Nos alojamos en un hotel antiguo, justo frente al paseo marítimo. Los otros resurreccionistas del grupo de papá le habían recomendado el lugar, pero todo olía a viejo, a podrido y a ratas en las paredes. Los pasillos eran de un verde desvaído, las puertas de verde más oscuro y sólo funcionaba una bombilla de cada tres. Los rellanos de los pisos estaban en penumbras, y uno tenía que hacer cola para subir en el ascensor. El sábado, todos excepto Simón permanecimos en el interior del hotel, sentados frente al ventilador y viendo la televisión. Ahora había por allí más de los del grupo de resurreccionistas, y uno podía escucharlos arrastrando los pies, a través de las paredes. Tras la puesta del sol salieron para ir a la playa y nosotros les acompañamos.
Yo traté de que mamá estuviera cómoda. Le extendí la toalla de baño y la volví para que estuviera frente al mar. Había salido ya la luna y soplaba una brisa fría. Le puse a mamá el suéter sobre los hombros Detrás de nosotros, las luces de la calle iluminaban el paseo de tablas junto al mar y la montaña rusa retumbaba y gruñía.
Yo no me habría marchado si la voz de papá no me hubiera irritado tanto. Hablaba demasiado fuerte, se reía por cualquier cosa y tomaba largos tragos de una botella que llevaba en una bolsa. Tía Helen habló poco, y se limitó a observar a papá con una expresión triste, tratando de sonreír cuando él se reía. Mamá permaneció sentada tranquilamente, de modo que me disculpé y me dirigí hacia la montaña rusa en busca de Simón. Me sentía solo sin él. El lugar estaba vacío de familias y chicos, pero la montaña rusa aún funcionaba. A cada pocos minutos se escuchaba un rugido y los gritos de los pocos que habían montado en ella cuando las vagonetas se lanzaban en picado. Comí un perrito caliente y miré a mi alrededor, pero no pude encontrar a Simón por ninguna parte.
Mientras caminaba de regreso hacia la playa, vi a papá inclinado sobre tía Helen dándole un beso en la mejilla. Mamá paseaba por alguna parte, y rápidamente me ofrecí para ir a buscarla, tratando de contener las lágrimas de rabia en mis ojos. Pasé ante el lugar donde dos jóvenes se habían ahogado el fin de semana anterior. Había por allí algunos de los resurreccionistas. Estaban sentados cerca del agua, en compañía de sus familias; pero no había señales de mamá. Estaba pensando ya en regresar cuando creí observar cierto movimiento bajo el paseo de madera.
Estaba increíblemente oscuro allí abajo. Unas estrechas líneas de luz que seguían los extraños modelos de los postes de madera y los maderos cruzados, penetraban por entre las grietas de las tablas de arriba. Los pasos y el arrastrar de pies sobre las tablas sonaban como puños golpeando contra la tapa de un ataúd. Entonces me detuve. Percibí una imagen repentina de docenas de ellos allí, entre la oscuridad. Docenas, mamá entre ellos, cruzados por diminutos dibujos de luz, de modo que se podía ver una mano, o una camisa, o un ojo que miraba fijamente en la oscuridad. Pero no estaban allí. Mamá no estaba allí. Allí había otra cosa.
No sé lo que me hizo mirar hacia arriba. Quizá fueron los pasos. Un pequeño vaivén, algo que permanecía colgado entre las sombras. Pude ver dónde había subido él los maderos cruzados, sorteando un obstáculo aquí, elevándose allí hacia un madero mayor. No habría sido duro. Habíamos subido de aquella forma miles de veces. Le miré fijamente a los ojos, pero fue la cuerda para tender la ropa lo que reconocí primero.
Papá dejó de dar clases tras la muerte de Simón. Ya nunca regresó a su trabajo después del año sabático, y sus notas para el libro sobre Pound permanecieron apiladas en el sótano, junto con los periódicos del año anterior. Los resurreccionistas le ayudaron a encontrar un trabajo como guardián en un cercano centro comercial, y no solía regresar a casa antes de las dos de la madrugada.
