Read Horror 2 Online

Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (23 page)

—No —dijo ella, pero la mano en la entrepierna de Randy empezó a moverse con más rapidez.

—Puedo verlo —dijo él. Los latidos de su corazón habían vuelto a adquirir velocidad, bombeando la sangre con más rapidez, enviando calor a la superficie de su piel helada—. Puedo vigilarlo.

Ella murmuró algo y él notó que el elástico se deslizaba desde sus caderas hasta los muslos. Vigilaba a la cosa. Se deslizó hacia arriba, adelante, y penetró en ella. Notó el calor; Señor, por lo menos allí había calor. Ella emitió un sonido gutural y sus dedos aferraron las nalgas frías y prietas del muchacho.

Randy observaba a la cosa. No se movía. Él no le quitaba los ojos de encima. La vigilaba atentamente. Las sensaciones táctiles eran increíbles, fantásticas. Carecía de experiencia, pero tampoco era virgen. Había hecho el amor con tres chicas y nunca había sido así. Ella gimió y empezó a alzar las caderas. La balsa se balanceó suavemente, como la cama de agua más dura del mundo. Los barriles de debajo murmuraban huecamente.

Randy miraba la cosa. Los colores empezaron a girar…, ahora lenta, sensualmente, no de un modo amenazante; no apartaba la vista y miraba los colores. Tenía los ojos muy abiertos. Los colores estaban en sus ojos. Ahora no sentía frío, sino que estaba caliente, con el calor que se siente el primer día de playa a principios de junio, cuando uno siente el sol que tensa la piel con palidez invernal, enrojeciéndola, dándole

(
colores
)

color, cierto tinte. Primer día en la playa, primer día de verano, escuchas las viejas canciones de los Beach Boys, escuchas los Ramones, los Ramones diciéndote que puedes ir en autostop a la playa de Rockaway, la arena, la playa, los colores

(
se mueve, está empezando a moverse
)

y la sensación del verano, la textura, la liga de fútbol, no hay escuela y puedo ver jugar a los Yankis cuanto me venga en gana, bikinis en la playa, la playa, la playa, pechos firmes y fragantes con aceite Coppertone, y si la braguita del bikini es bastante pequeña puedes ver un poco de

(
pelo su pelo SU PELO ESTÁ EN EL OH DIOS EN EL AGUA SU PELO
)

Se retiró bruscamente y trató de levantar a la muchacha, pero la cosa se movió con untuosa velocidad y se enredó en su pelo como una membrana de espesa goma negra, y cuando Randy tiró de ella, la muchacha ya gritaba y estaba atenazada. La cosa salió del agua en forma de enroscada y horrorosa membrana de colores intensos, escarlata, bermellón, vivo esmeralda, ocre plomizo.

Fluyó sobre el rostro de LaVerne como una ola, cubriéndolo por completo.

Ella agitaba pies y manos. La cosa se retorcía en el lugar donde había estado la cara de la muchacha. La sangre corría en torrentes por su cuello. Gritando, sin darse cuenta de que lo hacía, Randy corrió hacia ella, puso un pie sobre su cadera y tiró de ella. La muchacha cayó pesadamente desde el borde de la balsa, sus piernas como alabastro a la luz de la luna. Durante unos instantes interminables el agua espumeó y lamió el costado de la balsa, como si alguien hubiera capturado allí la perca más grande del mundo y se debatiera como un demonio para librarse del anzuelo.

Randy gritó y gritó. Y luego, para variar, gritó un poco más.

Una media hora después, cuando ya hacía mucho que el chapoteo y la lucha frenéticos habían terminado, los somorgujos empezaron a responder con sus gritos.

La noche fue interminable.

