Por tercera vez se produjo una pausa. Quizá la figura alta sabía que un breve silencio puede tener una elocuencia singular cuando se intenta hacer comprender.
—En las calles de vuestra aldea hay una tienda… llena de cristalería y antigüedades frágiles —prosiguió la voz—. Estoy seguro de que la has visitado más de una vez. Apenas transpuesta la puerta, como sabes, hay un cartel que reza:
No tocar…
Lo colocaron allí para advertir a los veraneantes que deben tener cuidado.
«Nosotros también debemos tener cuidado. Pero a diferencia de los visitantes, no podemos tocar nada que esté en vuestro universo de estrellas y seguir siendo como somos. Y si vosotros nos tocarais, también os desintegraríais con un fogonazo súbito. He dicho que somos la antítesis de la materia, y no hay manera de impedir lo que sucede cuando las dos chocan entre sí.
«Nosotros viajamos con salvaguardas para alertarnos y protegernos…, pero una criatura muy pequeña puede olvidarlas y descuidarse. Visitamos la casita dos veces, buscándola, y fue nuestra presencia la que excitó por primera vez a vuestro perro. En su último salto no terminó de alcanzarnos…, pero se acercó demasiado. En semejantes emergencias…, enfrentados con tamaño peligro…, podemos ampliar la zona de destructividad justamente lo necesario para evitar el contacto material mientras la amenaza existe. Es una de nuestras salvaguardas. Hay otras…
Ahora las dos figuras altas estaban de pie junto a la base de objeto cuneiforme, con el resplandor de las estrellas inconmensurablemente reflejado en configuraciones cambiantes sobre la marea creciente. La niña se había apaciguado.
—En nuestro universo, como en el vuestro —proclamó la voz con inconfundible orgullo—, la mente exploradora no descansa. Para perseguir el conocimiento y saber más acerca de la naturaleza del pensamiento, debemos correr grandes riesgos y viajar muy lejos…, resistiéndonos a volver atrás…, aunque puedan surgir obstáculos y multiplicarse las aflicciones…
Las dos figuras altas parecieron acercarse aún más, súbitamente, al objeto cuneiforme, o tal vez la mole sombría de éste se acercó a ellas.
Sólo pude estar seguro de una cosa. De pronto, las figuras y el objeto desaparecieron entre los fulgores de la creciente marea.
Durante un largo rato, mientras volvía a la casita a través de la playa, tambaleándome un poco, dudé si todo lo que acababa de ver y oír había sido real. Quizá las horas pasadas en la arena bajo el ardiente sol de verano habían sido demasiadas para un hombre que siempre había descuidado un poco su salud y se había permitido olvidar que la robusta imagen que tenía de sí mismo era inapropiada después de cierta edad.
Existen unas pocas realidades —quizá no muchas, pero sí unas pocas— que, por lo incontestables, resisten toda tentativa de catalogarse como falsas, y ésta era una de ellas. Princess había desaparecido. Su presencia en la playa, sus ladridos, habían sido tan tremendamente reales para mí que no podía poner en duda lo que había visto. Sus últimos ladridos aún reverberaban en mis tímpanos, todavía recordaba el fogonazo enceguecedor que me había obligado a cubrirme los ojos.
¿Janice seguiría durmiendo? Eso esperaba. Subiría la escalera, me deslizaría silenciosamente entre las sábanas, la rodearía con mis brazos y le diría sencillamente que había oído un ruido y había bajado a investigar. Sólo esto y nada más.
No habría de ser así.
Apenas subí al porche vi que la luz estaba encendida en el mirador y que Janice se movía cerca de la puerta. Me había visto a través de la tela mosquitera o me había oído trajinar en el porche, porque antes de que pudiera decidir qué sería mejor decirle, ella salió corriendo, llevando en la mano algo que reconocí inmediatamente.
—Oh, cariño, cariño, ¿dónde has estado? —preguntó—. ¿Y cuándo dibujaste eso?
Había olvidado por completo que al atravesar, alarmado, el mirador, había dejado caer el retrato. Pero esto no importaba, me dije. La desaparición de Princess sí importaba, mas eso también podía esperar. Sabía que tendría que inventar alguna historia para paliar el impacto. No sería la primera vez que un perro se alejaba de una casita de la playa y no volvía a aparecer. Del otro lado de la aldea había…, bueno, por lo menos diez kilómetros de bosque virgen.
Mi esposa me dio un abrazo rápido y excitado.
—Esta es la criatura más hermosa que he visto en mi vida —dijo—. La próxima vez que te encierres en esa habitación sin ventanas que llamas estudio sin informarme que se ha apoderado de ti una inspiración desenfrenada, empezaré a ocultarte secretos.
