Horror 2 (9 page)

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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Pero si había un aparcamiento para camiones, quizá pudiera conseguir ayuda. Sin embargo, ¿quién sabía qué distancia habría antes de llegar allí? Por no pensar en hacia dónde llevaría la maldita carretera. Podía ir a dar a otro estado, sin que hubiera forma de salir de ella. Miró el panel indicador. La luz roja seguía brillando, y la aguja indicadora de combustible estaba en su nivel más bajo.

Estaba a punto de llegar a la desviación. Echó otro vistazo a la aguja indicadora del depósito de combustible. ¿Podría llegar hasta Palmdale o…?

Giró el volante hacia la derecha, pasando bajo el enorme panel verde y blanco que decía: «CARRETERA PARA CAMIONES». Debajo, añadía: «SALIDA PARA TODOS LOS CAMIONES, SÓLO PARA CAMIONES».

Apostaba por la existencia de un aparcamiento para camiones.

La carretera se retorcía y subía por las montañas, y la autopista no tardó en desaparecer de su espejo retrovisor. Condujo el coche durante otro par de kilómetros, quizá tres, y finalmente el motor turbo del Datsun empezó a gruñir.

Había perdido la apuesta.

Su velocidad descendió con toda rapidez a setenta, sesenta, cincuenta. David bajó la ventanilla para que entrara el aire nocturno de las montañas del desierto, frío y penetrante. Logró avanzar casi otro kilómetro…, cincuenta, cuarenta, treinta…, hasta que el coche se detuvo y quedó en silencio.

—Mierda.

Permaneció sentado en silencio por un momento, maldiciendo un regalo capaz de gastar un litro por cada dos kilómetros cuando se suponía que debería gastar uno por cada diez a doce. Lo único que podía hacer era intentar llegar a pie a la estación de pesaje o, si tenía suerte, al aparcamiento para camiones cuya existencia había imaginado.

Había una linterna en la guantera. Sacó una chaqueta de una de las maletas y bajó del coche. Se guardó la linterna en el bolsillo trasero del pantalón y cerró el coche con llave. Luego, miró la carretera en ambas direcciones. No pudo ver nada. «Menuda forma de empezar una nueva vida», pensó. «Maggie no haría más que reírse.»

Le pegó una patada al Datsun, se volvió, y comenzó a subir por la empinada carretera para camiones.

Había llegado casi a la cumbre de la montaña, caminando por una carretera que se retorcía a uno y otro lado, encajonada entre barrancos, cuando escuchó tras él el rugido del motor de un camión que subía.

Gracias a Dios.

David se detuvo y tuvo que inclinarse, apoyándose con las manos en las rodillas. Tenía calambres en las piernas y los músculos le pinchaban en los costados. Había caminado casi cinco kilómetros cuesta arriba; los seis años que se había pasado sentado ante su mesa de despacho no le habían mantenido el cuerpo delgado y duro. Pero allí estaba la oportunidad para no tener que seguir caminando.

Cuando las luces del camión avanzaron directamente hacia él, David empezó a mover los brazos. Rezó sinceramente para encontrar un conductor compasivo.

El camión se acercó más.

«Alto», pensó David.

Y más.

«¡Párate, por Dios!»

Y aún más.

«¡Fuera de aquí!»

Los frenos hidráulicos silbaron y el camión —un Mack— aminoró la marcha, deteniéndose a unos cincuenta metros más allá de donde él estaba.

«¡Gracias a Dios!» David se olvidó de los calambres e inició una carrerilla. A medio camino se encendió un faro que le iluminó totalmente. El se detuvo en seco, sorprendido, y después comenzó a caminar hacia la luz.

—¡Eh! —Gritó David—. ¿Me puede llevar carretera arriba?

El conductor, evidentemente, era un hombre muy cauteloso, de modo que David utilizó su tono de voz más tranquilizador, como solía hacer en el juzgado.

—¿Es suyo el Zee que hay ahí detrás?

Ahora, David estaba lo bastante cerca como para levantar una mano y bloquear buena parte de la luz procedente del faro. Pudo distinguir a un hombre de unos treinta y cinco años, con una cabellera abundante y un sombrero de vaquero, que le observaba desde la cabina del camión.

—Me ha chupado toda la gasolina —dijo David asintiendo con un gesto—. Cogí la carretera para camiones porque pensé que podría llegar a la estación de pesaje, o a un aparcamiento para camiones, o encontrarme con alguien antes de quedarme sin combustible. —Hubo una larga pausa, de modo que David añadió—: Creo que me equivoqué.

Al cabo de un momento el faro se apagó por fin y la puerta de la cabina más cercana a David se abrió.

—Ha tenido mucha suerte. Suba. Le llevaré.

El conductor se llamaba Mitchelson, y tenía unas manos arenosas, con grasa bajo las uñas. Olía a tabaco y a haberse pasado muchas horas en la carretera, pero no tenía los ojos hinchados, y había sido lo bastante cortés como para detenerse. La radio local daba las informaciones matutinas para los granjeros. Era agradable no tener que caminar más por aquella carretera, y estar junto a otro ser humano.