El cielo empezó a aclararse por el este hacia las cinco menos cuarto, y Randy sintió que su estado de ánimo mejoraba. Fue una sensación momentánea, tan falsa como el alba. Estaba de pie sobre las tablas, los ojos semicerrados, el mentón en el pecho. Había estado sentado en las tablas hasta una hora antes, y le había despertado de súbito —sin que hubiera sabido hasta entonces que se había quedado dormido, ¡eso era lo más temible!— aquel inefable sonido de lona restregada. Se puso en pie de un salto antes de que la negrura empezara a succionar ansiosa entre las tablas, buscándole. Su respiración era jadeante; se mordió un labio, haciendo que sangrara.

«¡Dormido, estabas dormido, pedazo de alcornoque!»

La cosa había vuelto a salir de debajo media hora después, pero él no se sentó. Temía hacerlo, temía dormirse y que su mente no le despertara a tiempo.

Tenía los pies afianzados sobre las tablas cuando una luz intensa, esta vez el amanecer verdadero, llenó el este y los primeros pájaros de la mañana empezaron a cantar. Salió el sol, y hacia las seis el día era lo bastante brillante como para poder ver la playa. El Camaro de Deke, amarillo brillante, estaba en el sitio donde Deke lo había dejado aparcado, con el morro en la valla de estacas. Camisas, jerseys y cuatro tejanos estaban desparramados, formando pequeños montones a lo largo de la playa. La visión de aquellas ropas horrorizó de nuevo a Randy, cuando creía que su capacidad de horrorizarse sin duda estaba agotada. Pudo ver sus tejanos, con una pernera al revés, mostrando el bolsillo. Qué seguros parecían sus pantalones tendidos allí, sobre la arena, esperando a que él llegara y pusiera bien la pernera, cogiendo el bolsillo al hacerlo, para que no cayera la calderilla. Casi podía sentir su susurro al enfundar en ellos las piernas, se veía abrochando el botón de latón encima de la bragueta.

Miró a la izquierda y allí estaba la cosa…, negra, redonda, como una ficha de damas, flotando liviana. Los colores empezaron a girar en su superficie, y él apartó la vista enseguida.

—Vete a casa —graznó—. Vete a casa o vete a California y busca una película de Roger Corman para que te hagan una prueba artística.

Oyó el zumbido de un avión a lo lejos, y cayó en una soñolienta fantasía: «Nos han dado por desaparecidos, a los cuatro. La búsqueda ha partido de Horlicks. Un granjero recuerda haber visto pasar un Camaro amarillo que corría "como un murciélago salido del infierno". La búsqueda se centra en la zona de Cascade Lake. Pilotos privados se ofrecen voluntarios para efectuar un rápido registro desde el aire, y un individuo, que sobrevuela el lago en su bimotor Beechcraft Bonanza, ve a un muchacho que está de pie, desnudo, en la balsa, un chico, único superviviente, único…».

Se detuvo cuando estaba a punto de caer por el borde de la balsa y volvió a golpearse la nariz, gritando de dolor.

La cosa negra se lanzó de inmediato hacia la balsa como una flecha y se apretujó debajo. Quizá podía oír, o sentir, o… lo que fuera.

Randy esperó.

Esta vez pasaron tres cuartos de hora antes de que saliera.

Llegó la tarde.

Randy lloraba.

Lloraba porque ahora se había añadido una novedad a la situación. Cada vez que trataba de sentarse, la cosa se deslizaba debajo de la balsa. Así pues, no era totalmente estúpida; percibía o adivinaba que podía capturarle mientras estuviera sentado.

—Márchate. —Randy gimió ante la gran mancha negra que flotaba en el agua. A cincuenta metros de distancia, burlonamente cerca, una ardilla jugueteaba sobre el capó del Camaro de Deke—. Vete, por favor, vete a cualquier parte, pero déjame en paz…

La cosa no se movía. Los colores empezaron a girar en su superficie visible. Randy desvió la mirada hacia la playa, buscando alguna posibilidad de ayuda, pero allí no había nadie, nadie en absoluto. Sus téjanos seguían en la arena, con una pernera al revés, el forro blanco de un bolsillo al aire. Ya no tenía la sensación de que estaban allí como si alguien fuera a recogerlos. Parecían reliquias.

