Texto de la contracubierta:
Los mejores relatos de TWILIGHT ZONE. La más famosa revista mundial dedicada al género de terror.
La revista
Twilight Zone
es la publicación más prestigiosa del género de terror por la calidad insuperable de sus relatos macabros, sobrenaturales y fantásticos. Muchos de ellos fueron filmados por la televisión, y la serie resultante, 'Dimensión desconocida', conquistó inmediatamente a una legión de espectadores en todo el mundo.
Esta antología, que reúne lo mejor de
Twilight Zone,
incluye a todos los titanes del género: los modernos STEPHEN KING, 'gran maestro de lo macabro'; PETER STRAUB, autor del best seller Fantasmas; los ganadores de los premios más acreditados de la literatura fantástica: RAMSEY CAMPBELL, ROBERT SHECKLEY, THOMAS DISCH y ROBERT SILVERBERG; los clásicos J. SHERIDAN LEFANU, WILLIAM HOPE HODGSON -maestro de LOVECRAFT- y FRANK BELKNAP LONG, premiado por la Convención Mundial de Fantasía por la totalidad de su obra. Además de nuevos nombres como JOE LANSDALE, GEORGE CLAYTON JOHNSON, RON GOULART, DAN SIMMONS, ROBERT H. CURTIS, ARDATH MAYHAR, ROBERT CRAIS, FELICE PICANO, CHRIS MASSIE, CESARIJA ABARTIS y CHET WILLIAMSON, autores todos ellos que crearán adictos entre los aficionados cada vez más numerosos y exigentes.
Texto de la solapa:
25 super relatos. Los autores más famosos y premiados en una obra excepcional.
Los relatos que figuran en esta antología han sido escogidos por sus méritos singulares entre todos los que ha publicado la revista
Twilight Zone
desde su fundación hasta hoy. O sea que se trata, sin lugar a dudas, de lo mejor entre lo mejor.
Stephen King,
«gran maestro de lo macabro», nos ofrece dos versiones diametralmente opuestas, pero igualmente sobrecogedoras, de la forma en que la muerte hace valer sus privilegios.
Ramsey Campbell,
ganador de los premios World y British Fantasy, nos presenta a una anciana desamparada que no es lo que parece.
Peter Straub,
famoso por su bestseller
Fantasmas,
incurre en los entretelones inconfesables de la relación entre un anciano general, su nieto y una secretaria indiscreta.
Robert Sheckley,
llevado al cine por su obra
La décima víctima,
en una constelación de historias insólitas para los amantes de las sensaciones fuertes.
Robert Silverberg,
galardonado con los prestigiosos premios Hugo y Nebula, en una aventura exótica poblada de demonios…
Y muchos otros, desde los clásicos
Lefanu, Frank Belknap Long
y
William Hope Hodgson
—maestro de Lovecraft— hasta los más modernos, como
Joe Landsdale, Ron Goulart
y
Dan Simmons,
el ganador, con
Una pesadilla necrófila,
del concurso de cuentos de
Twilight Zone,
autores todos ellos que compiten dignamente con los grandes maestros.
Autores incluidos es esta recopilación:
Cezarija Abartis, Ramsey Campbell, Robert Crais, Robert H. Curtis, Thomas M. Disch, Ron Goulart, William Hope Hodgson, George Clayton Johnson, Stephen King, Joe R. Lansdale, Joseph Sheridan LeFanu, Frank Belknap Long Jr., Chris Massie, Ardath Mayhar, Felice Picano, Robert Sheckley, Robert Silverberg, Dan Simmons, Peter Straub
y
Chet Williamson.
Stephen King y otros
Horror 2
Los mejores relatos de «Twilight Zone»
ePUB v1.0
Dirdam24.04.13
Título original:
Anthology of stories from «The Twilight Zone Magazine».
Traducciones de: Joseph M Apfelbäume, Jordi Beltrán, Jordi Fibla, Eduardo Goligorsky y César Terrón.
Cubierta: Geest/Hoverstad
Editado por: Martínez Roca, S.A.
Año de publicación: 1986
ISBN: 84-270-1068-9
La contemplación de una pila de ejemplares de la revista norteamericana
Twilight Zone (TZ
para los entendidos) puede convertirse al mismo tiempo, y paradójicamente, en un sueño dorado para un lector de temas de terror y fantasía, y en una pesadilla desquiciante para un compilador riguroso de antologías de uno y otro género.
La razón es obvia:
El primero encontrará en los números atrasados de
TZ
una plétora incomparable de cuentos escrupulosamente escogidos, críticas de libros, comentarios de películas, guiones de programas de televisión de la serie que en España se proyectó con el título
Dimensión desconocida
, y reportajes de autores veteranos y noveles, siempre bajo el signo del terror y la fantasía.
El segundo hallará lo mismo, pero semejante cúmulo de literatura de primer orden no hará sus delicias, sino que le obligará a aguzar al máximo su sensibilidad y convertirá en un calvario la tarea de selección. ¿Por qué incluir en la antología este cuento y descartar aquel otro? ¿Cuál es el matiz exquisito que marca la superioridad de los trabajos elegidos sobre los restantes? ¿Y cómo disipar el sabor amargo que queda en la boca cada vez que se elimina una narración para la que no queda espacio, pero cuyos méritos son contundentes?
La solución, por supuesto, consistiría en publicarlo todo, con la certeza absoluta de que lo que pasó por el filtro severo de
TZ
ya tiene ganado un lugar en la historia del terror y la fantasía. Tal vez más adelante se pueda materializar este objetivo ideal.
