Authors: Lothar-Günther Buchheim
Y ahora la chaqueta igualmente engomada. Me aprieta las axilas, me puse dos pullóveres. Dicen que en la cubierta está haciendo mucho frío. Lo cual sería bastante lógico, porque estamos en noviembre y muy al Norte. Tendría que orientarme nuevamente en la carta marina. Debemos de estar alrededor de los sesenta grados, creo. Quizá no estemos tan lejos de Islandia. ¡Pensar que teníamos que poner proa a Lisboa!
Falta aún el
Südwester
. También este gorro está totalmente mojado por dentro.
Al contacto con el frío tiemblo. Las cintas están anudadas, y los nudos tan hinchados por el agua que se me hace imposible desatarlos.
El comandante deja de jugar a redactar poesías en telegrama. Se incorpora y se estira; me ve trabajar con las cintas y apunta:
—¡Es difícil la vida en el mar!, ¿no es cierto? —pero en seguida se interrumpe, porque una nueva embestida del agua lo obliga a sostenerse para no caer.
Todo lo que cuelga se separa de la vertical. Un par de botas resbalan de una pared a la otra. Consigo pasar elegantemente por la compuerta, pero ya en la central me toma desprevenido el vaivén de respuesta. No consigo agarrarme de algún objeto fijo y, perdiendo definitivamente el equilibrio, caigo sentado en el suelo. El viejo entona su tonta cancioncilla:
—¡
Ten cuidado, mi amor, nunca pierdasel equilibrio
!
Debe tratarse de un viejo tema en boga antes de mi época.
El habitáculo vuelve a inclinarse, esta vez hacia babor. Vuelo contra la instalación de la brújula, pero al fin consigo agarrarme de la escalerilla que da a la torre. El viejo asegura que una vez vio bailar una rumba cubana casi tan bien como yo acabo de hacerlo.
Es que el viejo, hay que reconocerlo, ya le ha tomado la mano a estas cosas; en cuanto se bambolea, ya ve a través del rabillo del ojo un lugar donde caer suavemente. Su cuerpo parece absorber los movimientos del barco, y así puede llegar a sentarse sin dificultad con ayuda del mismo submarino. Por lo general mira en seguida a su alrededor, como haciendo ver que en ese momento no tenía en la cabeza otra cosa que la intención de sentarse ahí donde aterrizó.
El segundo oficial llega desde arriba, chorreando. Una buena cantidad de agua entra detrás de él. Sin aliento, nos informa:
—¡Hemos visto a un pez sobrevolando la defensa... justo por encima! ¡A babor había una ola vertical, y de pronto el animal saltó de ahí! ¡Es para no creerlo!
Me coloco el cinturón de seguridad, para las agarraderas, y subo. En la torre está oscuro; sólo las cifras de los instrumentos del timonel están torpemente iluminadas. Siento que el agua gorgotea en el puente. Aguardo a que el gorgoteo finalice y, lo más rápido que puedo, abro la escotilla, salgo y la cierro nuevamente.
¡Listo! Pero ya tengo que apresurarme a buscar refugio detrás de la protección de metal, junto a los demás. La ola me golpea en la espalda, y pequeños ríos descienden por mis piernas. Antes de que las olas me puedan envolver consigo engancharme con la anilla de mi cinturón, para hacerme fuerte entre la columna del periscopio y la pared del puente.
Ahora puedo dedicarme a mirar por encima de la defensa. ¡Dios mío, esto ya no se puede llamar paisaje marítimo! Mis ojos se posan sobre una superficie nevada, blanquecina y gris a un tiempo, opaca, de cuyas lomas el viento arranca la espuma. Todo tiembla. A través del blanco corren grietas oscuras, bandas negras que, al tiritar, forman constantemente nuevas figuras. Ya no hay nubes en el cielo; es un plato gris, sobrevolando muy bajo el desierto gris y blanco.
