De algún modo, Bryant se encontró fuera de la habitación, corriendo el cerrojo con ambas manos. Rechinó los dientes a causa del esfuerzo hecho para mantener la boca cerrada, pues no sabía si iba a gritar o a vomitar en caso de abrirla. Avanzó tambaleándose a lo largo del vestíbulo, tan mareado que casi se sintió incapaz de caminar, y entró en la sala de estar. Y quedó aterrorizado al verla a ella ante la ventana, dispuesta a impedirle escapar. Se sintió tan débil que dudó en poder alcanzar la ventana de la cocina antes que ella.
Aunque no pudo fijar la mirada en la sala de estar, le pareció que tardaba minutos en atravesarla. Cuando por fin se halló tambaleante ante el vestíbulo principal, se dio cuenta de que necesitaba algo sobre lo que subirse para alcanzar el travesaño de la ventana. Midió con la mirada la mesita, tiró al suelo las últimas revistas que quedaban sobre ella, y se dirigió con ella hacia la cocina, dando traspiés. Y, mientras lo hacía, casi se sintió paralizado ante la idea de que ella pudiera estar esperándole allí.
Pero no lo estaba. Aún debía de hallarse abriéndose camino a través de la maleza que rodeaba la casa. Colocó la mesita bajo la ventana y se fijó entonces en la llave rota colocada en la cerradura. ¿La habría roto alguien, quizás el hombre de la barba, intentando escapar? Pero eso no importaba ahora. No debía pensar en salidas que ya habían fracasado. Sin embargo, no parecía tener otra alternativa, pues comprendió inmediatamente que no podría llegar hasta la ventana.
A pesar de todo, lo intentó una vez para asegurarse. La mesita era demasiado baja, y el estrecho alféizar de la ventana se hallaba demasiado alto. Y aunque pudiera poner un pie en él, el ángulo no le permitiría pasar los hombros por la ventana. Finalmente, habría quedado atrapado cuando ella acudiera para encontrarle allí. Quizá si se traía una silla de la sala de estar… Apenas había dado un paso en aquella dirección cuando escuchó a la anciana abrir la puerta principal con la llave que siempre había tenido en su poder.
Sintió tanta furia por verse atrapado que casi desapareció el pánico. Ella sólo había pretendido introducirle en la casa. ¡Dios! Lucharía por la posesión de la llave, sobre todo ahora que escuchó el sonido producido al volver a cerrar la puerta. Avanzó precipitadamente hacia el vestíbulo, pues se sintió aterrorizado ante la idea de que ella pudiera abrir la puerta atrancada con cerrojo para que saliera aquella cosa que había sobre la cama. Pero cuando abrió de golpe la puerta de la cocina, se encontró con algo mucho peor.
Ella estaba ante la puerta de la sala de estar, esperándole. Su túnica yacía arrugada sobre el suelo. Estaba desnuda y ahora veía lo grisácea y marchita que era…, al igual que el hombre de la barba. Ya no agitaba las manos para alejar las moscas, dos de las cuales correteaban por su boca abierta, entrando y saliendo. Y finalmente, demasiado tarde, se dio cuenta de que no era el perfume lo que atraía a las moscas. Aquel perfume no había tenido otro propósito que amortiguar el otro olor que realmente las atraía: el olor de la muerte.
Arrojó la llave detrás de ella, un nuevo movimiento en su juego. Él habría preferido morir, antes que tratar de cogerla, pues en tal caso habría tenido que tocarla. Retrocedió hacia la cocina, buscando frenéticamente algo con lo que destrozar la ventana. Pero quizás ya no era capaz de encontrar nada, pues su mente parecía paralizada ante aquella visión. Ahora, ella se movía tan rápidamente como él, persiguiéndole con los largos brazos extendidos, bamboleando los grises pechos caídos. La vieja se humedeció los labios lo mejor que pudo, saboreando el terror que él sentía. Aquella era la razón por la que le había inducido a recorrer toda la casa. Y él supo que la energía de la vieja procedía de la avidez con que le deseaba.
Fue una mosca, la única de la cocina que no se había posado sobre ella, la que atrajo su mirada hacia las botellas vacías que había bajo la ventana. No sabía desde cuándo estaban allí, pero el pánico embotaba su mente. Agarró la más cercana, aunque el sudor de su mano y el légamo lechoso casi la hizo deslizarse al suelo. Finalmente la sujetó sólida y tranquilizadoramente, si es que algo podía ser tranquilizador en tales circunstancias, y la lanzó con toda su fuerza contra el centro de la ventana. Pero fue la botella la que se rompió.
Pudo escuchar su propio grito, no supo si de rabia o de terror, al tiempo que se abalanzaba hacia la vieja blandiendo los restos de la botella para mantenerla a raya al menos hasta alcanzar la puerta. La sonrisa de la vieja, distorsionada pero alegre, eliminó de su mente los últimos trazos de prudencia, y sólo quedó el instinto de supervivencia. La vieja se interpuso directamente en su camino, con los brazos muy abiertos.