Pensó: «Si tuviera un arma, me mataría ahora mismo».

Estaba de pie en la balsa.

El sol se puso.

Tres horas después salió la luna.

No mucho más tarde los somorgujos empezaron a gritar.

Poco después, Randy se volvió y miró la cosa negra en el agua. No podía suicidarse, pero quizá la cosa lo arreglaría de manera que no sintiera dolor…, tal vez los colores eran para eso.

La buscó y allí estaba, flotando, meciéndose con las olas.

—Enséñame algo bonito —dijo Randy con voz ronca.

Los colores empezaron a adquirir forma y girar. Esta vez Randy no desvió la vista. En algún lugar, al otro extremo del lago desierto, gritó un somorgujo.

El quinto fragmento

Un relato de John Swithen

Stephen King

E
stacioné el cacharro en la esquina de la casa de Keenan, permanecí un momento sentado en la oscuridad y luego paré el motor y bajé del coche. Al cerrar la portezuela, pude oír el ruido de la herrumbre que se desprendía de los largueros y caía al suelo. Aquello no podría seguir así por mucho más tiempo.

Notaba la dureza del arma contra mi pecho al caminar. Era un Colt 45, el Colt de Barney. Serviría para la faena y, además, daba a todo el asunto un sentido de cruda justicia.

La casa de Keenan era una monstruosidad arquitectónica que se extendía sobre medio acre de terreno, llena de ángulos inclinados y tejados de pendiente pronunciada tras una valla de hierro. Tal y como esperaba, la puerta de la valla estaba abierta. El sargento se presentaría más tarde.

Me dirigí al camino de acceso, sin apartarme de los arbustos, y agucé el oído para distinguir cualquier sonido extraño por encima del lamento cortante del viento de enero. No se oía nada. Era la noche del jueves, y la criada de Keenan debía de estar fuera, pasándolo bien en alguna fiesta aburrida. No habría nadie más que aquel cabrón de Keenan, esperando al sargento, esperándome…

El garaje estaba abierto, y entré allí. Descollaba la sombra de ébano del Impala de Keenan. Comprobé si se abría la portezuela trasera: estaba abierta. Subí al vehículo, me senté y esperé.

Ahora se oía un ligero sonido de música, un jazz muy sosegado, muy bueno, quizá Miles Davis. Imaginé a Keenan escuchando a Miles Davis y con un
ginfizz
en su mano delicada. Bonita escena.

Fue una larga espera. Las manecillas de mi reloj pasaron de las ocho y media a las nueve y media, y siguieron avanzando hasta las diez.

Se podía pensar mucho durante ese tiempo, y pensé en Barney y en el aspecto que tema en el botecillo, cuando lo encontré la tarde de aquel día, el verano pasado, mirándome fijamente y emitiendo unos ruidos semejantes a graznidos, sin ningún sentido. Había navegado a la deriva durante dos días y parecía una langosta hervida. Tenía sangre negra coagulada de un lado a otro del abdomen, donde le habían alcanzado los disparos.

Dirigió el bote hacia la casita de campo lo mejor que pudo. A pesar de todo había habido suerte. Sí, fue una suerte que hubiera llegado hasta allí y que pudiera hablar todavía un poco. Yo tenía preparado un puñado de somníferos, por si no podía hablar, porque no quería que sufriera…, a menos que pudiera decirme algo.

Y lo hizo. Me lo contó casi todo.

Cuando murió, regresé al bote y cogí su Colt 45, que estaba escondido en la popa, en un pequeño compartimiento, envuelto en una bolsa de plástico. Luego remolqué su bote hasta el mar abierto y lo hundí. Si hubiera podido poner un epitafio en el lugar del bosque de pinos donde lo enterré, habría sido el de Barnum: «A cada minuto nace uno». En vez de hacer eso, me fui a averiguar algo sobre los hombres que lo habían despachado. Tardé seis meses en obtener información de dos de ellos, y allí estaba yo.