Después de Navidad me llevaron a una escuela situada a dos estados de distancia. Para entonces, los resurreccionistas habían inaugurado el instituto, y más y más familias se iban convirtiendo a sus ideas. Más tarde, pude ir a la universidad hasta terminar una carrera. A pesar del pacto, raras veces regresé a casa durante aquellos años, y, durante mis breves visitas, papá siempre estaba borracho. Una vez me emborraché con él y nos sentamos en la cocina y lloramos juntos. Había perdido casi todo el pelo, a excepción de unas pocas hebras en los lados, y sus ojos aparecían hundidos en un rostro arrugado. El alcohol le había dejado innumerables vasos sanguíneos rotos en las mejillas, y parecía como si se hubiera maquillado mucho más que mamá.
La señora Hargill me llamó tres días antes de mi graduación. Papá había llenado el baño con agua caliente y después se había cortado la vena con una cuchilla, pero no a través, sino vena arriba. Sin duda alguna había leído a Plutarco. Transcurrieron dos días antes de que la señora Hargill lo encontrara, y cuando llegué a casa a la noche siguiente, la bañera aún mostraba círculos coagulados y endurecidos. Después del funeral, revisé todos sus viejos papeles y encontré un diario que había estado escribiendo desde hacía varios años. Lo quemé todo junto con el montón de notas para el libro que nunca terminó.
Nuestra política con el instituto fue premiada a pesar de las circunstancias, y eso me ayudó a pasar los años siguientes. Mi carrera es algo más que un trabajo para mí… Creo en lo que hago y soy bueno haciéndolo. Fue idea mía aprovechar algunas de las escuelas vacías para nuestros nuevos centros de barrio.
La semana pasada me vi envuelto en un embotellamiento de tráfico y cuando poco a poco me acerqué al accidente que lo había causado, vi una pequeña figura cubierta por una manta, y cristales rotos por todas partes. También observé que una multitud de
ellos
se había reunido en el terraplén. En estos tiempos también hay muchos de ellos.
Yo tenía acciones en un condominio situado en una de las últimas secciones iluminadas de la ciudad, pero cuando se puso en venta nuestra vieja casa, aproveché la oportunidad y la compré. He conservado buena parte de los muebles antiguos, y sustituido algunos, de modo que ahora se parece mucho a como solía ser antes. Mantener una casa antigua como ésa es caro, pero yo no me gasto mi dinero tontamente. Después del trabajo, muchos de los que trabajan conmigo en el instituto se van a los bares, pero yo no. Después de haber guardado mi equipo y limpiado las mesas del quirófano, regreso directamente a casa. Mi familia está allí, esperándome.
Peter Straub
Para Carlos Fuentes
A
ndy Rivers tardó un par de meses en comprender que su esposo odiaba Londres. Phil apenas había soportado Chicago —se quejaba de los restaurantes, del clima, de la forma en que se vestía la gente—, y, durante meses, Andy había asumido que los sentimientos de su esposo por Londres eran similares a este quisquilloso aunque en el fondo poco importante nivel de disgusto. Phil había echado de menos Nueva York…, y ése era el verdadero motivo de su pesada invectiva sobre Chicago. Pero sus sentimientos sobre Londres eran mucho más profundos. Londres no sólo le disgustaba, no sólo la encontraba una ciudad incómoda e inconveniente, sino que la odiaba. Era una ciudad que siempre le ofrecía algún aspecto nuevo por el que sentirse ofendido. En su trabajo, Andy suponía que Phil era agresivo, pero por lo demás neutral; en casa él no veía razón alguna para ocultar sus verdaderas actitudes. A Phil le parecía que los ingleses, y especialmente los ingleses empleados por su empresa, se mostraban con aires de superioridad, eran tramposos, poco dignos de fiar, poco honrados… Las cualidades que a Phil le disgustaban y que despreciaba en sus empleados no parecían tener fin.
—Quizá sólo son cautelosos —sugirió Andy.