—Bueno…
Me hizo callar con un ademán, y prosiguió:
—Esto es lo que podría hacer ahora, pero no lo haré. Te contaré algo que te hará caer de espaldas. Hoy por la noche vi en sueños a esta misma niña, y ya me había sucedido en otra oportunidad. Reconocería este rostro en cualquier parte. Oh, cariño, cariño, ¿es que no entiendes? Debe de encerrar un significado importante para…, para nosotros dos. Eres mejor artista de lo que imaginas. Este dibujo lo prueba definitivamente, y si pasamos otro año en la casita…
Se interrumpió bruscamente para mirar un momento la playa, como si viera sobre su inmensidad rutilante, en forma espectral, los festines con almejas que habíamos organizado allí en el pasado y de los que podríamos volver a disfrutar, y los delfines que retozaban entre los islotes rocosos que había mar adentro y que ahora estaban plateados por la luna y que a la hora del amanecer estarían dorados por el sol.
Pero cuando volvió a hablar, lo que vio no fueron los festines con almejas ni los delfines ni las gaviotas que ahora anidaban.
—Ambos siempre hemos deseado tener hijos, pero hemos dejado que algunos obstáculos tontos nos disuadieran. El temor a ser demasiado viejos para asumir semejante responsabilidad, porque nos casamos tarde, y las incertidumbres del alumbramiento a mi edad. Pero tengo la fuerte sensación de que si nos quedamos un año más aquí, y quizá mucho más tiempo, pero por lo menos un año, sucederá algo maravilloso.
Bruscamente, sin decir una palabra, la rodeé con mis brazos y la apreté con tanta fuerza que respingó. Era uno de esos momentos portentosos en que las desavenencias declinan hasta desaparecer.
Chris Massie
C
on el entusiasmo fanático de los jóvenes, había trazado un itinerario ciclista que, a partir de mi casa de Whitby, me mantendría en contacto con el mar bordeando el contorno de Inglaterra hasta llegar a Blackpool, desde donde me proponía cortar camino entre las colinas hasta reencontrarme con mi terruño de Yorkshire.
Después de haberme embarcado en este ambicioso programa, una noche me encontré, entre las diez y las once, pedaleando por la planicie de la desembocadura del Támesis. Mientras aún había luz, había asimilado la desolación melancólica de aquel territorio donde reinaban las marismas, y los extraños chillidos de un ave de las ciénagas que no reconocí intensificaron aquella sensación.
El calor había hecho bochornosa la jornada: la atmósfera lóbrega, irrespirable, convertía el pedaleo en un esfuerzo concienzudo. La transpiración se desprendía de mi pelo, me chorreaba por la frente, pasaba de largo junto a las orejas y se escurría por el cuello abierto de mi camisa deportiva. La expedición era incómoda y aburrida, y como me había internado por un largo desvío no había casi nada que pudiera cautivar mi atención.
Cuando anocheció, pensé que refrescaría, porque estaba cerca del mar y del río, pero el aire nocturno se volvió aún más sofocante y amenazante, lo cual no es raro después de semejantes jornadas. La atmósfera era tan densa que tuve la impresión de estar cortando una superficie sólida, y en verdad las condiciones justificaban dicha sensación porque de la marisma se había desprendido una bruma baja, pegajosa, y sólo podía ver unos metros de camino con la luz de mi lámpara.
Podría haber completado el viaje sin mayores engorros si no hubiera estado intolerablemente sediento, pero era demasiado tarde para encontrar una posada abierta. Además, era improbable que hubiera una en aquel desvío inhóspito.
Cansado de pedalear, y con necesidad no sólo de beber sino también de dormir, bajé de la bicicleta y seguí a pie. A ambos lados se extendían kilómetros y kilómetros de marismas peligrosas y, aunque estaba circundado por la bruma, tenía plena conciencia del territorio traicionero y desolado por donde transitaba.
A pie me desplazaba lentamente: la niebla pringosa y cálida parecía dificultar mi marcha mediante una resistencia concreta. Estaba extenuado, sediento, somnoliento y alimentaba dudas acerca de mi paradero. Me producía considerable irritación el estar casi en contacto con la ciudad más populosa del mundo, donde podría haber disfrutado de todas las comodidades a cualquier hora, a pesar de lo cual, vista mi difícil situación, era como si estuviera perdido en el Sahara.
Seguí la marcha penosamente, sintiéndome muy estúpido, y lamentando la temeraria jactancia que me había hecho convertir la noche en día y me había colocado al límite de mis fuerzas. Reflexioné, irritado, sobre la locura de elegir desvíos en un país tan estupendamente situado como Inglaterra. Por primera vez deploré mi soledad. Había realizado giras similares con uno o más compañeros, pero había comprobado que, por muy placentera que fuese la compañía, en la ruta dos ideas no eran mejor que una. Las discusiones en las encrucijadas surtían un efecto pernicioso y destructivo sobre unas vacaciones en bicicleta. Pero la situación me estaba crispando los nervios. Soy una de esas personas especiales que no están cómodas en los espacios grandes, llanos y abiertos, y aunque a esa hora no veía la deprimente perspectiva, porque me rodeaba la bruma, la percibía en todas mis terminaciones nerviosas.
