Authors: Lothar-Günther Buchheim
Oigo al primer oficial comunicar en voz alta el ángulo de disparo. Parece que el viejo de nuevo quiere hacer una de sus pruebas. Una y otra vez el primer oficial imparte órdenes en tono monocorde. El viejo no suelta palabra.
El viento nos trae la frescura matinal, y de pronto aparece en el Este, desde 1o más profundo, el borde superior de la esfera solar. Líneas serpenteantes tiñen de rojo el agua. Yo tengo poco tiempo para solazarme con esa visión, ya que debo vigilar muy bien cualquier indicio extraño: esta iluminación es única para mimetizar un avión enemigo. Es lo suficientemente clara como para que nos reconozcan sobre el contraste que ahora ofrece el agua, y lo suficientemente oscura como para que nosotros no los divisemos a tiempo.
¡Malditas gaviotas! Acaban con los nervios de cualquiera. Me alegro de no tener que vigilar el sector de sol.
El primer oficial sigue dando instrucciones. Desde abajo le contestan.
El mar ha despertado por completo. Relampagueantes, las pequeñas olas reciben la luz del día. En el cielo se suceden el amarillo rojizo, el amarillo y el verde pálido. Los gases de los diesel se elevan con su color azulado hasta un par de nubes débilmente rosadas. El agua, a popa, se encarga de revolver miles de veces los rayos del sol. Mi vecino gira su rostro hacia mí, y lo veo también coloreado, por la luz del ambiente.
De pronto descubro en el brillo de las olas, a lo lejos, un montón de puntos negros... Ya no están. ¿Qué era eso?
El vigía de popa, a babor, también ha visto los puntos. ¡Delfines!
Se nos acercan como torpedos defectuosamente guiados, disparados medio por el agua y medio por el aire. Algunos de ellos han notado la presencia del submarino y, como movidos por una señal, vienen hacia nosotros. Ya los tenemos a ambos lados de la embarcación. Tienen que ser varias docenas. Sus panzas brillan con un verde claro a cada salto; inmediatamente, las aletas verticales de sus dorsos cortan el agua como la proa de un barco. No tienen problema alguno en mantener nuestra velocidad. Para ellos no se trata de nadar, sino simplemente de un ligero curvarse y saltar. Da la impresión de que el agua no les ofrece ninguna resistencia. Repetidamente tengo que advertirme: «¡No mirar, vigilar el sector!» Las nubes, obligadas por el viento, se van comprimiendo; el cielo pierde colorido. La luz viene ahora desde arriba a través de los resquicios que le deja una inmensa calle horizontal y láctea. Los movimientos del submarino se hacen más acentuados; el viento vuelve a salpicarnos con agua de mar.
Los delfines se separan poco a poco de nosotros.
Después de la guardia, parece como si mis ojos se salieran de sus cuencas: poseen tentáculos. Con la palma de la mano me aprieto los globos oculares; creo sentir que ellos vuelven realmente a su lugar.
Es con mucho trabajo que comienzo a mover mis miembros paralizados, al salir de mi cobertura aceitosa y dirigirme hacia el camastro.
En el habitáculo hace demasiado calor. Pronto la frente se me llena de sudor; retiro las mantas. Por las rendijas de la cortinilla se filtra luz sobre mi rostro. La música de los altavoces se oye alejada. El sonido emitido por los diesel ya no lo considero ruido, sino parte integrante del aire. Desde afuera llegan los golpes de las olas, unas veces sordos, como sobre el parche de un tambor mal ajustado, otras veces agudos, como sobre recipientes de hojalata. Las voces de la central parecen provenir de mucho más lejos.
Falta una hora para el cambio de guardia. Por enésima vez mis ojos recorren las paredes que circundan mi camastro.
¡La campana de alarma me hace pegar un salto!
Me tiro de la cucheta y ya estoy gateando en el suelo incluso antes de que mi cerebro comience a trabajar: el oficial navegante tiene guardia. ¿Qué puede haber pasado?
Al querer ponerme las botas el habitáculo se llena de bruscos movimientos.
Desde la cocina se filtra un humo azulado. Llega un fogonero; con forzada indiferencia en la voz pregunta:
—¿Qué pasó?
Nadie sabe. El submarino sigue todavía en su posición horizontal. ¿Cómo es eso? ¿Alarma y todavía horizontales?
—¡Falsa alarma! ¡Falsa alarma! —se oye ahora por el altavoz; en seguida desde la central corroboran la comunicación.
—¿Qué? ¿Cómo?
—¡Un marinero conectó la campana de alarma por equivocación!
—¡Carajo!
—¿Quién fue el imbécil?
—¡Markus!
Por un rato sólo se oye el silencio, pero de pronto todos parecen incendiados por la ira:
—¡Podría arrojar a ese cerdo imbécil sin miramiento por la borda!
—¡Qué mierda!
—¡Qué gran imbécil!
—¿Siempre tienes que agregar uno de tus insultos de colección?
—Lo mismo me dice mi chica...
