Cobra (2 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿Podría llamar al director de la DEA, a su casa o donde esté? —preguntó. La operadora no pareció sorprenderse. Cuando eres Ese Hombre, si quieres charlar un rato con el presidente de Mongolia, no hay ningún problema.

—Le llamaré de inmediato —respondió la joven en las profundidades de la sala de comunicaciones.

Escribió en el teclado del ordenador. Los minúsculos circuitos hicieron su trabajo y apareció un nombre. Solicitó el número de teléfono privado y esperó a que la pantalla mostrara los diez dígitos. Correspondían a una elegante casa en Georgetown. Hizo la conexión y esperó. Al décimo timbre respondió una voz somnolienta.

—El presidente desea hablar con usted, señor —dijo.

El funcionario de mediana edad se despejó inmediatamente. Luego, la operadora pasó al jefe del organismo federal conocido con el nombre de Agencia Antidroga a la línea de la habitación de la planta superior. No escuchó la conversación. Una luz le indicaría cuándo había acabado la llamada y ella la desconectaría.

—Lamento molestarle a esta hora —empezó el presidente. De inmediato su interlocutor le aseguró que no era ninguna molestia—. Necesito cierta información, quizá consejo. ¿Podría reunirse conmigo esta mañana, a las nueve en el Ala Oeste?

Preguntó por pura cortesía. Los presidentes dan órdenes. El director de la DEA contestó que estaría en el Despacho Oval a las nueve. El presidente colgó y volvió a la cama. Por fin, se durmió.

En una elegante casa de ladrillo de Georgetown las luces del dormitorio estaban encendidas mientras el director preguntaba a una desconcertada dama con rulos qué demonios debía de ocurrir. Los funcionarios de alto rango a quienes despierta personalmente a las tres de la mañana la máxima autoridad del país, no tienen otra alternativa que creer que algo no va bien. Quizá incluso nada bien. El director no volvió a la cama. Bajó a la cocina para prepararse un zumo y un café y pensar a fondo en ello.

Amanecía al otro lado del Atlántico. En un mar tormentoso, gris y azotado por la lluvia delante del puerto alemán de Cuxhaven, el práctico embarcó en el MV
San Cristóbal
. El patrón, el capitán José María Vargas, llevaba el timón mientras el práctico, a su lado, le susurraba instrucciones. Hablaban en inglés, el idioma común en el aire y el mar. El
San Cristóbal
viró la proa para entrar en los brazos exteriores del estuario del Elba. Ciento treinta kilómetros río arriba lo esperaban los muelles de Hamburgo, el mayor puerto fluvial de Europa.

El
San Cristóbal
, con un registro bruto de 30.000 toneladas, era un barco de carga general en el que ondeaba la bandera panameña. Delante del puente, desde donde los dos hombres miraban a través del aguacero para situar las boyas que marcaban el canal de aguas profundas, la cubierta estaba abarrotada de hileras de contenedores metálicos.

Había ocho niveles de contenedores bajo cubierta y cuatro encima. Catorce hileras iban desde la proa hasta el puente y la manga del barco permitía colocar ocho de una banda a la otra.

La documentación diría, correctamente, que había iniciado el viaje en Maracaibo, Venezuela; después había navegado al este para completar la carga con otros ochenta contenedores de plátanos en Paramaribo, la capital y único puerto de Surinam. Sin embargo, lo que los documentos no dirían era que uno de aquellos últimos contenedores era muy especial, porque además de plátanos contenía otro cargamento.

La segunda carga se había transportado en un viejo avión Transall, comprado de tercera o cuarta mano en Sudáfrica, desde una remota hacienda situada en el norte de Colombia, a través del espacio aéreo de Venezuela y Guyana para aterrizar en otra remota plantación de plátanos en Surinam.

La carga del viejo avión estaba perfectamente apilada en el fondo del contenedor de acero. Los paquetes ocupaban todo el ancho y alto del contenedor. Después de colocar siete capas de mercancía se había soldado una pared falsa, que se lijó y pintó como el resto del interior. Solo entonces se colgaron los racimos de plátanos verdes que se conservarían, fríos pero no congelados, toda la travesía hasta el Viejo Continente.

Los camiones semirremolques habían rugido y resoplado a través de la selva para llevar el cargamento hasta la costa; allí, el
San Cristóbal
lo había embarcado en la cubierta para completar su capacidad. A continuación había soltado amarras y puesto rumbo a Europa.

El capitán Vargas, un marino honrado a carta cabal que no sabía nada de la carga adicional que transportaba, había estado en otras ocasiones en Hamburgo, pero nunca dejaba de asombrarse de sus dimensiones y su perfecta organización. El antiguo puerto hanseático no forma una sino dos ciudades. Por una parte está la ciudad residencial, donde la población vive entre el canal exterior y el interior, y por otra está la inmensa ciudad portuaria, que alberga la mayor estación de contenedores del continente.

