente ordena sumergirnos; otra vez a escuchar atentamente. Y otra vez nada.

¿Vale la pena arrancarse del cuerpo la ropa mojada? Los timoneles de profundidad llevan incluso sus
Südwesters
. Media hora después ya se ve que estaban en lo cierto: el comandante vuelve a ordenar que subamos a la superficie.

—Ahora nos queda una sola oportunidad, si él pega un giro lo suficientemente grande... y nosotros también —dice el viejo.

Durante media hora se queda simplemente ahí sentado, con las cejas enarcadas y los párpados cerrados. De pronto se incorpora de un salto. Me sorprendo de tal forma que doy un respingo. Tiene que haber oído algún ruido en el puente. Antes de que desde arriba llegue la información de que el vapor ha sido avistado, el viejo ya está mirando a través de la escotilla.

Otra vez alarma. Inmersión.

Yo paso a la central y el viejo se queda en la torre, sentado detrás del ocular.

Contengo la respiración. En los momentos en que deja de escucharse el ruido del mar, realmente excepcionales, se reemplaza el silencio con las voces de los hombres, que lanzan un denuesto tras otro. El viejo vuelve a plantearse su problema de siempre: ¿Cómo mantener el vapor en el ocular con este mar violento?

—¡Ahí está!

El grito repentino me hace pegar un salto. Estamos de pie, bien agarrados o enganchados a algún elemento fijo. Durante un par de minutos tratamos incluso de no respirar; pero desde arriba no nos llega nada más.

De pronto se oye al viejo gritar una protesta: se queja de no poder ver. A los insultos les siguen órdenes para los timoneles. Y ahora... no puedo dar crédito a mis oídos... ordena poner ambas máquinas eléctricas a máxima velocidad. ¿Con este tiempo?

Pasan tres o cuatro minutos más. Desde arriba se oye:

—¡Rápido a sesenta metros!

Nos miramos. El marinero de la central se muestra completamente inseguro de sí mismo.

¿Qué quiere decir esto?

Es el viejo quien se encarga de contestárnoslo. Mientras baja nos aclara:

—¡Increíble... nos vieron! El vapor dio vuelta directamente hacia aquí. Nos quiso encerrar. ¡Imbécil! ¡Imposible de creer!

El viejo trata de dominarse... mas sin éxito. Furiosamente arroja un guante al suelo:

—¡Maldita tormenta! ¡Mil veces maldita!

Tanto hace que queda sin respiración; se sienta sobre la caja de mapas, se acomoda y cae en apatía.

Inhibido, quedo de pie sin saber qué hacer. Solamente pienso en el favor de no volver enseguida a la superficie, no ser otra vez la pelota en el juego del oleaje.

Tengo un miedo continuo ante el martirio que significa la constante tensión muscular, la tortura acústica, el interminable alboroto de las olas.

—¡Se fue al tacho! —le oigo decir a Dorian.

Domingo
. Navegamos bajo la superficie. Seguramente la tripulación desea en secreto que haya mala visibilidad, porque mala visibilidad significa inmersión. E inmersión significa tranquilidad.

Nos hemos convertido en viejos hombres cuarteados por la vida. Robinsones medio muertos de hambre... y eso que tenemos suficiente para comer. Pero nadie tiene ganas de tocar siquiera el alimento.

Los maquinistas son quienes más sufren esta situación. Ya no tienen contacto con el aire libre. Hace más de catorce días que una parte de la cubierta, nuestro «jardín de invierno», no puede ser usada. El comandante ha dado permiso para fumar en la torre, pero el primero que trató de encender un cigarrillo notó inmediatamente la imposibilidad de mantener la llama del fósforo: la corriente de aire allí es muy fuente, porque es por donde pasa el aire que absorben las máquinas diesel.

Hasta Frenssen enmudeció. Incluso las noches de canto y juego en la proa han dejado de ser una costumbre.

Solamente los timones y el habitáculo del escucha se mantienen ocupados. El marinero de la central y sus dos ayudantes tienen guardia. Lo mismo que el personal de las máquinas eléctricas.

Alguna máquina está zumbando. Hace rato que ha dejado de preocuparme cuál es. El submarino navega a cinco nudos. Mucho menos que un ciclista y, sin embargo, mucho más que lo que haríamos sobre la superficie.

