Read Horror 2 Online

Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (10 page)

Fue entonces cuando, de pronto, se dio cuenta. Se giró en redondo y observó a su alrededor. No había ningún vehículo aparcado en la estación. Entonces, ¿cómo diablos venían a trabajar aquellos bastardos? Algo tan frío como el hielo le recorrió la nuca y sintió un sonido metálico en su cuello. Y entonces halló la respuesta y pensó: «Sus mujeres les han traído hasta aquí». La sensación helada desapareció y quedó olvidada.

Disgustado, regresó a la estación de pesaje. Pensó en Mitchelson. A pesar de todo, le había gustado aquel tipo.

Cuando llegó ante la puerta se detuvo un instante para recuperar fuerzas antes de apoyar la mano en el pomo. Había algo que le inquietaba. No había observado movimiento alguno, ni había escuchado ningún sonido. Quizás una sombra debía de haberse movido tras los cristales. Quizá debía de haber parpadeado alguna de las diminutas luces que podía distinguir al otro lado del cristal, o desaparecido en el momento en que alguien bloqueaba su vista. Pero no pudo observar nada. Absolutamente nada.

Sin saber por qué, sintió ganas de volverse y echar a correr en dirección a donde había dejado su Zee. Desde allí podría caminar hasta la autopista de Antelope Valley y olvidarse de aquella condenada carretera para camiones. Si de eso se trataba, hasta podía llegar a Palmdale caminando.

Era una tontería.

—Te estás portando como un idiota —dijo en voz alta.

Al otro lado de aquella puerta había un teléfono, y un par de tipos amistosos y un poco de café caliente, y una radio que transmitiría las últimas noticias. Era una tontería. Y abrió la puerta.

—Hola.

No hubo respuesta. Se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Hay alguien en casa?

Tampoco hubo respuesta. Avanzó un paso, vacilante. Ninguna radio daba las últimas noticias, no había encendido ningún televisor, y el lugar estaba frío y húmedo. A través de los cristales de las ventanas vio las básculas y las luces señalizadoras, que parecían ser siempre verdes. No escuchó ningún sonido. Dejó que la puerta se cerrara tras él con un suave quejido.

—Me he quedado sin gasolina allá abajo, en la carretera… —dijo, hablando hacia el fondo de la sala, pensando que alguien podía estar en el lavabo.

Pero tampoco hubo respuesta.

La estación estaba llena de aparatos electrónicos. Las paredes, desde el suelo hasta el techo, desde el frente hasta el fondo, estaban abarrotadas de paneles con esferas y luces verdes y amarillas que permanecían encendidas, sin parpadear. En el centro de la sala había una consola parecida a las que había visto en las imágenes del centro de control de misiones de la NASA en Houston. Tras ella observó dos gastados sillones de color verde oscuro, con los asientos rotos a causa del uso prolongado.

Fuera lo que fuese aquello, David sabía que no podía ser simplemente para pesar camiones. Avanzó cautelosamente hacia el mostrador, con el repentino deseo de no ser escuchado, sintiéndose invadido por una sensación de temor.

Tocó la parte superior de la consola, y retiró los dedos llenos de polvo. Unas pequeñas telarañas colgaban entre los interruptores, los botones de los paneles y las superficies de los discos. Los dos sillones estaban cubiertos por una delgada capa de telarañas. David respiró profundamente y después dejó escapar el aire con lentitud. Fuera lo que fuese aquel lugar, nadie se había sentado en aquellos sillones desde hacía mucho, mucho tiempo.

Rodeó la consola y observó que había letras impresas bajo los botones e interruptores. Se sacó la linterna del bolsillo trasero del pantalón y limpió el polvo y las telarañas de los letreros, «IMPULSO DE ENERGÍA — GIRO (NEG.) — CLARIDAD — COMETIDO.» No comprendió nada de lo que leyó. ¿Cometido? Se desplazó hacia otra parte de la consola, «PERSEVERANCIA —ACUERDO EMOCIONAL —GRADIENTE DE AGRADABILIDAD.» No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquello. Sólo sabía, y de eso estaba muy seguro, que él no debería estar allí.

Dio un último e incrédulo vistazo a su alrededor y salió del edificio. David miró el cielo nocturno y las estrellas y después dirigió la mirada hacia la base Edwards. La base aérea debía de estar a sólo unos ocho o nueve kilómetros de distancia. Quizás hubiera una conexión, puesto que allí se probaba material secreto del gobierno. Quizás esto, fuera lo que fuese, formaba parte de aquello. Un estremecimiento le bajó por la espina dorsal y después volvió a subir hacia la nuca, poniéndole la carne de gallina y levantándole pequeños pelos en la nuca y en los brazos. De algún modo, toda aquella tecnología exótica parecía extender agudas garras de chips de silicona contra una parte de él que era primitiva y prefería las cuevas oscuras y húmedas para centrifugar sílice y puntos fosforescentes.

No le quedaba otra cosa que hacer que intentar encontrar ayuda en la autopista. Se apartó de la estación de pesaje y, caminando apresuradamente, se dirigió hacia el carril de la báscula de pesaje más próxima. Su paso rápido se convirtió en una carrerilla. Y, sin comprenderlo, sin desear comprenderlo porque ya era suficiente con sentirlo, la carrerilla se convirtió en una carrera.