A las diez, una veintena de reflectores iluminaron el camino curvo, y la luz llegó al suelo del Impala. El hombre entró en el garaje y estacionó su coche al lado del de Keenan. Por el sonido supe que era un Volkswagen. El motorcillo se detuvo y pude oír al sargento soltar un ligero gruñido al bajar del pequeño vehículo. La música de arriba seguía sonando, y me llegó el sonido maléfico de la puerta lateral al abrirse.

—¡Sargento! —Era la voz de Keenan—. ¡Te has retrasado! Anda, pasa y toma un trago.

—Que sea escocés.

Antes ya había bajado la ventanilla, y ahora asomé por ella el 45 de Barney, sujetando la culata con ambas manos.

—Quietos ahí —les dije.

El sargento estaba a la mitad de los escalones de cemento, y Keenan le miraba desde arriba. Ambos presentaban unas siluetas perfectas a la luz que penetraba desde el interior. Dudaba de que pudieran verme en la oscuridad, pero podían ver el arma, que era grande.

—¿Quién diablos eres? —preguntó Keenan.

—Flip Wilson —respondí—. Un movimiento y estás muerto. Te haré un agujero lo bastante grande como para que quepa un televisor en él.

—Pareces un crío —dijo el sargento, sin atreverse a hacer el más mínimo movimiento.

—No os mováis. De eso es de lo único que tenéis que preocuparos.

Abrí la portezuela trasera del Impala y bajé con cuidado. El sargento me miraba por encima del hombro, y podía ver el brillo de sus ojuelos. Tenía una mano posada como una araña en la solapa de su traje con chaqueta cruzada, modelo de 1943.

—Arriba las manos.

El sargento obedeció. Keenan, por instinto, ya las había levantado.

—Bajad los dos al pie de la escalera.

Bajaron y al resplandor de la luz directa pude ver sus rostros. Keenan parecía asustado, pero el sargento estaba del todo sereno. Probablemente era él quien se había cargado a Barney.

—De cara a la pared—les ordené—. Los dos.

—Si buscas dinero…

Me eché a reír. Era un sonido como de ladrillos vítreos fríos raspados para sacarlos de un horno.

—Sí, eso es lo que busco. Ciento ochenta mil dólares, enterrados en un islote llamado Carmen's Folly, delante de Bar Harbor.

Keenan se convulsionó como si hubiera recibido un disparo, pero ni un solo músculo se movió en la cara de cemento armado del sargento, el cual se volvió y apoyó las manos en la pared, descargando todo su peso en ellas. Keenan le imitó, a regañadientes. Le registré a él primero y encontré un bonito y pequeño revólver del calibre 32, con incrustaciones de latón en la culata. Lo arrojé por encima de mi hombro y lo oí rebotar en uno de los coches. El sargento estaba desarmado…, y me sentí aliviado al apartarme de él.

—Vamos a entrar en la casa. Tú primero, Keenan, luego el sargento y después yo. Sin ningún movimiento raro, ¿de acuerdo?

Los tres subimos la escalera y entramos en la cocina.

Era una de esas estancias esterilizadas, con baldosas y fórmica, que parecen salir enteras de alguna matriz de producción en masa en Yokohama. Una copa pequeña medio vacía de coñac descansaba sobre el mostrador. Les hice desfilar hasta la sala de estar de Keenan, que parecía obra de algún decorador afeminado que nunca se había librado de su pasión por Ernest Hemingway. Había una chimenea de losas, con una cabeza disecada de alce sobre el hogar, mirando el bar de caoba al otro lado de la sala, con unos ojos eternamente brillantes. Había un aparador con un armero encima. El estéreo había dejado de funcionar solo.

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