Señalé el sofá con el cañón del revólver:
—Uno en cada extremo.
Tomaron asiento, Keenan a la derecha y el sargento a la izquierda. Cuando estaba sentado, el sargento parecía aún más corpulento. El pelo cortado al rape había crecido demasiado, pero dejaba ver una fea cicatriz mellada. Pensé que pesaba por lo menos noventa kilos, y me pregunté por qué tenía un Volkswagen.
Cogí una silla y la arrastré sobre la alfombra de Keenan, que tenía el color de la arena movediza, hasta una distancia prudencial delante de ellos. Me senté y dejé reposar el arma sobre mi muslo. Keenan la miraba como un pájaro contempla a una serpiente. El sargento, en cambio, me miraba como si yo fuera un pájaro.
—¿Y ahora, qué? —preguntó en tono neutro.
—Hablemos de mapas y dinero—repliqué.
—No sé de qué me hablas —dijo el sargento—. Lo único que sé es que los críos no deben jugar con armas.
—¿Qué tal anda Cappy MacFarland últimamente? —le pregunté con toda tranquilidad.
No obtuve ninguna reacción del sargento, pero la efervescencia de Keenan hizo que saltara su corcho. Disparó las palabras como si fueran proyectiles:
—Lo sabe, sargento, lo sabe.
—¡Calla! —le gritó el sargento—. ¡Cierra tu maldita boca!
Keenan cerró los ojos y gimoteó. Aquella era la parte del trato de la que nadie le había hablado. Sonreí.
—Tiene razón, sargento —le dije—. Lo sé… casi todo.
—¿Quién eres, muchacho?
—Nadie a quien conozcas. Un amigo de Barney.
—No sé quién es —dijo el sargento con indiferencia.
—No estaba muerto, sargento. Todavía alentaba.
Sarge dirigió una mirada lenta y fulminadora a Keenan, el cual se estremeció y abrió la boca.
—Calla —le ordenó el sargento—. Debería romperte el cuello. —Keenan cerró la boca con un chasquido. El sargento volvió a mirarme—: ¿Qué significa
casi
todo?
—Todo menos los pequeños detalles. Sé todo lo relativo al coche blindado, la isla y Cappy MacFarland, y de qué modo tú, Keenan y un cabrón llamado Jagger liquidasteis a Barney. Y el mapa: sé lo del mapa.
—No ocurrió tal como él te lo contó. Iba a traicionarnos.
—Era incapaz de hacer tal cosa. Barney era un primo que sabía conducir un coche a toda velocidad.
El sargento se encogió de hombros. Ver aquel gesto era como presenciar un pequeño terremoto.
—Muy bien. Sé tan estúpido como pareces.
—En marzo pasado ya supe que Barney estaba metido en algo, pero no sabía de qué se trataba. Entonces, una noche, vi que tenía un arma. Este revólver. ¿Cómo te pusiste en contacto con él, sargento?
—A través de alguien que estuvo en la cárcel con él. Necesitábamos un conductor que conociera bien la parte oriental de Maine y la zona de Bar Harbor. Keenan y yo fuimos a verle, y aceptó.
—Cumplí condena con él en South Portland —expliqué, y le dirigí una sonrisa al sargento—. Me gustaba. Era tonto, pero un buen muchacho. Necesitaba de alguien que cuidara de él, y parece que yo fui el elegido. No me molestó. Pensábamos atracar un banco en Lewiston, pero él no pudo esperar. Y ahora está bajo tierra.
—Vas a hacerme llorar—dijo el sargento.
Alcé el arma y le apunté, y por primera vez él fue el pájaro y yo la serpiente.
—Hazte otra vez el gracioso y te meto una bala en la barriga. ¿Acaso crees que no lo haré?
Sacó la lengua y la introdujo de nuevo en la boca con sorprendente rapidez, como un lagarto, y asintió con la cabeza. Keenan estaba paralizado. Parecía como si quisiera vomitar pero no se atreviera a hacerlo.
