—¡Dios mío, qué frío tengo! —dijo ésta, estremeciéndose intensamente.
—Iba a por las chicas —dijo Randy.
—Vamos, Pancho. Creía haberte oído decir que estabas sobrio.
—Iba a por las chicas —repitió tercamente.
Y pensó: «Nadie sabe que estamos aquí. Nadie en absoluto».
—¿Has visto alguna vez una mancha aceitosa en el agua, Pancho?
Deke había deslizado un brazo sobre los hombros desnudos de LaVerne, de la misma manera casi distraída con que había tocado el pecho de Rachel unas horas antes. No tocaba el pecho de LaVerne —por lo menos todavía no— pero tenía la mano muy cerca. Randy descubrió que eso no le importaba gran cosa, que le daba igual lo que hiciera. Aquella mancha negra y circular en el agua…, eso era lo que le preocupaba.
—Vi una en el cabo hace cuatro años —respondió Randy—. Todos sacamos pájaros que estaban en el agua, sin poder levantar el vuelo, y tratamos de limpiarlos.
—Pancho el Ecologista —dijo Deke, en tono aprobatorio—. Sí, creo que lo tuyo es la ecología.
—Toda el agua estaba impregnada de aquella sustancia pegajosa, en franjas y grandes manchas. No tenía el aspecto de esa cosa. No era, ¿cómo diría?, compacta.
Quería decir: «Parecía un accidente, pero eso es muy distinto; eso parece hecho a propósito».
—Quiero regresar ahora mismo —dijo Rachel.
Todavía miraba a Deke y LaVerne, y por su expresión Randy percibió que estaba dolida. Dudaba de que ella supiera que era algo tan evidente. Pensándolo mejor, dudaba incluso de que ella misma supiera que tenía aquella expresión.
—Entonces vámonos —dijo LaVerne.
También su rostro reflejaba algo; y Randy se dijo que era la claridad del triunfo absoluto. Si la idea parecía pretenciosa, también parecía exacta. No era una expresión dirigida precisamente a Rachel…, pero LaVerne tampoco trataba de ocultarla a la otra muchacha.
Se acercó a Deke; no tuvo que dar más que un paso. Ahora sus caderas se tocaban ligeramente. Por un instante, la atención de Randy pasó de la cosa que flotaba en el agua a LaVerne, concentrándose en ella con un odio casi exquisito. Aunque nunca había abofeteado a una chica, en aquel momento podría haberla golpeado con auténtico placer, no porque la quisiera (había estado un poco enamorado de ella, era cierto, y se había puesto algo más que un poco caliente por ella, sí, y muy celoso cuando empezó a rondar a Deke en el apartamento, ¡oh, sí!, pero no habría llevado a una chica a la que realmente quisiera a menos de veinticinco kilómetros de donde estaba Deke), sino porque conocía aquella expresión en el rostro de Rachel…, el sentimiento interno que traslucía aquella expresión.
—Tengo miedo —dijo Rachel.
—¿De una mancha aceitosa? —inquirió incrédula LaVerne, y se echaron a reír.
El impulso de abofetearla acometió de nuevo a Randy… Un buen revés con la mano abierta para borrar de su rostro aquella expresión de altivez bisoña y dejarle una señal en la mejilla, un morado con la forma de una mano.
—Entonces veamos cómo vuelves nadando —dijo Randy.
LaVerne le sonrió con indulgencia.
—Todavía no tengo ganas de irme —le dijo, como si diera una explicación a un niño—. Quiero ver la salida de las estrellas.
Rachel era una chica más bien baja, bonita, pero con un estilo de pilluela, algo insegura, que hacía pensar a Randy en las muchachas de Nueva York., apresurándose para llegar puntuales al trabajo por la mañana, llevando elegantes vestidos a medida con ranuras frontales o laterales, y con aquella misma hermosura un tanto neurótica. A Rachel siempre le brillaban los ojos, pero sería difícil decir si era el entusiasmo lo que les prestaba aquel aspecto de vivacidad o sólo una inquietud generalizada.