Con 13.000 llegadas al año, 140 millones de toneladas de carga entran y salen desde cualquiera de sus 320 amarres. De las cuatro terminales del puerto de contenedores el
San Cristóbal
fue enviado a Altenwerder.

Mientras el carguero navegaba a una velocidad de cinco nudos por delante de Hamburgo, cuya orilla oeste empezaba a despertar, un marinero sirvió a los dos hombres del timón un café de Colombia muy cargado. El práctico alemán olió con deleite el aroma. Había cesado la lluvia, el sol intentaba abrirse paso entre los nubarrones y la tripulación esperaba con entusiasmo disfrutar de un permiso en tierra.

Era casi mediodía cuando el
San Cristóbal
entró en el amarre asignado. Casi de inmediato, una de las quince grúas se colocó en posición y comenzó a descargar los contenedores del barco para depositarlos en el muelle.

El capitán Vargas se había despedido del práctico que, acabado su turno, se había marchado a su casa en Altona. Con los motores apagados y con solo la potencia de reserva para mantener en marcha las instalaciones necesarias, con la tripulación, pasaportes en mano, esperando para bajar a tierra y dirigirse a los bares del Reeperbahn, el
San Cristóbal
se veía en paz, tal como al capitán Vargas le gustaba verlo, ya que el carguero era su carrera y su hogar.

No podía saber que a cuatro contenedores por encima de su puente, dos capas por debajo y a tres hileras desde la banda de estribor, había un contenedor con un pequeño y poco habitual rótulo en un costado. Había que mirar con mucha atención para encontrarlo, porque suelen tener todo tipo de raspones, manchas, códigos de identidad y nombres de los propietarios pintados en ellos. Este rótulo en particular mostraba dos círculos concéntricos, el uno dentro del otro, con una cruz de Malta en el más pequeño. Era el símbolo secreto de la Hermandad, la banda que estaba detrás del noventa por ciento de la cocaína colombiana. Abajo en el muelle solo había un par de ojos que reconocerían aquel rótulo.

La grúa transportaba los contenedores de cubierta hasta un convoy de vagones plataforma llamados vehículos guiados automáticamente o VGA. Estos, controlados desde una torre muy alta por encima del muelle, llevaban los contenedores hasta la zona de almacenamiento. Fue entonces cuando un funcionario que se movía sin ser visto entre los VGA distinguió el rótulo de los dos círculos. Hizo una llamada por el móvil y después volvió a toda prisa a su despacho. A unos kilómetros de distancia, un camión semirremolque se puso en marcha hacia Hamburgo.

A esa misma hora, el director de la DEA entraba en el Despacho Oval. Había estado allí en varias ocasiones; sin embargo, la enorme y antigua mesa de escritorio, las banderas y el sello de la república todavía le impresionaban. Apreciaba el poder, y ese lugar era puro poder.

El presidente estaba de buen humor. Había hecho gimnasia, se había duchado, había desayunado y vestía ropa informal. Invitó a su visitante a sentarse en uno de los sofás y él ocupó otro.

—Cocaína —dijo—. Quiero saberlo todo acerca de la cocaína. Usted dispone de una gran cantidad de material al respecto.

—Una montaña, señor presidente. Los expedientes tendrían metros de grosor si los pusiera en una columna.

—Es demasiado —afirmó el presidente—. Necesito unas diez mil palabras. No quiero páginas y páginas de estadísticas. Solo los hechos. Un resumen. Únicamente qué es, de dónde viene (como si no lo supiese), quién la elabora, quién la envía, quién la compra, quién la consume, cuánto cuesta, adónde van los beneficios, quién saca provecho, quién pierde y qué estamos haciendo sobre este asunto.

—¿Solo la cocaína, señor presidente? ¿Nada acerca de las demás? ¿La heroína, la fenciclidina, el polvo de ángel, las metanfetaminas, el omnipresente cannabis?

—Solo la cocaína. Solo para mí. Solo para mis ojos. Necesito saber los hechos básicos.

—Ordenaré que redacten un nuevo informe, señor. Diez mil palabras. Lenguaje llano. Máximo secreto. ¿Seis días, señor presidente?

El comandante en jefe se levantó, sonriente, con la mano extendida. Había acabado la reunión. La puerta ya estaba abierta.

—Sabía que podía contar con usted, director. Tres días.

El Crown Victoria del director esperaba en el aparcamiento. Después de que le avisaran, el chófer lo había llevado hasta la puerta del Ala Oeste. En cuarenta minutos, el director estaba de nuevo al otro lado del Potomac, en Arlington, encerrado en su despacho en el último piso del 700 de la Army Navy Drive.

Le encomendó el trabajo a su jefe de operaciones, Bob Berrigan. El miembro más joven de su equipo, que se había labrado una carrera en el trabajo de campo más que detrás de una mesa, asintió con cara lúgubre.