—Me dijo que era un gran golpe, suficiente para vivir de él durante diez años. Eso es todo lo que supe. Se marchó el tres de abril. Dos días después cuatro tipos volcaron el camión de Brinks que cubre el trayecto entre Portland y Bangor, en las afueras de Carmel. Mataron a los tres guardianes. Los periódicos dijeron que los atracadores atravesaron dos barreras policiales en la carretera, en un Ford del cincuenta y ocho trucado. Barney guardaba un Ford del cincuenta y ocho y tenía la intención de convertirlo en coche de carreras. Apuesto a que Keenan le dio el dinero para que lo convirtiera en algo mejor y mucho más rápido.
Los miró a los dos. No hicieron ningún comentario. El rostro de Keenan tenía un color terriblemente pálido.
—El seis de mayo recibo una postal con matasellos de Bar Harbor, pero eso no significa nada, porque hay docenas de islotes cuyo correo se canaliza desde ese punto, y lo recoge una lancha del servicio postal. La postal dice: «Mamá y la familia bien, la tienda marcha. Nos veremos en julio». Estaba firmada con el segundo nombre de Barney. Alquilé una casita de campo en la costa, porque Barney sabía que ése sería el trato. Llega julio, termina y Barney no aparece. —Les dirigí una mirada distante y proseguí—: Se presentó a principios de agosto. Cortesía de tu compinche Keenan, sargento. Se olvidó de la bomba de sentina automática del bote. Creíste que el agujero lo hundiría enseguida, ¿eh, Keenan? Pero también creíste que Barney estaba muerto. Yo extendía a diario una manta amarilla en la Punta del Francés, y era visible desde kilómetros de distancia, fácil de localizar. Sin embargo, tuvo suerte. No pudo hablar demasiado. Tú ya le habías traicionado una vez, ¿eh, sargento? No le dijiste que el dinero era nuevo, que todos los números de serie estaban registrados. Ni siquiera uno de los chicos del «sindicato» lo habría comprado hasta dentro de diez, o quizá quince años.
—Eso fue por su propio bien —murmuró el sargento—. Dentro de diez años tendría treinta. Yo, en cambio, tendré sesenta y uno.
—¿También compró a Cappy MacFarland? ¿O ésa fue sólo otra sorpresa?
—Todos teníamos que comprar a Cappy —replicó el sargento—. Era un buen hombre, un profesional. El año pasado se le declaró un cáncer incurable. Y me debía un favor.
—Así que los cuatro fuisteis a la isla de Cappy —les dije—. Cappy enterró el dinero e hizo un mapa.
—Fue idea de Jagger—dijo el sargento—. No podíamos escondernos de la policía durante diez años, nadie quería confiar en alguien que supiera dónde estaba el alijo… Había demasiadas posibilidades de que alguien se hiciera con todo el pastel. Y si lo repartíamos, alguno, tu compañero, por ejemplo, podía ceder a la debilidad y gastar parte del dinero. Si los polis le echaban el guante, el tipo podría cantar los nombres. Todos nos fuimos a pasar la tarde a la playa, y Cappy se encargó del dinero.
—Háblame del mapa.
—Sabía que llegaríamos a eso —dijo el sargento, con una sonrisa espectral.
—¡No se lo digas! —gritó Keenan ásperamente; el pánico se traslucía en su voz.
—Calla —dijo brutalmente el sargento—. Lo sabe todo gracias a ti. Si él no te mata, lo haré yo.
—Tu nombre está en una carta —dijo Keenan, frenético—. ¡Si me ocurre algo…!
—Cappy lo dibujó bien —dijo el sargento, como si Keenan no estuviera allí—. Había hecho prácticas de dibujo en la penitenciaría de Joliet. Cortó el mapa en pedazos para darnos uno a cada uno de nosotros. Íbamos a reunimos el 4 de julio de 1982. Pero hubo problemas.