El aire es una niebla de agua salada en vuelo. Una niebla poderosa, que enrojece los ojos, endurece las manos y roba el calor de todo el cuerpo.
La barriga redondeada de nuestra cámara de inmersión a babor, se libera de la espuma que la rodea; la ola que nos levantó hace apenas un momento vuelve a las profundidades, y nosotros caemos a babor; nos inclinamos hacia la vertical otra vez más.
Entretanto pequeñas olas lamen el submarino en forma ininterrumpida. Son de un color gris claro, pero se visten a cada instante de espuma. Directamente por delante de la embarcación el agua comienza a abrirse; el hueco se llena bien pronto, y en seguida nos golpea el mar con toda su fuerza.
—¡Atención, cero! —grita el oficial navegante. Un geiser se eleva por encima de la torre... ya cae encima de nosotros. Un puñetazo en las espaldas, e inmediatamente el golpe desde abajo; hasta la panza. El puente temblequea. El submarino cimbra. La proa, finalmente, consigue escapar del abrazo de la ola. Se vuelve a oír al oficial:
—¡Cuidado! ¡Nos puede barrer fácilmente de aquí arriba!
Por unos segundos, el submarino navega lentamente como por un valle de agua. Las montañas a nuestro alrededor tienen picos blancos. Ya nos elevamos nuevamente, el panorama se agranda a nuestra vista. Hasta que estamos arriba del todo, sobre la cresta de las olas, sobre la espuma: parece que estuviéramos en un faro, observándolo todo: éste no es nuestro viejo Atlántico, negroverdoso; es el mar de un planeta que aún se debate entre los temblores de la creación.
La guardia sobre el puente ha sido acortada a la mitad del tiempo. Así y todo no se aguanta. Dos horas después de estar agachándose, mirando y agachándose de nuevo cualquiera se agota. Yo me pongo contento porque al ser reemplazado todavía puedo mover mis huesos para regresar al interior de la embarcación. Nadie soportaría hacer en estas circunstancias una guardia de cuatro horas.
Estoy tan cansado que desearía quedarme tirado en medio de la central, aun con la ropa mojada puesta. Lo que sucede a mi alrededor me llega como desde lejos, sordamente, como a través de la niebla.
Mis párpados deben de estar inflamados, porque siento cada abrir y cerrar de ojos. Lo mejor sería mantenerlos cerrados, desplomarse y separar los miembros lo más posible. Aquí mismo, en la central. Pero mi conciencia parece funcionar, aunque sea a medias. Me hace caminar hacia la popa. Al levantar la pierna derecha, para pasar por la compuerta, podría gritar de dolor. ¡Cielos, estoy liquidado!
Sólo con grandes pausas para respirar consigo desvestirme. Una y otra vez tengo que morderme los labios para no chillar. Pero lo peor es la gimnasia: hay que subir hasta el camastro... y aquí no hay escaleras como en los trenes. Por fin consigo darme el último empujón, con el pie izquierdo. Cuando llego a la posición horizontal tengo lágrimas en los ojos.
¡Una semana de temporal ya! ¿Cuánto va a durar esto? Es increíble, pero nuestros cuerpos lo soportan perfectamente: ni reumatismo, ni ciática, ni lumbago, ni escorbuto, ni diarrea, ni cólicos, ni gastritis, ni grandes inflamaciones. Todos estamos en un inmejorable estado de salud.
Viernes
. Hoy es un día que pasa así, entre no hacer nada y hacer lo imposible por leer a desgana. Estoy recostado en mi cucheta. Desde la central me llega el ruido del agua que se filtra de arriba. Seguramente la escotilla está cerrada, pero no asegurada: así es que, cuando la bañera de la torre se llena, el agua llega hasta abajo.
El oficial navegante viene desde la proa y nos cuenta que a uno de sus hombres le cayó mal el baile: está sentado sobre el suelo y vomita y vomita...