Los gustos de Deke se decantaban más hacia las muchachas morenas y de ojos negros y soñolientos, y Randy comprendió que lo que hubo entre Deke y Rachel, fuera lo que fuese, había terminado, algo simple y un poco aburrido por parte de él, y algo profundo, complicado y probablemente doloroso por parte de ella. Había terminado de un modo tan limpio y rápido que Randy casi oyó el ruido de la ruptura: un sonido como el de ramitas secas partidas sobre una rodilla.
Era un muchacho tímido, pero ahora se acercó a Rachel y la rodeó con un brazo. Ella alzó la vista y le miró brevemente, con el rostro entristecido pero agradecida por el gesto, y él se alegró de haber aliviado un poco su situación. Volvió a ocurrírsele aquella similitud, algo en su cara, en su aspecto…
Primero lo asoció con los programas deportivos de la televisión, luego con los anuncios de galletas saladas, barquillos o algún otro de esos condenados productos. Entonces lo vio con claridad: se parecía a Sandy Duncan, la actriz que intervino en la reposición de
Peter Pan
en Broadway.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó la muchacha—. ¿Qué es, Randy?
—No lo sé.
Miró a Deke y vio que éste le miraba a su vez con aquella sonrisa suya que era más de vivida familiaridad que de desprecio…, aunque el desprecio también estaba presente. Su expresión decía: «Aquí está el aprensivo Randy, meándose de nuevo en los pañales». Y era de suponer que Randy musitaría: «Probablemente no es nada. No te preocupes por ello; pronto desaparecerá», o algo por el estilo. Pero no lo hizo. Que Deke siguiera sonriendo. La mancha negra en el agua le asustaba. Esa era la verdad.
Rachel se apartó de Randy y se arrodilló con un bonito gesto en el ángulo de la balsa más próximo a aquella cosa; por un momento hizo que él tuviera una asociación de ideas más precisa: la chica que aparece en las etiquetas de la soda White Rock. «Sandy Duncan en las etiquetas de White Rock», corrigió su mente. Su rubio cabello, muy corto y algo áspero, yacía húmedo sobre el cráneo de línea armoniosa. Podía ver la carne de gallina en sus omoplatos, por encima de la cinta blanca del sostén.
—No vayas a caerte, Rachel —dijo LaVerne con alegre malicia.
—Basta ya, LaVerne—intervino Deke, todavía sonriendo.
Randy los miró, erguidos en medio de la balsa, rodeándose sus respectivas cinturas con los brazos, las caderas tocándose ligeramente, y su mirada se posó de nuevo en Rachel. La alarma corría por su espina dorsal y a través de sus nervios como un incendio. La mancha negra había reducido a la mitad la distancia que la separaba del ángulo de la balsa donde Rachel estaba arrodillada, mirándola. Antes había estado a dos metros o dos y medio, pero ahora la distancia era de un metro o menos, y Randy vio algo extraño en los ojos de la muchacha, un vacío, como una blancura redonda que se parecía extrañamente a la negrura circular de aquella cosa que estaba en el agua.
Pensó absurdamente: «Ahora es Sandy Duncan sentada en una etiqueta de White Rock y fingiendo que la hipnotiza el aroma exquisito y delicioso de la Miel de Nabisco Grahams», y sintió que su corazón se aceleraba como lo había hecho en el agua.
—¡Apártate de ahí, Rachel! —exclamó.
Entonces todo sucedió con extrema rapidez… Las cosas ocurrieron con la velocidad de los fuegos artificiales. Y, no obstante, él vio y oyó cada cosa con una claridad perfecta, infernal. Cada una de las cosas parecía encajada en su propia pequeña cápsula.
LaVerne se echó a reír. En el patio, en una hora luminosa de la tarde, podría haber sonado como la risa de cualquier colegiala de instituto, pero allí, en la creciente oscuridad, sonaba como la árida risa senil de una bruja preparando una pócima mágica.