—Sí —convine, con voz distante.
—Si eso hace que te sientas algo mejor, te diré que fue una cosa de Keenan y solo de él. Tenía que ser así. Jagger y yo nos largamos en el bote de Cappy. El estaba bien cuando nos marchamos.
—¡Eres un maldito embustero! —chilló Keenan.
—¿Quién guardó dos trozos del mapa en su caja fuerte empotrada en la pared? —inquirió el sargento, y me miró de nuevo—: De todos modos, no había ningún problema, porque dos trozos del mapa no eran suficientes, y quizás era mejor quitar a tu compinche del medio. Tres partes son mejor que cuatro. Entonces Keenan me llamó y me dio su dirección. Me dijo que fuera a verle aquella misma noche. Naturalmente, había tomado precauciones: mi nombre estaba en una carta en poder de su abogado, con instrucciones de abrirla en caso de que muriese. Su idea era que el reparto entre dos sería aún mejor que entre tres. Con tres trozos del mapa en su poder, Keenan pensó que tal vez sería capaz de encontrar el sitio en el que se hallaba enterrada la pasta.
El rostro de Keenan era como una luna que se deslizaba hacia alguna parte, en una alta estratosfera de terror.
—¿Dónde está la caja fuerte? —le pregunté.
Keenan no dijo nada.
Yo había practicado un poco con el revólver. Era una buena arma y me gustaba. La sostuve con las dos manos y disparé al brazo de Keenan justamente por debajo del codo. El sargento ni siquiera se movió. Keenan cayó del sofá y se acurrucó, apretándose el brazo y gritando.
—¿Dónde está la caja fuerte? —le pregunté.
Keenan siguió gritando.
—Voy a dispararte en la rodilla —le dije—. El sargento podrá llevarte a donde está la caja.
—El grabado —dijo jadeando—. El Van Gogh. No me dispares más, por favor.
Me miró, sonriendo, con una expresión dolorida y conciliadora.
Con el arma le hice una indicación al sargento.
—Levántate y ponte de cara a la pared.
El sargento obedeció y se quedó ante la pared, los brazos colgándole fláccidos a los costados.
—Ahora tú —le dije a Keenan—. Ve a abrir la caja fuerte.
—Voy a morir desangrado —se quejó Keenan.
Me acerqué a él y le rocé la mejilla con la culata del arma, desgarrándole la piel.
—Ahora sí que sangras —le dije—. Vete a abrir la caja o sangrarás más todavía.
Keenan se levantó, sujetándose el brazo herido y llorando a lágrima viva. Descolgó el grabado con la mano sana y apareció una caja fuerte empotrada, de color gris. Me dirigió una mirada aterrorizada y empezó a manipular el disco. Sus dos primeros intentos fallaron, y tuvo que empezar de nuevo. Al tercer intento consiguió abrir la caja, en cuyo interior había algunos documentos y dos fajos de billetes. Introdujo la mano, manoseó un poco y sacó dos pedazos de papel, de unos ocho centímetros cuadrados.
Me había propuesto atarle y dejarle allí, puesto que era bastante inofensivo; no se atrevería a salir de su casa durante una semana. Pero era tal como el sargento había dicho: tenía dos fragmentos del mapa.
Y uno de los fragmentos tenía manchas de sangre.
Le disparé de nuevo, esta vez no en el brazo. Cayó al suelo como una bolsa de lavandería vacía.
El sargento no se acobardó.
—No te he mentido. Keenan se cargó a tu amigo. Los dos eran unos aficionados. Aficionados y estúpidos.
No le repliqué. Miré los pedazos de papel y me los guardé en el bolsillo. Ninguno de ellos tenía una X que señalara el lugar donde estaba el tesoro.
—¿Y ahora qué? —preguntó el sargento.
—Vamos a tu casa.
—¿Qué te hace pensar que mi trozo del mapa está ahí?