Estaban las básculas. Rectángulos capaces de contener camiones de dieciocho ruedas en el pavimento iluminado por los focos, delante de él. Se preguntó por qué estaban perfiladas con brillantes rayas rojas. Y entonces, al recordar las imágenes de toberas para cohetes, de los tubos de escape de los aviones a chorro, de enormes tubos de aspiración y de otras cosas peligrosas que también aparecían marcadas con líneas rojas a modo de señal de advertencia, se dio cuenta de cuál era la respuesta a su propia pregunta. Gimió y, utilizando cada uno de los músculos y nervios de su cuerpo, trató de detenerse, de desviarse, pero ya era demasiado tarde. Uno de sus pies se posó sobre la báscula. Su último pensamiento fue la vieja advertencia que siempre le había hecho su madre: «Lleva cuidado donde pones los pies».

Hubo un sonido como el de una pieza de metal caliente y aceitosa frotada con demasiada fuerza contra otra pieza de metal.

Fue el sonido de su propio grito.

Eran las nueve y once minutos de la mañana cuando apareció el camión, subiendo por la tortuosa carretera hacia la estación de pesaje. Otro Mack, éste arrastrando un trailer cargado con enormes piezas de maquinaria sujetas con tirantes.

David estaba en el extremo más alejado de las básculas, esperando ansiosamente. Hacía ya casi cinco horas que estaba en la estación de pesaje, y durante aquellas cinco horas había resistido la desgarradora urgencia de alejarse a pie. Pero su única posibilidad de que le llevaran consistía en esperar allí y sólo allí, donde los camiones se detenían. Y sería necesario que lo transportaran.

Pensó en la báscula.

Se había producido un fogonazo y a continuación el tirón y el desgarramiento de lo que podría haber sido un cambio de dimensiones, o la alteración de sinapsis y onda cerebral, o la sustitución del alma. Podría haber sido cualquier cosa de aquellas, o mil y una otras cosas. En aquel nanosegundo en el que hubo un fogonazo y una distorsión, había visto a través de los ojos de Mitchelson, y de los ojos hundidos del conductor del Kenworth, y de otros muchos más, todos ellos mirando fijamente los tableros de instrumentos, los volantes y los ornamentos de las cabinas, hacia la autopista, durante la noche. Y cuando hubo pasado el fogonazo y el grito se hubo apagado, supo que lo habían convertido en algo
diferente
. En una parte de algo y, sin embargo, en parte de nada; algo cálido y, sin embargo, frío; saciado y hambriento a un tiempo.

No mucho después, el hambre comenzó a aumentar.

Pensó en volver a plantarse sobre la báscula pero, de algún modo, sabía que sólo la siguiente estación de pesaje, carretera adelante, podría saciar el hambre.

Durante un rato se estuvo preguntando el porqué, y el qué y el quién de todo aquello; pero, también de algún modo, todas aquellas preguntas, así como los vagos pensamientos sobre un coche deportivo, y un lugar al que quería ir, y una mujer llamada Maggie, habían dejado de tener importancia. La estación de pesaje simplemente
estaba allí.

Además, ahora había otras cosas mucho más importantes. Cosas como lograr llegar a la siguiente estación de pesaje. Cosas como el hambre, que ahora le devoraba, quemándole en sus entrañas, haciendo que sus tripas se retorcieran.

Habían transcurrido casi cinco horas. Y llevaba retraso.

El Mack se detuvo delante de las básculas y a continuación avanzó despacio hacia ellas. El conductor miró hacia David con unos ojos vacíos, como máscaras.

El camión tocó las básculas y se escuchó entonces el sonido de metal sobre metal. El camión no terminaba de traspasar el rectángulo delineado en rojo. Entonces, el motor rugió y el camión aceleró saliéndose de la báscula, sin mostrar la menor intención de detenerse.

David saltó sobre el pescante de la cabina cuando el camión pasó a su lado, abrió la puerta y subió al interior. El conductor no le miró. Miraba carretera adelante, hacia algo muy lejano.

—Esta es la carretera para camiones —dijo el conductor.

David asintió con un gesto, notando cómo sus ojos se dirigían hacia delante hasta que él también se quedó mirando fijamente la carretera.

—¿Cuánto falta para llegar a la siguiente estación de pesaje?

—Unas tres horas —dijo el conductor al cabo de un momento.

David se arrellanó en su asiento, mirando fijamente hacia delante, ni parpadear, deseando tener ya a la vista la siguiente estación de pesaje.

—Dese prisa —dijo.

La historia de Harry

Robert H. Curtis

M
e siento mal porque siempre ando causando problemas a la gente. Conozco la razón. Es porque soy un estúpido. En la escuela, los chicos se burlaron de mí porque no pude pasar los exámenes. Mi madre me dijo que no prestara atención cuando los chicos me llamaban retrasado. Pero por la expresión de su cara, sé que yo estaba haciendo algo mal. Y ahora, aunque ya tengo cincuenta años, no importa lo mucho que lo intente, a veces sigo siendo una molestia para la gente. La mayoría de las veces enojo a las personas que me importan, como a mi amigo Freddie y a mi maravillosa esposa, Virginia.