Para mi asombro acompaña su relato con una pantomima. Nos dice también que un fogonero diesel ha hecho un descubrimiento que se las trae. Con un cordón se colgó al cuello una lata de conservas vacía. Tres más siguieron ya su ejemplo, y andan por ahí con las «latas para vomitar».
No puedo estar cinco minutos en la misma posición. Con la mano izquierda me agarro del elástico de la cucheta y balanceo mi cuerpo de manera que quedo con la espalda apoyada contra el muro. Pero pronto comienzo a sentir el frío del metal, que horada la madera de la pared; hasta mi mano siente el frío del elástico.
Se abre la compuerta que da a la cocina. De inmediato siento la presión en los oídos; todos los ruidos se alejan de mí. Sucede que las tomas de aire para las máquinas diesel han quedado ahora bajo el agua y como los diesel no reciben más aire lo toman del interior de la nave. Aumento de presión, descenso de presión. Tímpanos afuera, tímpanos adentro. Y así hay que dormir... Me recuesto boca abajo y alargo el brazo izquierdo para tener mayor sustentación. No pasa mucho tiempo y un fogonero que acaba de ser relevado tropieza con todo el peso de su cuerpo contra mi brazo.
—¡Ay!
—¿Qué pasó? ¡Ah ! ¡Perdón!
La cucheta, que al principio me parecía tan estrecha, me es ahora demasiado ancha. Ensayo un montón de posiciones, pero no encuentro la deseada. Por fin me quedo otra vez de barriga y abro las piernas como un luchador en el ring. Ni pensar en dormir.
Horas más tarde, se me ocurre poner la almohada entre mi cuerpo y el elástico. Pruebo a lo ancho, pero no va; a lo largo sí. Ahora estoy aprisionado entre la pared de madera y la almohada.
Me veo como la litografía de un atlas de anatomía, lleno de rayas rojas. Una bonita posición, y sobre cada grupo muscular una cifra. Aplicación práctica de los cursos de anatomía. Por lo menos sé ahora cómo se llama el músculo que me duele en este momento. En otras oportunidades llevo estos paquetes fibrosos conmigo, sobre el esqueleto, y hasta me producen placer. Se contraen y vuelven a distenderse, una instalación funcional e independiente, bien puesta, que trabaja sin ningún problema. Pero ahora se niega a responder, se rebela, manda señales de alarma: aquí una punzada, allí un dolor punzante. Muchas partes de mi aparato locomotor se dan a conocer ahora, las siento por primera vez en mi vida. Por ejemplo, los músculos cutáneos para los movimientos de la cabeza; o el
psoas
, para el movimiento de las piernas en la articulación de la cadera. Los que menos dificultades me traen son los bíceps: están entrenados. Pero ya en el pectoral comienza la cosa: tengo que haber dormido muy contraído, ¿cómo, si no, me duele tanto?
Sábado
. Anoto en mi cuaderno azul escolar: «Sin sentido... bailoteamos en medio del Atlántico. Ni rastros del enemigo. Tengo la sensación de que somos el único barco que existe. Olor a bodega y a vómito. El comandante encuentra que el tiempo es de lo más normal. Y habla como un viejo marino del Cabo de Hornos».
Domingo
. La diaria inmersión de prueba, que siempre consideramos una carga, es ahora una bendición. Extrañamos verdaderamente la distensión muscular que nos produce. Estirarse, ponerse cómodo, respirar hondo de una vez, no tener que sostenerse de lo primero que hay a mano, sino estar de pie, libres, relajados.
El ritual empieza con la orden «Prepararse para la inmersión». La siguiente es «Prepararse para echar el aire». El ingeniero ya está de pie detrás de ambos timones de profundidad. Los ayudantes de la central, al lado de las aireaciones de los tanques de inmersión, informan:
—¡Uno! ¡Tres a ambos lados! ¡Cinco!
El ingeniero grita en dirección a la torre:
—¡Aire afuera!