Nuestra falta de éxitos se hace sentir en el viejo. Día a día se le nota más pensativo. Dicharachero, o siquiera sociable, no fue nunca, pero ahora ya no se le puede hablar. Está tan deprimido que parece que los fracasos de toda el Arma descansaran sobre sus hombros.

La humedad en el submarino parece crecer cada día un poco más.

Es una gran época para el moho: ya ha llegado a mis camisas de repuesto. Se trata de una especie distinta, que no crece tan alta como la que se desarrolla sobre los chorizos, sino que forma en cambio grandes manchas verdes y oscuras. También atacó el cuero de los zapatos; verdosos ahora; hasta las colchonetas en los camastros huelen a humedad; seguramente se enmohecen desde adentro. Si un día no me pongo las botas de mar, a la mañana siguiente aparecen gris verdosas, debido a la mezcla de moho y sal.

Lunes
. O estoy completamente confundido, o durante la noche el temporal ha cedido en un par de grados.

—Es lo más lógico —dice el viejo durante el desayuno—, no hay razón para alegrarse. Incluso puede suceder que hayamos entrado en una zona neutra del temporal, el núcleo del ciclón. Pero entonces recomenzará el baile dentro de muy poco... por así decirlo, cuando estemos del otro lado.

Si bien las olas son tan grandes como en los días anteriores, los vigías ya no reciben de continuo esos latigazos en la cara. Hasta pueden intentar de vez en cuando mirar a través de los binóculos.

Navegamos con la escotilla de la torre abierta. Sólo rara vez se cuela algo de agua en la bañera y de allí pasa a la central, pero no más de lo que la bomba puede echar afuera con solamente un cuarto de hora de trabajo de vez en cuando. El lloriqueo del alambre radiotelefónico ha cesado también.

Da la impresión de que el mar es empujado por enormes fuerzas eruptivas, por cientos y cientos de volcanes activos que desde la profundidad arrojan el agua hacia arriba para luego dejarla caer.

La marea hace que la gente que trabaja en el interior del submarino no note diferencia alguna con el día que pasó. La noticia de que el temporal ha amainado algo es para ellos una comunicación abstracta: el submarino salta igual que antes y recibe tantos embates como en días anteriores.

Martes
. Ya no necesito buscar un lugar de donde agarrarme para caminar hasta la central; tampoco necesitamos las tablillas de contención en la mesa para comer, ni tenemos que mantener las fuentes en equilibrio sobre nuestras piernas. Por fin hacemos una comida decente: tocino con patatas y repollo. Siento cómo me renace el apetito a medida que mastico.

Después del cambio de guardia, por la noche, se oye en el habitáculo de proa una pedorrera impresionante: ¡el repollo! Wichmann es el que más maña se da en este arte.

El Berlinés no le va en zaga. Los demás observan, entre divertidamente admirados y ofendidos. Solamente Kleinschmidt se enoja:

—¡Ponte un corcho en el culo, cerdo asqueroso!

Como es imposible pensar en dormir con este olor, me levanto del camastro.

La imagen del cielo a través de la escotilla de la torre es apenas un poco más clara que el marco de la propia escotilla. Espero alrededor de diez minutos, apoyado en el escritorio del navegante. Por fin me decido:

—¡Permiso para subir!

—¡Sí! —me contestan: es la voz del segundo oficial. Mis ojos se han acostumbrado ya a la oscuridad, en la central, así que inmediatamente reconozco a los vigías.

¡Bommtchichibummm!, resuenan las olas contra la pared del submarino. Entre dos golpes, un silbido y un ruido sordo. Tiras de espuma titilan hacia los costados y se pierden detrás de la popa.

Me apoyo en la defensa. Una y otra vez suenan los embates contra el submarino. Una y otra vez se rompe una ola contra la proa... el cable de comunicaciones silba entonces su macabra melodía.

Hacia un lado, una estrella solitaria se refleja ida y vuelta sobre las olas. Me pongo de puntillas, hasta que alcanzo a ver toda la proa. A lo largo del submarino el agua adquiere una coloración verdosa, como si recibiera otra iluminación desde adentro. Las formas del submarino se distinguen así del resto que queda a oscuras.

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