El peor momento en que fui un fastidio para mi madre y mi padre fue cuando tenía quince años. Teníamos un coche y era domingo y salimos de picnic. Empezó a llover, oh, ¡cómo llovía!, así que mamá y papá se metieron en los asientos de atrás del coche para terminar de comerse los bocadillos, y empezaron a hablar, sin prestarme mucha atención, mientras yo permanecía en el asiento delantero. Pensé que sería agradable dejar que disfrutaran del picnic y no molestarles con la cuestión de regresar a casa, de modo que puse en marcha el motor haciendo girar la llave de contacto. A continuación, manejé la palanca y puse la marcha, tal y como siempre hacía papá. Papá gritó, porque alguien había plantado un árbol demasiado cerca del arcén de la carretera, y tuvimos un grave accidente. Papá y mamá murieron, y aquel árbol también me hizo mucho daño a mí. Perdí un ojo, quedé herido en la pierna y se me quemó la cara. Todavía conservo las cicatrices.

Después de salir del hospital, me pusieron un bonito ojo de cristal y me enviaron por un tiempo a una escuela especial. Y cuando terminé la escuela me fui a vivir con mi tía. Ella ya ha muerto, pero me dijo cosas como que no debía conducir coches porque es peligroso y porque podía meterme en problemas. Así que no conduzco. Siempre cojo el autobús para ir a trabajar, excepto cuando Virginia conseguía un coche y me acompañaba al trabajo y acudía a recogerme. Ella era bastante guapa.

Querrán saber cómo conocí a Virginia, ¿verdad? Conseguí un trabajo en las oficinas de Industrias Morris. Fabrican archivadores y yo trabajo como archivero. Eso le hace gracia a todo el mundo: trabajar de archivero en una fábrica de archivadores…, de modo que supongo que debe de ser gracioso. Virginia era mecanógrafa en la oficina cuando me contrataron. Solía decirme que no le pagaban lo suficiente. Me di cuenta enseguida de que le gustaba, porque decía que era el único idiota al que se podía quejar sin meterse en problemas. A nuestra supervisora no le gustan las quejas.

Le dije a Virginia que estaba contento de no necesitar más dinero. En realidad, la mayor parte de mi sueldo lo ingresaba en el banco.

—Eso está bien, Harry —me dijo Virginia—. Apuesto a que tienes ahorrados más de tres mil.

—No —le dije—. Ya he ahorrado ciento cincuenta mil.

Ella se echó a reír y me preguntó:

—¿De tu sueldo?

Eso fue lo que me preguntó, como si no se lo creyera.

Bueno, deberían haber visto la cara que puso al día siguiente, cuando nos quedamos solos un momento y le enseñé el saldo de mi cuenta. Desde luego, le dije que buena parte del dinero procedía de lo que mamá, papá y mi tía me dejaron, pero cada dos semanas yo añado algo a la cuenta. Sólo me quedo lo suficiente para pagar el alquiler, la ropa y la comida, y todo el resto lo meto en el banco.

Bueno, a partir de ese momento me di cuenta de que Virginia me gustaba más que nunca. Aquella misma mañana, algo más tarde, me pidió que nos viéramos en una cita, y me explicó lo que era una cita. Fue divertido, se lo puedo asegurar.

La supervisora me aconsejó que me alejara de Virginia porque, según ella, todo lo que quería era dinero. Lo comenté con Virginia, y ella me explicó que la supervisora estaba loca, y que no debía contarle nada sobre nuestras citas, porque ella no tenía ningún hombre con quien salir y se sentiría celosa. Virginia me pidió que mantuviera nuestras citas en secreto.

Oh, qué divertido fue mantener aquello en secreto. Ni siquiera le dije a la supervisora nada sobre Freddie, mi mejor amigo. Al principio no fue un verdadero amigo. En realidad, era el amigo de Virginia, pero me gustaba y se convirtió en mi mejor amigo. De hecho, fue el único amigo verdadero que he tenido jamás, aunque ahora ya no lo veo mucho. En el trabajo hay un tipo, Joe, con quien de vez en cuando me tomo una taza de café, pero no es un verdadero amigo. Un amigo verdadero habla con uno por lo menos más de cinco minutos seguidos. Y Freddie solía hablar conmigo durante más de quince minutos, diciéndome la gran suerte que tenía yo por el hecho de que una mujer tan bonita como Virginia estuviera loca por mí.

Oh, no podía creer en mi buena suerte por el hecho de que una mujer como Virginia estuviera loca por mí, y porque un amigo como Freddie me dijera que estaba dispuesto a ser mi padrino de boda cuando Virginia me pidió casarse conmigo. Todos nos fuimos a Reno, y Virginia y yo nos casamos en aquella capilla del juzgado, y todo eso no costó más que treinta y cinco dólares, y después Virginia y Freddie y yo regresamos a casa. Utilizamos el coche de Virginia porque yo no conduzco desde que tenía quince años.

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