—¿Tres días? —murmuró.

—No coma, no duerma —dijo el director—. Aliméntese de café. Y, Bob, no se reprima. Descríbalo tan mal como es en realidad. Tal vez consigamos un aumento del presupuesto.

El ex agente de campo caminó por el pasillo para decirle a su secretaria que cancelase todas las reuniones, entrevistas y compromisos de los siguientes tres días. «Burócratas —pensó—. Delegan y piden lo imposible. Solo se dedican a ir a cenar y a buscar el dinero.»

Para el anochecer, la carga del
San Cristóbal
se había desembarcado, pero continuaba dentro del perímetro portuario. Los camiones semirremolques abarrotaban los tres puentes que debían cruzar para recoger sus cargas. En una de las colas junto al Niederfelde Brücke, había uno procedente de Darmstadt con un hombre de tez morena al volante. Sus documentos confirmarían que era un ciudadano alemán de ascendencia turca, un miembro de una de las principales minorías de Alemania. En cambio, no revelarían que era un miembro de la mafia turca.

Dentro del perímetro no le retrasarían. La autorización aduanera para un contenedor de acero procedente de Surinam se otorgaba sin ninguna traba.

Es tal el volumen de carga que entra en Europa a través de Hamburgo que inspeccionar a fondo todos los contenedores es una tarea totalmente imposible. La aduana alemana, la ZKA, hace lo que puede. Alrededor del cinco por ciento de las cargas entrantes se inspeccionan a fondo. Algunas de estas inspecciones se hacen al azar, pero la mayoría se deben a un soplo, a algo extraño en la descripción de la carga o el puerto de embarque (los plátanos no vienen de Mauritania) o sencillamente porque la documentación es incompleta.

Las inspecciones podían requerir romper los precintos para abrir el contenedor, medir los contenedores en busca de compartimientos secretos, realizar pruebas químicas en un laboratorio móvil, usar perros o únicamente revisar con rayos X el camión que los transporta. Se radiografían alrededor de doscientos cuarenta camiones cada día. Pero un simple contenedor de plátanos no tendría esos problemas.

El contenedor no se había llevado a un depósito refrigerado porque estaba marcado para salir de los muelles antes de que eso fuese necesario. La autorización aduanera en Hamburgo se realiza en gran medida a través del sistema informático ATLAS. Alguien había entrado los veintiún dígitos del número de registro de la carga en el ordenador de la ZKA y había autorizado la salida antes de que el
San Cristóbal
hubiese pasado por la última curva del río Elba.

Cuando el conductor turco llegó por fin a la cabeza de la cola junto a la reja del muelle, se le dio el permiso para retirar el contenedor. Presentó la documentación, el agente de la ZKA en la garita junto a la entrada tecleó la identificación en el ordenador, vio el permiso concedido para una pequeña importación de plátanos destinada a una empresa frutícola en Darmstadt y, con un gesto, le autorizó a pasar. Al cabo de media hora, el conductor turco cruzaba de nuevo el puente para acceder a la enorme red de autopistas alemanas.

A su espalda llevaba una tonelada métrica de cocaína pura colombiana. Antes de venderla a los consumidores finales la «cortarían» hasta aumentar seis o siete veces el volumen original, añadiendo otros productos químicos como la benzocaína, la creatina, la efedrina o incluso la ketamina, un sedante para caballos. Estos productos solo sirven para convencer al usuario de que está consiguiendo unos efectos mayores de los que obtendría de la cantidad de cocaína que en realidad esnifa. También se puede aumentar el volumen con el sencillo procedimiento de añadir unos inofensivos polvos blancos como el azúcar glas o la levadura en polvo.

Si cada kilo se convierte en siete mil gramos y los consumidores pagan hasta diez dólares por gramo, cada kilo de cocaína pura acaba vendiéndose por 70.000 dólares. Los mil kilos que llevaba el camionero tendrían un valor de setenta millones de dólares en la calle. Con la pasta comprada a los cultivadores en la selva colombiana a 1.000 dólares el kilo, se conseguiría más que suficiente para pagar el avión de carga hasta Surinam, la plantación de plátanos, el coste del flete en el
San Cristóbal
y los 50.000 dólares ingresados en la cuenta de Gran Caimán para el aduanero corrupto de Hamburgo.

Los gángsteres europeos asumirían el coste de convertir los duros ladrillos en un polvo fino como el talco, cortarlo para aumentar el volumen y distribuirlo a los consumidores. Aunque los costes desde la selva hasta el muelle de Hamburgo eran del cinco por ciento y los costes europeos de otro cinco, aún quedaba un beneficio del noventa por ciento a repartir entre el cártel y las mafias y bandas de Europa y Estados Unidos.

El presidente norteamericano se enteró de todo aquello por el Informe Berrigan, que llegó a su mesa tres días más tarde, tal como el director de la DEA le había prometido.

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