—¿Cautelosos? —espetó Phil—. ¡Más les vale que lo sean! ¡Puedo despedir a todos y cada uno de esos tortuosos hijos de perra!
Andy comprendió que eso era lo que él necesitaba: una de las facetas de sí mismo que no podía permitirse mostrar en su despacho era su inseguridad. Y quizá la inseguridad de Phil era la base del odio que sentía por Londres, del mismo modo que lo era de las palizas que le daba a su esposa.
Andy también comprendió que Phil se sentía celoso de Londres, fueran cuales fuesen sus otros sentimientos, del misino modo que había terminado por comprender que su matrimonio sólo era una cáscara con un poco de polvo en su interior, únicamente el suficiente para marcar la felicidad compartida de otros tiempos. Porque ella se había sentido cada vez más seducida por la ciudad. Desde su casa de Belgravia —perteneciente a la empresa, pero de ellos durante un año—, podía caminar hasta Mayfair, hasta Kensington, e incluso hasta el West End. Descubrió la National Gallery, el Tate, el South Bank, la Courtauld Gallery. El hecho de que la ciudad fuera tan diferente a Chicago y Nueva York la excitaba. Estaba encantada por el hecho de extranjera allí, del mismo modo que Phil se sentía ofendido por ello. De vez en cuando conocía a gente, y la escuchaba. Y verdaderamente atendía a lo que decían. Percibía esa vena de ironía que se intercala en buena parte de las conversaciones inglesas, y eso le encantaba, le parecía como una liberación. Después de un mes de perseguir sus gustos privados en Londres, terminó por comprender que la conversación podía ser una especie de deporte, siempre y cuando uno tuviera de vez en cuando la libertad suficiente para decir cosas que no fueran en serio. Andy sabía que si uno de los empleados de Phil le dijera que le gustaba el traje, la camisa o la corbata que se había puesto, le estaba diciendo en realidad lo horribles que le parecían y lo absurdas que eran en Londres, y que debería guardarlas en el fondo de un armario hasta que su propietario regresara a casa. Phil, que sólo tenía el sentido de la ironía cuando estaba enfadado, habría pensado que le estaban diciendo un cumplido.
De modo que a Andy le encantaban las conversaciones inglesas, y a Phil le disgustaban; a Andy le gustaban los manierismos sociales, mientras que Phil se sentía atacado por ellos; Andy deseaba conocer a los ejecutivos ingleses de la empresa, mientras que Phil insistía en ver sólo a los otros norteamericanos empleados por la empresa. A Phil le gustaban los partidos de béisbol en Regent's Park, y las discusiones sobre dónde conseguir las mejores hamburguesas y pizzas, los espectáculos de circuito cerrado de la Súper Copa, y las veladas de boxeo de pesos pesados en el cine de Leicester Square. Durante todo el año pasado en Inglaterra, Phil echó pestes por la forma en que los peluqueros de Harrod le cortaban el pelo… Andy pensaba que los cortes de pelo eran elegantes…, y todo lo demás banal.
—Quiero un trabajo —le dijo ella un día a finales de mayo—. Voy a ver si puedo conseguir uno.
—¿Un trabajo? —explotó Phil—. ¿Quieres un trabajo? ¿Que clase de trabajo puedes conseguir aquí… si ni siquiera tienes permiso de trabajo? Además, ya ganamos por lo menos dos veces más que cualquiera en este país de nido de ratas. No podrás conseguir un trabajo aquí.
Su expresión anunciaba que volvía a sentirse perseguido por Andy.
—A pesar de todo, me gustaría buscarlo —replicó ella—. Creo que sería agradable conocer a más ingleses. Tú nunca quieres que nos veamos con la gente de la empresa. Voy a empezar a mirar los anuncios de trabajo del periódico.