—No creo que ningún otro sitio te inspirara confianza. Pero si no es así, iremos a donde esté.
—Tienes respuesta para todo, ¿eh?
—Vámonos.
Regresamos al garaje y me senté en la parte trasera del Volkswagen, en la parte más distanciada del conductor. El tamaño del vehículo hacía que fuera casi imposible un movimiento de sorpresa por parte del conductor. Tardaría cinco minutos en dar la vuelta. Dos minutos después, estábamos en la carretera.
Empezaba a nevar y caían unos copos grandes y viscosos que se pegaban al parabrisas y se convertían en aguanieve en cuanto caían al suelo. La calzada estaba resbaladiza, pero no había mucho tráfico.
Después de viajar durante media hora por la carretera 10, el sargento viró para enfilar una carretera secundaria. Quince minutos después llegamos a un camino de tierra con rodadas, bordeado de pinos cargados de nieve. Avanzamos tres kilómetros más y entramos en un sendero corto y sembrado de desperdicios.
A pesar de la limitada luz de los faros del Volkswagen, pude distinguir una rústica y destartalada cabaña, con parches en el tejado y una antena de televisión torcida. En una hondonada, a la izquierda, había un viejo Studebaker cubierto de nieve. Al fondo se veía un cobertizo y un montón de neumáticos usados. Bienvenidos al Park-Sheraton.
—Hogar, dulce hogar —dijo el sargento al tiempo que paraba el motor.
—Si esto es un engaño, te mataré.
Parecía llenar las tres cuartas partes de le exigua parte delantera del vehículo.
—Lo sé —replicó.
—Baja.
El sargento se dirigió a la puerta de entrada.
—Ábrela y luego quédate quieto —le ordené.
El abrió la puerta y permaneció inmóvil. Estuvimos allí unos tres minutos, y no ocurrió nada. No había más movimiento que el de una gruesa ardilla gris que se había aventurado hasta el centro del patio para maldecirnos.
—Muy bien —dije al fin—. Entremos.
Aquello era una madriguera de ratas. La única bombilla que había era de sesenta vatios e iluminaba débilmente toda la sala, dejando sombras como murciélagos muertos de hambre en los rincones. Había periódicos desparramados por todas partes. De una cuerda combada colgaban ropas puestas a secar. En un rincón había un viejo aparato de vídeo, y en el extremo opuesto una pica que estaba para caerse y una pesada bañera herrumbrosa, con patas en forma de garra. A su lado había un rifle de caza. Un gato gordísimo, de pelaje amarillento, dormía sobre la mesa de la cocina. La estancia olía a madera podrida y a sudor.
—Se carga a los roedores —dijo el sargento.
Podría haber discutido la afirmación, pero no lo hice.
—¿Dónde está tu fragmento del mapa?
—En el dormitorio.
—Vamos a buscarlo.
—Todavía no. —Se volvió lentamente, con una expresión dura en su cara de cemento—. Quiero que me des tu palabra de que no me matarás cuando lo tengas.
—¿Cómo te arreglarás para hacer que la mantenga?
Él me sonrió de un modo lento y soñoliento, como una fisura abriéndose en un glaciar.
—No hay manera de asegurarlo, pero te tengo calado.
—Explícate.
—El dinero no es lo único que te interesa, de lo contrario ya habría tratado de llegar a un acuerdo contigo. Pero también tienes que saldar la cuenta pendiente por la muerte de Barney. Muy bien, es justo. Keenan le traicionó y Keenan está muerto. Si también quieres echarle mano a la pasta, perfecto. Quizá tres fragmentos del mapa serán suficientes…, y el mío tiene marcada una gran equis. Pero no lo vas a conseguir a menos que me prometas lo que pido a cambio… Mi vida.
—¿Cómo sé que no irás a por mí?
—Iré, hijito —dijo suavemente el sargento—. Con una buena arma. Porque entonces será un nuevo juego de pelota.