Él cerró los ojos y lanzó el vidrio hacia delante. Aunque la piel resultó más dura de lo esperado, la sintió perforarse secamente una y otra, y otra vez. La vieja se arrojaba hacia el vidrio, jadeando y chillando como un cerdo, mientras él rasgaba desesperadamente, pues ahora el olor se iba haciendo cada vez peor.
De pronto, ella cayó agitadamente sobre el linóleo. Por un instante, él temió que estirara las piernas y le agarrara, atrayéndole sobre ella. Huyó, pateando ciegamente, antes de atreverse a abrir los ojos. La llave…, ¿dónde estaba la llave? No se había fijado hacia dónde la había arrojado. Estuvo a punto de echarse a llorar mientras registraba la sala de estar, pues la escuchó moviéndose débilmente en la cocina. Pero allí estaba la llave, casi oculta bajo el lado de una silla.
Al dirigirse precipitadamente hacia la puerta principal, tuvo un último y terrible pensamiento. ¿Y si aquella llave también se rompía?
¿Y si aquello también formaba parte del juego? Hizo un esfuerzo para insertar la llave con todo cuidado, aunque le temblaban los dedos de tal modo que apenas podía sostenerla. No giraba. No gir… Había intentado hacerla girar en el sentido opuesto. Un movimiento fácil y la puerta se abrió. Se sintió tan inmensamente agradecido que casi se olvidó de mirar tras de sí.
Arrojó la llave todo lo lejos que pudo y se quedó de pie sobre el jardín lleno de maleza, respirando con dificultad. Se había olvidado de que había cosas tales como árboles, flores, campos y el cielo abierto. Y, sin embargo, ahora el olor de las flores le parecía nauseabundo, y no podía soportar el sonido del vuelo de las moscas. Tenía que alejarse de aquella casa y de aquellos campos…, pero no había ningún camino a la vista, y el único que conocía conducía de regreso al camino Wirral. No le importaba regresar al sendero forestal, pero aquella ruta le obligaría a pasar por delante de la ventana de la cocina. Tardó mucho tiempo en ponerse en movimiento y sólo lo hizo porque aún tenía más miedo de permanecer cerca de la casa.
Cuando llegó junto a la ventana, trató de pasar rápidamente. ¡Si sólo se atreviera a echar un vistazo! Casi había pasado cuando escuchó unos arañazos al otro lado de la ventana. Los restos de las manos de la vieja aparecieron sobre el alféizar, seguidos inmediatamente por su cabeza. Los ojos le brillaban intensamente, al igual que los trozos de vidrio que surgían de su rostro. Ella le miró, sonriéndole con una expresión retorcida y suplicante. Y, mientras se alejaba, abriéndose paso por entre la maleza, vio que los labios de ella se movían espasmódicamente, diciendo:
—Otra vez.
Robert Crais
E
l suyo era el único vehículo que avanzaba en una u otra dirección, a las tres y media de la madrugada, por la autopista de Antelope Valley, en dirección al norte, por encima de Los Ángeles. Iba a pasar una semana en el lago Tahoe, y después se dirigiría a San Francisco para iniciar una nueva vida. Había preferido iniciar el viaje muy temprano para estar seguro de llegar a Tahoe antes del anochecer.
El Zee Turbo había sido un regalo que se había hecho a sí mismo. Tras el juicio final de disolución y una vez convertido en realidad el divorcio de Maggie, se despidió del trabajo en la pequeña empresa de abogados de Pasadena donde había trabajado durante los seis años de su matrimonio, y solicitó un puesto en una de las empresas de abogados más prestigiosas de San Francisco, y, ¡aleluya!, le habían aceptado. Después de todo eso, se dijo: «¡Qué diablos!», y se compró el coche, aunque apenas si tuvo dinero para pagar la entrada. Los recibos mensuales eran tremendos, pero en cuanto hubiera estado trabajando un año en la nueva empresa, con su nuevo salario, le parecerían cosa de coser y cantar.
David Hamill captó un destello de luz en el espejo retrovisor. Se tensó y observó la autopista ante él. Se aproximaba rápidamente un cartel situado tras una curva de la autopista:
PALMDALE 12
LANCASTER 18
EDWARDS BFA 24
El cartel desapareció, huyendo hacia alguna parte, detrás de él. Palmdale y Lancaster se hallaban al norte, y la base Edwards, de las fuerzas aéreas, al noreste. Tendría que pasar por Palmdale y Lancaster para tomar la conexión de la carretera 94 en Mojave, que era la que se dirigía hacia Tahoe.
David volvió a controlar el espejo retrovisor, pero las luces habían desaparecido, ocultas tras la montaña. Rió para sus adentros. ¿Por que aquella tensión repentina ante la luz de otros faros? Era una tontería
Y entonces, las luces aparecieron de nuevo. David las observó, apretando inconscientemente el acelerador del Datsun. Pero las luces aumentaban de tamaño y se acercaban con rapidez.