—¿Anuncios de trabajo? ¿Quieres un puesto de trabajo en una fábrica donde se explota al obrero? Quizá quieras trabajar como camarera en un bar. Bueno, ahí es adonde deberías ir si quieres conocer a los ingleses. Ponte a trabajar en cualquiera de esos inmundos pubs, y te los encontrarás. Los ingleses… —comentó Phil con desprecio—, los ingleses son un puñado de hipócritas pretenciosos. Y no se puede confiar en ellos. Y mean sentados.
Aquella noche, Andy leyó ostensiblemente los anuncios de trabajo del
Evening Standard
, mientras Phil la miraba con el ceño fruncido desde su sillón.
—Conocerás a Andy Capp —le dijo él—. ¿Es eso lo que quieres lograr en la vida, Andy Capp?
A ella apenas le importó lo que él pensara, mientras no se excitara tanto como para golpearla. Se dirigió a la tienda más cercana donde vendían periódicos, revistas, pastelillos y cigarrillos, y se abonó al
Times Educational Supplement
. Apenas sabía lo que andaba buscando, pero sabía que algún día lo encontraría. Phil gruñía y gruñía, pero al cabo de pocas semanas actuó como si la febril caza del trabajo de Andy no le afectara ni en un sentido ni en otro…, quizás ya sabía que ella estaba a punto de abandonarle.
Un viernes de mediados de junio, Andy iba de compras por las tiendas de Burlington Arcade, sin objetivo concreto, cuando de pronto decidió dirigirse al Soho para almorzar. Encontraría un pequeño restaurante italiano cerca de Soho Square y después de almorzar subiría hasta Oxford Street. No tenía ningún plan preciso, sólo quería llenar el día antes de regresar a casa y prepararse para la cena (ella y Phil iban a salir con uno de los empleados norteamericanos jóvenes de la empresa y con su esposa). El joven tenía entradas para el Royal Ballet. Después, Phil insistiría en ir al bar del Savoy, donde aún tendrían tiempo de tomar una copa apresurada antes de que cerraran. Así, Phil habría cumplido dos deseos contradictorios: aparentar haber complacido a su esposa llevándola al ballet, y haberse complacido a sí mismo charlando con todo el mundo después de la cena.
Andy se tomó su tiempo para llegar al Soho; deambuló por cualquier calle que le pareciera interesante: aún estaba en el proceso de descubrir Londres. De modo que atravesó Regent Street y zigzagueó por las diminutas calles del Soho, decididamente más interesantes que bonitas, hasta encontrarse finalmente en la abarrotada Oíd Compton Street. Allí miró alegremente por los ventanales, rechazó la idea de entrar en un
bistrot
y después en un restaurante italiano, leyó los anuncios de «Clases de Francés» y «Terapia de Masaje» en las carteleras públicas de anuncios. Había pastelerías situadas al lado de librerías cuyos escaparates aparecían llenos de imágenes de mujeres desnudas, con cintas negras cubriendo los pezones de unos pechos que parecían almohadas, así como el vello púbico. El sexo y la comida parecían ser los principales productos de la economía del Soho.
Andy se metió por Frith Street y caminó hacia Soho Square. Compró una revista para leer algo mientras almorzaba, un reciente ejemplar de
New Statesman
. En Frith Street había mucho donde elegir: era la primera vez que Andy pasaba por allí, y parecía estar llena de restaurantes italianos. Andy pasó ante la Osteria Larana, la de Bianchi y algunos otros restaurantes, hasta que se encontró casi en Soho Square…, y entonces vio el último restaurante de la calle, anunciado mediante un simple cartel que decía «PIZZERIA». Al acercarse, vio que no tenía el aspecto de una pizzería… A través de las botellas de vino expuestas en la ventana, pudo ver apenas unas pequeñas y bonitas mesas con manteles blancos y flores colocadas en pequeños jarrones. Debajo de este restaurante, bajando por una escarpada escalera metálica, había otro salón de masajes. Sobre la ventana leyó el nombre del restaurante: Al Camino. Era la combinación habitual del Soho: sexo y comida. Entró. Un camarero la dirigió hacia una pequeña mesa situada junto a una pared de estuco; ella pidió el almuerzo y hojeó la revista.