—Rachel, será mejor que… —empezó a decir Deke, pero ella le interrumpió, casi con toda seguridad por primera vez en su vida, e indudablemente por última.
—¡Tiene colores! —exclamó con voz estremecida, llena de asombro. Contemplaba la mancha negra en el agua con absorto arrobamiento, y por un momento Randy creyó ver de qué estaba hablando: colores, sí, colores girando en numerosas espirales dirigidas hacia dentro. Entonces las espirales desaparecieron, y la cosa presentó de nuevo su negrura apagada, mate—. ¡Qué preciosidad de colores!
—¡Rachel!
La muchacha tendió la mano hacia abajo para tocarla, extendió un blanco brazo, al que la piel de gallina daba un aspecto marmóreo, alargó la mano con intención de tocarla. Vio que la chica se había mordido las uñas y las tenía melladas.
—Ra…
Randy notó que la balsa oscilaba en el agua cuando Deke avanzó hacia ellos. Tendió los brazos hacia Rachel al mismo tiempo, con la intención de apartarla del borde, vagamente consciente de que no quería que Deke lo hiciera.
Entonces la mano de Rachel tocó el agua, primero sólo el dedo índice, produciendo una onda delicada…, y la mancha se agitó sobre ella. Randy oyó resollar a la muchacha, y de repente aquel extraño vacío abandonó los ojos de Rachel y fue sustituido por una expresión de angustia.
La sustancia negra y viscosa se extendió como barro por su brazo…, y por debajo de él; Randy vio que la piel se disolvía. Rachel abrió la boca y lanzó un grito al tiempo que empezaba a ladearse hacia fuera. Tendió frenéticamente la otra mano a Randy y éste intentó cogerla. Sus dedos se rozaron. La mirada de la muchacha se encontró con la suya, y aún seguía pareciéndose endiabladamente a Sandy Duncan. Entonces cayó torpemente hacia fuera y se hundió en el agua.
La cosa negra fluyó sobre el punto donde Rachel había caído.
—¿Qué ha ocurrido? —gritaba LaVerne tras ellos—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha caído al agua? ¿Qué le ha pasado?
Randy hizo ademán de zambullirse tras ella, y Deke le empujó hacia atrás, con más fuerza de lo que se había propuesto.
—No —le dijo en un tono asustado muy impropio de él.
Los tres la vieron salir a la superficie, debatiéndose, agitando los brazos… No, no los brazos, sino uno solo; el otro estaba cubierto por una grotesca membrana negra que colgaba en jirones y pliegues de algo rojo y unido por tendones, algo que se parecía un poco a un asado de buey enrollado.
—¡Auxilio! —gritó Rachel. Su mirada se fijó en ellos, se desvió, les miró de nuevo, volvió a apartarse… Sus ojos eran como linternas agitadas sin orden ni concierto en la oscuridad. El agua golpeada espumeaba a su alrededor—. ¡Socorro, me hace daño, por favor, socorro, ME HACE DAÑOOOOO…!
El empujón de Deke había derribado a Randy. Ahora se levantó de las tablas de la balsa en las que había caído y se tambaleó de nuevo hacia delante, incapaz de hacer caso omiso de aquella voz. Intentó saltar y Deke le cogió, rodeando el delgado pecho del muchacho con sus grandes brazos.
—No, está muerta —susurró con voz ronca—. Por Dios, ¿no te das cuenta? Está
muerta
, Pancho.
Una espesa negrura cubrió de pronto el rostro de Rachel, como un paño, y sus gritos quedaron primero ahogados y luego se extinguieron por completo. Ahora la sustancia negra parecía atarla con un entrelazado de cuerdas, o filamentos de telaraña. Randy pudo ver que aquello penetraba en el cuerpo de la muchacha como si fuera ácido, y cuando la vena yugular cedió y brotó a borbotones un chorro oscuro, vio que la cosa emitía un seudópodo para recoger la sangre que se escapaba. No podía creer lo que estaba viendo, no podía comprenderlo…, pero no había ninguna duda, no tenía ninguna sensación de que perdía el juicio, no había nada que pudiera hacerle pensar que soñaba o sufría alucinaciones.