—Le diré qué vamos a hacer —dijo Mitchelson—. Tengo un par de latas en el frigo de atrás, si quiere tomar una. Eche un vistazo bajo esa pila de ropa.

Apretó un conmutador y una pequeña luz se encendió en la diminuta litera situada al fondo de la cabina.

David sacó las dos latas de cerveza y le pasó una a Mitchelson. La cerveza estaba fría y buena, y le quitó la sequedad de la garganta. Finalmente, David sacudió la cabeza y se rió de todo el asunto. Mitchelson pareció comprender y no tardó en echarse a reír también.

—¿Qué hay allí delante? —preguntó después David.

—Bueno, en alguna parte esta pequeña carretera desciende de nuevo a la autopista…, supongo que más o menos a la altura de Palmdale.

David sacudió la cabeza y tomó un trago de cerveza.

—No me refiero a eso. ¿Hay cerca algún aparcamiento para camiones, o alguna gasolinera abierta toda la noche donde pueda encontrar ayuda?

—No tengo ni la menor idea.

—Creía que ustedes, los conductores de camiones, se conocían las carreteras como la palma de la mano —observó David sonriendo.

—Ve usted demasiadas películas en la televisión —replicó Mitchelson, sonriendo a su vez.

—Todo lo que necesito es un teléfono desde el que pueda llamar a un servicio de asistencia en carretera.

—Cuando uno ha hecho una carretera, la conoce—dijo Mitchelson encogiéndose de hombros—. Pero yo es la primera vez que paso por aquí. La mayor parte de las veces me dedico al transporte entre Arizona y Nevada.

David lo aceptó con un gruñido y tomó un nuevo trago de cerveza. Si no podía encontrar un lugar con teléfono, estaba en un buen aprieto.

—En tal caso, se ha salido un poco de su ruta habitual, ¿no?

—Algo más que un poco. La compañía me dio este viaje porque el conductor encargado de hacerlo tuvo un accidente en las afueras de Phoenix. —Por el tono de la voz de Mitchelson, David supuso que aquello no le gustaba nada—. El maldito idiota trató de adelantar a otro camión más lento a ciento diez por hora.

—Yo mismo me he encontrado con otro imbécil que casi me saca de la autopista —dijo David asintiendo—. Sucedió todo como si yo no hubiera estado en la autopista. El hijo de puta me habría pasado por encima con tal de seguir su camino.

—A muchos tipos les gusta hacer eso —comentó Mitchelson—. Y, al parecer, cada vez hay más así. Son los que dan mala fama a la profesión.

—Al parecer, la profesión de abogado no es la única que está llena de imbéciles.

David echó un vistazo a su reloj, preguntándose si podría llegar a Tahoe antes del anochecer. Si tenía dificultades para encontrar un teléfono, y si los del servicio de asistencia se tomaban su tiempo para llegar hasta donde él estuviera…

—El cambio se puede observar sobre todo en las paradas que hacemos durante la noche —dijo Mitchelson.

No pareció darse cuenta de la preocupación de David o, si la notó, no le importó. David pensó que debía de ser muy duro conducir solo durante mucho tiempo.

—¿Qué cambio?

Mitchelson lo pensó un momento antes de contestar.

—A mí me gustaba quedarme a dormir en lugares como éste. Se encontraba uno con compañeros a los que no había visto desde hacía años…, dedicados la mayoría de ellos a viajes de largo recorrido. Jugábamos a las cartas y bebíamos mucha cerveza y qué sé yo.

»Ahora, en cambio, te encuentras con un tipo al que no conoces, y a quien no volverás a ver, y por la expresión de su cara te das cuenta de que eso no le importa. Es como si no le estuvieran viendo a uno, como si bajaran de sus camiones e hicieran los movimientos adecuados, pero viendo únicamente la carretera delante de sus ojos, y lo que hay al final del viaje. Y eso es todo lo que les importa.

David miró a Mitchelson, pensando en la expresión del conductor que le había adelantado en la autopista.

—Sé a qué se refiere.

—Después, regresan a sus camiones y siguen devorando kilómetros. ¿Y para qué? —Miró a David y añadió—: Eso es lo que me pone enfermo. ¿Para qué?

—Así terminan por adelantar a un camión más lento y tienen un accidente —comentó David.

Mitchelson le miró un largo rato; finalmente asintió con un gesto y volvió la vista hacia la carretera.

—Así es, tienen un accidente, de modo que el viejo Danny Mitchelson tiene que llevar su carga hasta Palmdale.

¡Palmdale! David se volvió en el asiento.

—¿Va usted a Palmdale?

—Eso es lo que dice mi tarjeta de ruta.

¡Eso es! ¡Eso es! No iba a necesitar ningún servicio de asistencia en carretera.

—¿Le importaría si le acompaño todo el trayecto?

—¿Abandona la idea de pararse en el aparcamiento para camiones?

—Lo que voy a abandonar es un coche de mil seiscientos dólares que le deja a uno tirado en el desierto. Palmdale es lo bastante grande como para encontrar a un representante de Datsun.

Mitchelson tomó un trago de cerveza y sonrió.