—¡Cierra tu bocaza!
—A un tonto como tú sólo deberían usarlo de lombriz de pesca.
—...Siempre que sea para pesca mayor.
En el aire se huele una pelea.
El oficial navegante está fuera de sí. Pero no dice una sola palabra. Sólo sus ojos relampaguean coléricos.
Por suerte para él, el marinero está sentado en la torre. También el ingeniero tiene aspecto de querer despedazarlo.
Yo ya estoy de vuelta en mi camastro, y aún siguen los marineros en sus manifestaciones de enojo.
—¡Torpe! ¡Lo voy a hacer papilla!
—¿Es que no pudo poner un poco más de cuidado?
—¡En verdad, no sé si sobrevivirá!
Todavía unas protestas más, bostezos y ruidos varios; luego el sueño.
La política no se toca entre los oficiales. Tampoco en sus conversaciones conmigo deja entrever el viejo algo más que una sonrisa cínica, no bien entramos en el terreno de lo político. Las preguntas acerca del sentido y las oportunidades de la guerra son absolutamente tabú. Sin embargo, no hay ninguna duda de que los prolongados silencios meditativos del viejo se deben a dichos interrogantes, y no a sus problemas personales.
El viejo se presenta camuflado. Sólo muy de vez en cuando entreabre una pequeña rendija hacia su pensamiento y se atreve a dar una ambigua opinión, dejando entrever por un momento su verdadero pensamiento.
Sobre todo cuando está enfadado, y las comunicaciones por radio tienen casi siempre la virtud de enojarlo, deja ver claramente su rechazo por la propaganda nazi.
La carga de los barcos hundidos, tan importante para el enemigo, quizás aún más que los barcos mismos, no le interesa al comandante. El corazón del viejo vibra con los barcos. Ellos son para él seres vivos con corazones mecánicos y regulares. Lo peor para él es tener que destruir naves.
Muchas veces me pregunto cómo hace el viejo para llegar a un equilibrio interior. Según parece redujo todos los problemas a un común denominador: atacar para no morir. Pero creo que en el fondo solamente desea estar tranquilo.
A veces me dan ganas de sacarlo de su reserva, preguntándole por ejemplo si no será todo una loca ilusión. Si no es fantasioso vivir con la certeza de que «cumplir órdenes» puede reemplazar a la duda. Pero el viejo se me escapa todas las veces con habilidad. Conozco su opinión ante todo por sus arranques de rechazo y de alegría.
Ya en muchas oportunidades se ha trenzado en discusiones con el primer oficial y con el nuevo ingeniero.
La sola pose pedante del primer oficial al sentarse irrita al viejo; también le molestan su limpieza ostensiva, sus modales en la mesa, cuando toma el cuchillo y el tenedor como instrumentos de disección; con cada sardina parece querer hacer una autopsia; con sumo cuidado saca primero las espinas, dedicándose en seguida a retirar la piel; no queda de ella ningún reato. El viejo observa la pieza, pero se muerde para no hablar.
El nuevo ingeniero le gusta al viejo tan poco como el primer oficial. Lo que parece soportar menos en él es su sonrisa vulgar y su desparpajo.
—Con el segundo ingeniero no pasa nada, ¿verdad? —averigua el viejo con el ingeniero. El ingeniero sólo gira las pupilas hacia arriba y mueve la cabeza, como a veces le hemos visto hacer al viejo, cual si fuera una muñeca de escaparate.
—¿Y? ¡Diga! —insiste el viejo.
—Es difícil de contestar —se escurre el ingeniero.
—¡Es un tipo lento, justo como no debe ser un ingeniero! —estalla el viejo. Y después de un rato—: Me gustaría saber cómo haremos para deshacernos de él.
Ahí aparece el segundo ingeniero. Lo observo detenidamente: es de cráneo cuadrado, de ojos celestes. Su serenidad forzada lo convierte en la contraparte del primer ingeniero, siempre listo.
Como el segundo tiene tan poco contacto, se apoya sobre todo en los suboficiales. El comandante no ve con buenos ojos ese cruce del límite entre los rangos; insensible, como es en realidad, el segundo no se da cuenta de tal cosa; no es entonces para asombrarse la tensión que reina en nuestra mesa cuando el primer oficial y el segundo ingeniero la comparten.
Las conversaciones se desenvuelven así en el terreno de lo neutral; todo tema urticante es evitado. Sólo en alguna ocasión el viejo estalla. Así, por ejemplo, dijo una vez durante el desayuno:
—Los señores de Berlín parecen estar ocupados todo el tiempo en encontrarle a Churchill un nuevo mote. ¿Cómo se llama ahora en los comunicados oficiales? —el viejo observa. Al no recibir respuesta de nadie, se contesta él mismo—: Borracho, Paralítico... Debo decir que para ser paralítico y borracho nos tiene bastante en jaque.