LaVerne gritaba. Randy se volvió a tiempo de ver que se cubría los ojos con una mano, con gesto melodramático, como la heroína de una película muda. Pensó echarse a reír y hacerle ese comentario, pero descubrió que no podía emitir sonido alguno.
Miró de nuevo a Rachel, la cual casi ya no estaba allí.
Sus esfuerzos se habían debilitado hasta el extremo de que ya no eran realmente más que espasmos. La negrura rezumaba encima de ella, y Randy pensó que ahora era más grande; sí, no cabía ninguna duda de que era mayor, envolvía el cuerpo de la víctima con una fuerza silenciosa, muscular. Vio que la mano de Rachel golpeaba la sustancia, que se pegaba a ésta, como si tocara melaza o papel atrapamoscas, y vio que desaparecía, consumida. Ahora no había más que el contorno de la forma de Rachel, no en el agua sino en la cosa negra, una forma pasiva que no se movía por sí misma, sino que era movida e iba haciéndose cada vez más irreconocible, un destello blanco: «Los huesos», pensó el muchacho con una sensación de náusea, y se volvió para vomitar sin remedio por encima del borde de la balsa.
LaVerne seguía gritando. Entonces se oyó el chasquido de una bofetada. Dejó de gritar y empezó a lloriquear quedamente.
«Le ha pegado», pensó Randy. «Yo iba a hacer eso, ¿recuerdas?».
Retrocedió, limpiándose la boca y sintiéndose débil y angustiado.
Y asustado. Tan asustado que sólo podía pensar con una diminuía porción de su mente. Pronto él también empezaría a gritar, y entonces Deke tendría que abofetearle, Deke no sería presa del pánico, oh, no, Deke tenía sin duda madera de héroe. «Tienes que ser un héroe del fútbol… para llevarte de calle a las chicas guapas», entonó mentalmente, con incongruente regocijo. Entonces pudo oír que Deke le hablaba en voz baja, y alzó la vista al cielo, tratando de aclararse la cabeza, procurando desesperadamente alejar la visión del cuerpo de Rachel convirtiéndose en una masa inhumana, mientras aquella cosa negra la devoraba, y deseando que Deke no le abofeteara como había hecho con LaVerne.
Alzó la vista al cielo y vio las primeras estrellas que brillaban en lo alto, la forma de la Osa Mayor ya nítida, mientras la última claridad diurna desaparecía en el oeste. Eran casi las siete y media.
—Ah, Cisco —logró decir—. Creo que esta vez estamos metidos en un buen lío.
—¿Qué es eso? —Su mano se desplomó sobre el hombro de Randy, aferrándolo y torciéndolo dolorosamente—. La ha devorado, ¿has visto eso? ¡La ha devorado, esa jodida cosa la ha devorado, ni más ni menos! ¿Qué diablos es eso?
—No lo sé. ¿No me has oído antes?
—¡Eres tú quien tiene que saberlo! ¡Eres una dichosa lumbrera, sigues todos los jodidos cursos de ciencias!
Ahora Deke casi gritaba, y eso ayudó a Randy a dominarse un poco más.
—No hay nada como esa cosa en ninguno de los libros científicos que he leído en mi vida —replicó Randy—. La última vez que vi algo parecido fue en el espectáculo de horror organizado el día de Difuntos en el Rialto, cuando tenía doce años.
La cosa había recuperado su forma circular, y flotaba en el agua a tres metros de la balsa.
—Es más grande —gimió LaVerne.
Cuando Randy la vio por primera vez, supuso que tenía un diámetro de metro y medio. Ahora era de unos dos metros y medio