—Tiene que conseguir que se lo traguen —dijo.

—Voy a hacer que se lo traguen —repitió David.

Y también les haría entregarle gratuitamente un coche alquilado.

De ese modo podría llegar a Tahoe a medianoche. Sonrió para sus adentros, contento con el nuevo plan, y disfrutó del resto de su cerveza. Era una de las mejores cervezas que había bebido jamás.

Al final de una curva, se encontraron con un brillo de luz en las montañas.

—¿Es ésa la estación de pesaje? —preguntó David.

Mitchelson asintió con un gesto y después vació su cerveza con un trago largo, sin respirar. Estrujó la lata, bajó la ventanilla y la lanzó al exterior.

—Mire, voy a tener que dejarle aquí por si acaso hay por allí algún inspector de la compañía. Pero antes de continuar viaje me pararé a matar un poco el tiempo y a echar una meada para que usted pueda alcanzarme. Una vez que haya pasado por la báscula, reduciré la velocidad para que usted pueda subir de nuevo, ¿de acuerdo?

—No hay problema —asintió David.

Cualquier cosa, con tal de que aquellos bastardos se tragaran el coche.

Cuando estaban a poco menos de un kilómetro de la estación, Mitchelson dijo:

—Muy bien, aquí se queda. Hágalo rápido.

Echó un vistazo por el espejo retrovisor, cambió de marcha y apretó el freno. David saltó de la cabina, con el camión en marcha, y le gritó:

—¡Le veré al otro lado!

El diesel rugió y aceleró, alejándose.

La estación de pesaje era un edificio cuadrado de cemento, festoneado con brillantes luces de neón. Parecía estar pintado de color canela o gris, pero David no pudo estar seguro. El ala principal del edificio tenía ventanas y estaba a oscuras; unas pálidas luces verdes y amarillas brillaban a través de los ventanales. En el interior habría una cafetera caliente, quizás un aparato de televisión, y un par de tipos a quienes les gustaría esperar hasta última hora. Un cartel a la izquierda del edificio decía: «TODOS LOS CAMIONES TIENEN QUE SER PESADOS». Las flechas señalaban hacia dos grandes básculas. Cada una de ellas tenía por encima un sistema de luz roja y verde. Las luces de las dos básculas parecían estar continuamente verdes. Ambas se hallaban situadas directamente frente a los ventanales del edificio.

Él Mack se introdujo en el carril de la báscula más cercana al edificio y se detuvo. David llegó a la parte trasera del edificio en el momento en que Mitchelson bajaba de la cabina. Aquella zona no estaba iluminada, excepto por el reflejo de las luces laterales de la estación. Había rocas, un par de bidones para la basura y matorrales propios del desierto. Se lo tomó con calma, avanzando cuidadosamente para no hacer ningún ruido y poner sobre aviso a quien estuviera en el edificio.

David permaneció en las sombras hasta que se encontró a unos cincuenta metros más allá del edificio y las básculas. Se abrió una puerta lateral de la estación y en ella apareció Mitchelson. Permaneció en la puerta, manteniéndola abierta, con una expresión de confusión en el rostro. Después, dejó que la puerta se cerrara. Pero en lugar de dirigirse hacia su camión, se encaminó hacia la parte posterior de la estación.

David avanzó unos pocos pasos. No estaba seguro de qué ocurría, pero pensó que quizá Mitchelson le andaba buscando. Elevó los brazos, moviéndolos, pero el camionero no le vio. Unos segundos después, Mitchelson regresó a la parte frontal del edificio y permaneció ante las ventanas sin luz. De pronto, se volvió y se encaminó hacia el camión. David lanzó un largo suspiro de alivio cuando el motor diesel se puso en marcha. El gran camión avanzó lentamente, abandonando la báscula y después dio una ligera sacudida. Por un instante, sólo por un instante, cuando el camión se sacudió, David creyó haber oído un grito.

Probablemente sólo había sido un silbido de los frenos hidráulicos.

A continuación, el diesel fue adquiriendo potencia, las marchas se fueron cambiando y el enorme camión se lanzó hacia delante. «Por fin», pensó David. Se acercó hasta el borde de sombras y esperó.

El camión aceleró su marcha, cada vez más y más rápida. «Eh», pensó David.

—¡Eh! —gritó—. ¡Hijo de puta!

Mitchelson no iba a detenerse. ¡El bastardo iba a pasar de largo! David saltó hacia delante y echó a correr hacia la carretera, gritando:

—¡Eh, maldito seas! ¡Espera! ¡Espera!

Pero el Mack pasó a su lado. En ese último instante, trató de mirar hacia el interior de la cabina buscando los ojos del bastardo de Mitchelson. Pero Mitchelson, envuelto en las sombras, mantenía la cabeza mirando hacia delante, a lo lejos. «Hijo de perra», pensó David. Se quedó en medio de la carretera, viendo cómo las luces del camión de Mitchelson desaparecían en la distancia. Lo único que podía hacer era olvidarse del representante de Datsun, regresar a la estación de pesaje tal y como había planeado en un principio, y utilizar su teléfono…

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