El primer oficial ocupa su asiento, rígido como siempre. Parece no entender más el mundo que lo rodea. El ingeniero, en su posición habitual, las manos entrelazadas sosteniendo una rodilla, mira fijamente un punto indefinido entre los platos como si allí hubiera algo importante por descubrir.
Silencio.
El comandante no se calla.
—Quisiera saber cuántos de sus barcos pasan. Pasan
ahora
, justo
ahora
, mientras nosotros estamos aquí como el mono en la rama...
Y de repente el viejo hace como si no pudiera más de pura comodidad.
—Aquí falta música... nuestro guía de la Juventud Hitleriana nos podría poner un disco.
Sin que nadie mire al primer oficial, éste se siente nombrado y se incorpora de un salto, sonrojado. El viejo le grita todavía:
—¡Que sea la Canción del Tipperary!
Y cuando vuelve el primer oficial y se oyen los primeros compases en todo el submarino, lo aguijonea:
—Espero que este disco no moleste a su infraestructura filosófica, primer oficial.
Acto seguido; con el índice erecto y lleno de significado, se dirige a la rueda:
—¡La voz de su amo... pero no del nuestro!
Los que llevan la voz cantante en el habitáculo de proa son siempre los mismos: Ario y Turbo; a veces también Dunlop. Algunos se mantienen alejados de las disputas, pero es porque no tienen la ligereza verbal de la mayoría. Aquí todo el mundo dice lo que quiere; no hay un ambiente como el que existe entre los oficiales.
—Una vez, una puta me orinó sobre la espalda —dice una voz desde arriba, de una hamaca—. ¡Qué placer!
—¡Eres un cerdo!
—Sobre placeres nada hay escrito —se manifiesta Ario—. En nuestro vapor teníamos uno que decía que lo mejor era un corcho con un clavo y una cuerda de violín.
Por vez primera veo al maquinista Johann en el puente. También aquí se lo nota tan venido a menos como abajo, a la luz de la sala de máquinas. Acaba de subir, pero ya está temblando.
—No estás acostumbrado al aire puro, ¿no es cierto, Johann? —le pregunto. No me responde, sino que arruga la cara en un gesto de asco; ver el mar no parece traerle más que incomodidad. Una mirada de desprecio a su alrededor quiere significar seguramente que el aire de sal está hecho para los marineros, pero no para especialistas como él.
—¡Bichos raros, estos maquinistas! —dice el segundo oficial cuando Johann hubo desaparecido.
—Menos el ingeniero —aclaro yo.
—Es justamente la excepción de la regla.
Para mí, en cambio, estar en el puente es algo así como un premio.
Es una suerte que, aparte de los dos vigías, puedan subir otros al puente. Yo aprovecho así cada oportunidad que se me presenta para escapar de los estrechos pasillos, de la humedad, del olor.
De esa manera puedo observar el cielo, en sus infinitas manifestaciones a lo largo del día.
Ahora, por ejemplo, es de un azul profundo, muy arriba. Sólo cerca del horizonte se cierra por las nubes; el azul se descompone, como teñido por el vapor de mil barcos.
Al mediodía, el cielo se llena de un gris plateado. Han desaparecido casi todas las nubes, y las que quedan despedazan la luz del sol en un montón de rayos que bajan al mar. Estamos dentro de una gran ostra y nos cubre la parte interna de su concha brillante.
Por la tarde, a estribor, aparecen nubes azules, oscuras, detrás de las cuales se desgajan líneas amarillas y anaranjadas. Es un cielo africano, que me trae reminiscencias de ñus y antílopes.
A babor se desprende del cielo un amplio arco iris, lejos, al lado de un cúmulo de nubes como lana sucia; más arriba, otro más pálido.
Al atardecer, el cielo vuelve a cambiar totalmente. Se trata de un gran desplazamiento de las nubes que poco a poco van cubriendo todo el firmamento. El sol reaparece entre los vericuetos y lanza sus últimos rayos.
Después de cenar vuelvo a cubierta. El día está cansado. Se diluye. De la luz sólo queda aquí y allí una muestra, retenida por alguna nube; hacia occidente, las nubecillas se disponen como las cifras en una máquina de calcular, una sobre otra, algunas más largas, otras menos. La luz termina de irse, el día acabó. El horizonte retiene aún el rojo del sol que bajó. También eso desaparece. En el Este la noche hace rato que ya es la nueva señora del cielo. El agua también se va haciendo violeta; hasta sus ruidos se incrementan. Las olas que bañan el submarino se oyen como la respiración de quien ya está durmiendo.
El oficial navegante anda con cara larga desde hace dos días, porque las estrellas se le esconden tras las nubes de la noche y él no puede realizar sus mediciones. Hora a hora anota el curso del submarino, pero como éste está influido por las corrientes y el viento, factores que él conoce poco, es seguro que hemos perdido nuestra posición exacta.
Lo veo ahora buscar en un atlas de corrientes marinas; trata además de informarse sobre los posibles cambios de tiempo durante los próximos días y semanas, según las comunicaciones de los barcos que navegan por los distintos sectores marítimos todos los meses del año.