Mientras tanto, al lector de esta antología le bastará echar un vistazo al índice para darse cuenta de que Rod Serling, el mítico fundador de TZ, supo hacer bien las cosas. Y luego, si es un poco observador captará otro detalle: los autores han sido ordenados alfabéticamente porque la primitiva intención de escalonarlos por sus méritos, por su veteranía, por su adscripción a la lista de los clásicos, o por las virtudes específicas de los cuentos aquí incluidos, sólo serviría para terminar de complicar las cosas.
Por un motivo u otro, desde un punto de vista o desde otro distinto, todos los cuentos aquí incluidos son sobresalientes. Stephen King se antepone, por orden alfabético, a su colaborador circunstancial Peter Straub, pero a éste se le adelanta Robert Sheckley, y antes que todos ellos aparecen Ramsey Campbell y William Hope Hodgson (sí, el autor de Los náufragos de las tinieblas, que tanto admirara Lovecraft). Esos pocos nombres bastan para dar una idea de la tarea ímproba y plagada de injusticias que habría tenido que enfrentar el antologista si hubiese querido discernir prioridades.
Además, junto a otros nombres igualmente famosos, hay otros menos conocidos, o francamente desconocidos, que darán que hablar en el futuro. No en vano impresionaron suficientemente a los directores de TZ. No en vano han sido incluidos en esta antología. También ellos están en la primera línea.
Ciertamente, cada lector construirá su propia lista de cuentos predilectos, y tal vez no habrá dos que coincidan entre sí. Pero de lo que estamos seguros es que nadie podrá decir que un cuento desentona o está de más, e incluso es posible que algún aficionado modifique sus preferencias con cada nueva lectura. Porque esta es nuestra otra certeza: los cuentos de
TZ
se leen más de una vez, y no se olvidan jamás.
L
OS EDITORES
Cezarija Abartis
M
ientras vestía a su hijo de cinco años, al observar la marca de la mano de Jake…, ¿fue entonces cuando empezó todo? ¿Fue tan sencillo?
El suelo estaba fangoso, el cielo oscuro, hacía viento y probablemente quedaban otros tres meses de invierno que soportar.
Jake extendió un brazo y luego el otro por las mangas de la chaqueta que sostenía Alan.
—Ya está. Bien calentito. ¿Qué harás hoy en el parvulario?
—Juegos y cosas. Jugaré a canicas, al escondite…
—Ahora los guantes. ¿Dónde está el otro? —Y esto sólo por la mañana…, pensó Alan. ¿Por qué June no podía encargarse de arreglar a los chicos, precisamente hoy?—. ¿Dónde está el otro guante?
Jake se encogió de hombros.
—No lo sé, papá. A lo mejor se lo ha llevado el monstruo.
—Un monstruo no necesita guantes. Vamos a buscarlo.
En un rincón de la mente de Alan, la intensa irritación con June se vio mitigada a causa de la preocupación que él sentía por toda la familia. Lo había pasado muy mal desde que empezó a pensar en aquel juguete.
Alan se puso a gatas para buscar debajo del sofá. Jake se fue a la cocina con sus andares de niño de cinco años. Alan oyó que el pequeño cogía un vaso del armario y abría el grifo del fregadero.
El guante no estaba debajo del sofá. Los ojos de Alan recorrieron la habitación: el horrible reloj de música, regalo de boda de su suegra, la ventana sobresaliente encarada hacia el norte (el lado malo) y en un rincón, rodeada por las plantas de June, una talla africana de una cabeza que sonreía y mostraba los dientes, los mellados dientes de ébano.
Debiste mencionar antes que no te gustaba la escultura
, le había dicho su esposa.
No vale la pena. No vale la pena pelearse por eso
, había contestado el, instando sensatez y simplicidad en el tono de su voz.
¿De que tienes miedo? No hay nada que temer aparte del…
Y Alan le había interrumpido en voz baja para decir:
Lo sé. El pánico.
—¡Ahí¡¡Uuuuy!
Jake lanzó un grito agudo, pero el grito procedía del sótano, no de la cocina.
Alan engulló una bocanada de aire que le hendió la garganta como si tuviera ahogándose. Calma.
—¡Jake! ¿Estás bien?
Oyó que Jake subía ruidosamente la escalera del sótano. Se tranquilizo, no dejó que su imaginación le devorara. «No te asustes. Conserva la calma. Vamos.» Alan se acercó poco a poco a la cocina, como si no pasara nada. Jake tenía una expresión irritada, de culpabilidad.
—¿Qué estabas haciendo abajo? ¿Qué pasa?
—Una astilla. El monstruo me ha clavado una astilla. —Jake abrió su mano derecha—. ¿Ves, papá?
Solo eso. Una brillante burbuja de sangre. Suavemente, Alan se la limpió con un pañuelo de papel.
—Es un corte, no una astilla.
En la parte cóncava de la mano del niño, en el centro de su palma, se veía un corte pequeño y no muy profundo, de forma semicircular.
—Estaba tocando el hacha para ver si estaba muy afilada, y algo me mordió.
—No tienes permiso para estar solo ahí abajo. —Jake seguía mirando el suelo—. Bien, no hay ninguna astilla. Me alegra decir que seguramente podrás bailar otra vez.
—¿Qué?
—Es una broma. Estás perfectamente.
—Ah.
—Vamos a ponerte un poco de mercromina.
—No quiero ser bailarín. Quiero ser
cowboy.
—Fantástico. —Alan humedeció la palma de la mano con el desinfectante—. Jake, ¿por qué bajas al sótano? ¿Has estado jugando en el montón de leña?
—Pensaba que esta mañana se me había caído el guante en el sótano. Los ojos del pequeño se desviaron—. Cuando he bajado con mamá… Cuando ella ha bajado a mirar la leña del horno y yo fui con ella.
No quería mirar a los ojos a Alan.