«Supongo que no debe de haber una casa en muchos kilómetros a la redonda», pensaba, cuando vi con gran alivio, a través de la niebla, una mancha brillante a la derecha del camino, mancha ésta que indicaba la presencia, en lo alto, de la ventana de un cuarto iluminado.
Aceleré el paso ansiosamente en esa dirección, y no tardé en descubrir que la luz provenía de una casa situada a cierta distancia del desvío, a la cual se llegaba por una puerta de madera que abrí y contra la que apoyé mi bicicleta.
El camino que llevaba a la casa estaba flanqueado por unos arbustos altos. La puerta principal se hallaba tal vez a cincuenta metros, y el suplicio abominable que me provocaba la sed era tan peculiar, que ahora que tenía a la vista el lugar donde podía saciarla, los padecimientos que ella me causaba se intensificaron hasta un extremo inconcebible. ¿Qué sucedería si después de todo no conseguía algo para beber? En ese breve trayecto sólo pensé en litros, y más litros de agua helada extraída de un pozo profundo, y en mi imaginación la trasegaba ávidamente.
Cuando me hube aproximado, vi cruzar sobre el visillo de la ventana la sombra de un hombre, inmensamente aumentada. La sombra se proyectó hacia abajo, como si el hombre se hubiera agachado repentinamente. Hice sonar una extraña campanilla arcaica, tirando de ella y soltándola luego. Un tintineo rápido repicó en el interior de la casa, y luego se redujo con vibración declinante a uno o dos ruidos aislados, antes de extinguirse por completo.
Me quedé donde estaba, sintiéndome incómodo, ridículo. Recordé que en mi infancia había pedido agua en condiciones análogas, y que una buena mujer me había recibido amablemente y me había obsequiado con dos jugosas manzanas para acompañar el trago refrescante. Pero ahora yo era un hombre joven y se había hecho tarde.
No hubo ninguna actividad en respuesta a mi llamada. Impaciente y desesperadamente sediento volví a llamar, y escuché de nuevo las últimas reverberaciones entrecortadas. Esta vez tuve éxito. Hubo una pisada en la escalera. La puerta se abrió un momento después, y desde la oscuridad, porque no había luz en el vestíbulo, una voz preguntó:
—¿Qué desea?
—Me he atascado en la bruma —respondí—. Tengo mucha sed y le agradeceré que me sirva un vaso de agua.
El hombre calló, como si atuviera absorto en sus pensamientos. Fue entonces cuando observé sus enormes dimensiones, no sólo de estatura sino también de circunferencia y envergadura de espaldas. Medía bastante más de un metro ochenta incluso en la postura que había adoptado, con la cabeza gacha y los hombros encorvados. Sus largos brazos colgaban desmañada y desvaídamente, como los de un chimpancé.
—Entre —dijo—. Entre a la luz.
Lo seguí, y tocó una puerta y agregó:
—Espéreme aquí dentro. Volveré enseguida con lo que desea.
La habitación donde entré sólo estaba débilmente iluminada, con un ambiente crepuscular. Era espaciosa, pero estaba pobremente amueblada. Aunque era obvio que se trataba de un comedor o una sala de estar, una mesa ocupaba el centro del recinto y había tres sillones estilo Windsor en diversas posiciones. No había cuadros ni ningún elemento de confort o placer. Estos testimonios me hicieron pensar que la casa se hallaba desocupada y que el hombre que había visto era el casero.
Volvió al cabo de unos pocos minutos sosteniendo un pesado cuenco, y como yo estaba aún en la mitad de la habitación se acercó directamente y lo depositó en mis manos, de manera que me encontré sujetándolo tal como lo había hecho él un momento antes. Me pareció desmesurado para ser un recipiente destinado a beber de él, no obstante la sed que me agobiaba. Miré en el agua, y en el perímetro del fondo vi una mancha oscura que podría haber sido un sedimento de lodo.
Entonces levanté la vista hacia él, irritado, y la luz mortecina me mostró sus facciones. Las dimensiones colosales del hombre hacían pensar en la configuración de un gorila, y yo esperaba que su aspecto me repeliera, pero no fue así. Usaba una de esas barbas que confieren una suerte de dignidad venerable a las caras más horribles. Sus cejas eran espesas y colgantes, de manera que sus ojos quedaban ocultos dentro de estas cuencas cavernosas. Su nariz era larga, con una melancólica depresión descendente, y su boca estaba escondida por un bigote caído.
—Debe de ser un error—dije, señalando el agua.
Inmediatamente estiró sus manazas y me quitó el cuenco. Salió de la habitación sin pronunciar una palabra de disculpa, y lo oí bajar por una escalera.
Estaba alarmado, y no me faltaban ganas de huir de la casa aprovechando su ausencia, porque cuando el cuenco giró en sus manos vi la palabra PERRO estampada sobre su superficie de terracota vidriada.