—¡Sumergirse! —llega desde arriba la voz del segundo oficial.
—¡Sumergirse! —repite el ingeniero. Los ayudantes de la central abren las aireaciones.
—¡Adelante completamente hacia abajo! ¡A popa la mitad! —ordena el ingeniero a los timoneles. La última palabra debe ser dicha en voz mucho más alta, para tapar el ruido que produce el agua al entrar en las celdas de inmersión. En vez del fragor de las olas oímos ahora, a quince metros de profundidad, el aliento del aire a presión y en seguida el grito del agua que se mueve en las celdas.
El indicador del manómetro se inmoviliza en los treinta y cinco metros. El submarino está casi horizontal, pero aún se mueve lo suficiente como para que un lápiz apoyado en la mesa de cartografía ruede hacia uno y otro lado.
El ingeniero ordena ahora volver a cerrar las salidas de aire, y el comandante, por su parte, manda que nos quedemos a cuarenta y cinco metros. Pero tampoco a esta profundidad se tranquiliza el submarino. El viejo toma su lugar, habitual, con la espalda contra la columna del periscopio.
—¡A cincuenta metros, entonces! —y poco después—: ¡Bueno, ahora sí que tenemos paz!
¡Qué gloria! Se ha acabado la tortura. Y según les oigo decir al ingeniero y al comandante, esta vez la inmersión durará por lo menos una hora.
Todavía tengo en los oídos el ruido del mar, allá arriba. Es como si una gran caracola estuviese contra mi oreja. Lentamente se serenan las cosas dentro de mi cráneo alborotado.
¡Ahora, a no perder un solo minuto! ¡Directo a la cucheta! ¡Señor, estos dolores! Mi cuerpo está muy pesado; pongo los brazos a los lados del cuerpo, con las palmas hacia abajo. Puedo ver más allá de mi mandíbula como se mueve mi tórax, hacia arriba y abajo. Mis ojos arden todavía, a pesar de que hoy no he estado en cubierta... es que no son ojos de pescado, no están preparados para recibir tanta agua salada. Me mojo los labios con la lengua, y entre los dientes siento el sabor de la sal. Quizás actualmente todo mi cuerpo sea una reserva de sal. Carne salada, ¡ah, quién tuviera un poco de tocino! ¡Notable! No bien pienso en comida, mi estómago comienza a llamar... ¿Cuánto hace que no como nada?
Estoy bien aquí, sobre mi cucheta. Nunca me imaginé que estar acostado pudiera ser una cosa tan maravillosa. Me aliso como una madera, y cada centímetro cuadrado de mi cuerpo siente la colchoneta bajo la espalda. Incluso contra la parte posterior de mi cabeza, el interior de mis brazos, las palmas de mis manos. Y ahora estiro los dedos de mi pie derecho, y los del izquierdo también. Ahora le toca a la pierna derecha, y después a la izquierda. Siento que crezco, cada vez soy más largo.
El altavoz suena como si del otro lado frieran grasa y en seguida comienza a llenar el ambiente una melodía en francés; es el disco que el viejo trajo abordo.
Seguramente no le viene de su dama, la de la tinta verde. De dónde lo sacó en realidad no puedo saberlo, solamente lo sospecho.
Ahí viene Isenberg a decirme que ya está la comida.
—¿Ya?
Me entero de que el viejo ha adelantado en una hora el almuerzo para que podamos disfrutarlo en paz.
En seguida comienzan los problemas digestivos: comer tranquilo está muy bien... pero ¿qué haremos con los restos, horas después, si tenemos que desprendernos de ellos en medio de la barahúnda?
El viejo no parece preocuparse por eso. Se echa al garguero grandes cantidades de carne de cerdo en gelatina, con mucha mostaza; estos manjares se acompañan con pepinos, cebollines y pan enlatado. El primer oficial elige los trozos más ricos, y deja lo demás al borde de su plato; la tarea le causa desagrado; se le nota en el rostro.