Por el rabillo del ojo observó otro cartel, éste mucho más pequeño que el anterior:
CARRETERA PARA CAMIONES
SALIDA OBLIGATORIA PARA TODOS LOS CAMIONES
En el espejo, vio una hilera de diminutos puntos amarillos muy por encima de los faros. ¡Luces de posición! Era un camión. Un momento después, tras pasar por una luz de la autopista, David pudo ver que se trataba de un gran Kenworth de dieciocho ruedas, y el hijo de su madre se estaba lanzando sobre él como si no tuviera tiempo que perder.
David giró ligeramente el volante, situando el Zee en el carril de la derecha.
El camión también cambió de carril. Pero ¿había cambiado al de la derecha o al de la izquierda? Le fue difícil estar seguro a causa de la curva. Un momento después, el camión salió de la curva. Estaba situado en el carril de la derecha, lanzado hacia delante, y sin el menor signo de aminorar su marcha.
Enojado y disgustado, David lanzó una nerviosa mirada hacia delante. Sólo le faltaba eso: un imbécil con ganas de entablar un duelo. Giró de nuevo el volante, situando el coche sobre el carril central. Y casi en el mismo instante, las luces del camión se movieron hacia la izquierda.
Mierda. Podía pisar el acelerador a fondo y desaparecer de la vista del camión. El Zee podía hacerlo sin problemas. Pero, maldita sea, no tendría porqué…
Observó el espejo a medida que el camión se acercaba más, y más, y más, hasta que estuvo allí, cercano a su guardabarros, y su bocina rugió con un gemido largo y continuo que pareció atravesar el pequeño coche, incluso a pesar del viento que lo azotaba a casi ciento treinta kilómetros por hora. David giró el volante a la derecha al mismo tiempo que el camión lo hacía hacia la izquierda. Y el aire desplazado por el camión abofeteó al pequeño Datsun.
—¡Bastardo! —Gritó David—. ¡Imbécil de mierda!
Apretó un botón y bajó eléctricamente la ventanilla, sacó la mano y extendió un dedo hacia arriba. El viento penetró en el interior del coche, apagando sus gritos.
En el momento en que la cabina del camión adelantó al Zee, David echó un vistazo hacia ella y observó al conductor. Era un hombre flaco y pálido, iluminado por la farola de la autopista que se acercaba rápidamente. Estaba encorvado sobre el volante, mirando fijamente hacia delante con unos ojos que casi parecían luminiscentes en las sombras de la cabina. Hubo algo en aquellos ojos que le asustó.
Después, el camión terminó de adelantarle y se alejó. David lanzó un profundo suspiro, aminoró la marcha y subió la ventanilla. Aún estaba sacudiendo la cabeza y maldiciendo por lo bajo cuando vio parpadear la luz roja del depósito de gasolina.
Miró el indicador de gasolina y vio que la aguja estaba totalmente baja.
—Dios me odia —dijo en voz alta—. ¡Sé que Dios me odia!
Tabaleó con los dedos sobre la aguja, pero ésta permaneció donde estaba.
«Esto es imposible», pensó. El depósito estaba lleno antes de emprender el viaje. Lo había llenado la noche anterior en la estación de servicio Mobil de la esquina.
La luz indicadora del depósito dejó de parpadear y se encendió del todo, con un rojo brillante y continuo. Consideró la posibilidad de que el sistema se hubiera estropeado, y después la descartó. Tanto la luz indicadora como la aguja pertenecían a dos sistemas distintos. Y no era probable que ambos funcionaran mal.
Se hundió en el asiento y miró fijamente hacia delante. Menos mal que Maggie no estaba allí para verlo. Si la aguja indicadora funcionaba bien, debería haberse dado cuenta de la rapidez con que consumía el combustible. Pero sólo había observado el cuentarrevoluciones y el cuentakilómetros. «No haces más que jugar con tu juguete nuevo», pensó sarcásticamente, imitando lo que ella hubiera pensado. ¡Un juguete muy ácido en ese aspecto!
Un momento después, se incorporó un poco más en el asiento y miró hacia la oscuridad. Conseguir algo de combustible en pleno desierto iba a plantearle un bonito problema. Hasta que no llegara a las afueras de Palmdale no encontraría otra salida de la autopista, y eso estaba por lo menos a trece o catorce kilómetros de distancia. Quizá pudiera llegar. O quizá no. El manual del Datsun decía que, una vez encendida la luz de advertencia del combustible, sólo quedaría una reserva de entre cinco y siete litros. Si no hacía más que un par de kilómetros por litro —que era lo que debía de estar haciendo para haberse quedado tan rápidamente sin combustible—, en tal caso, quizá, sólo quizá, podría conseguirlo. Pero ya hacía rato que se había encendido la luz de advertencia, y si sólo quedaban unos cuatro litros, o menos…
Observó el brillo de una luz muy por delante. Momentos después, la luz se convirtió en faros y señales de tráfico. Allí empezaba la ruta para camiones, desviándose de la autopista, hacia la derecha.
Y entonces lo pensó. ¿Era verdaderamente una carretera sólo para camiones? Sin duda alguna habría una estación de pesaje, pero ¿habría algo más? Salidas, giros, quizás un aparcamiento para camiones. No tenía la menor idea. ¿Quién sigue jamás una carretera sólo para camiones?