El tono de su voz fue desconcertante: apenas algo más que un suspiro audible. Sin lugar a dudas, eso también se debía a los efectos del calor.
—Lo intentaré —dijo él.
Ella se dirigió inmediatamente hacia la casa, pasando junto a una maraña de rosas y un jardín de rocas con una vegetación tan exuberante que parecía una montaña distante en una jungla.
La mujer tuvo que detenerse, respirando entrecortadamente, antes de alcanzar el bungalow. Él siguió avanzando, pues ella le señalaba débilmente la ventana abierta de la cocina. Al pasar a su lado, percibió que la mujer estaba envuelta en un perfume tan pesado que resultaba empalagoso, incluso al aire libre. Debía de tener unos setenta años. Se estremeció al pensar que quizá fuera el perfume lo que tanto atraía a las moscas. Le pareció un pensamiento mezquino.
La ventana de la cocina estaba demasiado alta para alcanzarla sin ayuda. Probablemente, ella creía que era seguro dejarla abierta cuando no estaba en casa. Él rodeó el bungalow, dirigiéndose hacia el garaje abierto, donde había un coche polvoriento envuelto en el olor del metal y el aceite calientes. Allí encontró una caja de herramientas que llevó hacia la ventana.
Cuando colocó la caja rectangular en posición vertical y se elevó sobre ella, no estuvo muy seguro de poder entrar de aquella forma. Desenganchó el travesaño y se las arregló para pasar los hombros por la abertura. Se impulsó hacia delante, con el travesaño desenganchado golpeándole la espalda, hasta que sus caderas obturaron el marco. Se encontró atrapado a medio camino, por encima de una cocina grisácea que olía a aire viciado, colgando como la ristra de cebollas de plástico que colgaba de la pared más alejada. No podía avanzar ni retroceder.
De pronto, las manos de la mujer le agarraron por los muslos, empujando hacia las nalgas. Tenía que haberse subido sobre la caja de herramientas. No cabía la menor duda de que estaba ansiosa por introducirle en la casa, y su fuerza repentina y desesperada le hizo sentirse incómodo, debido, en buena medida, a que se sintió forzado. No obstante, ello le dio la posibilidad de pasar las caderas y se encontró al otro lado. Descendió de un modo extraño, bajando primero la cabeza, agarrándose al marco de la ventana, y después los pies, hasta que se dejó caer al suelo.
Se dirigió inmediatamente hacia la puerta. Aunque la cocina estaba casi vacía, olía a algo peor que rancio. En la pileta había un par de platos cubiertos con un agua del color de la manteca, sobre la que flotaban varias moscas muertas. Las moscas se arremolinaban sobre manchadas botellas de leche que había a los pies de la ventana, tan ávidas como él de hallar la salida. Creyó haberla encontrado, pero la puerta estaba cerrada con una llave rota atascada en la cerradura.
Intentó hacer girar la llave, hasta que se convenció de que no se podía. La caña de la llave no sólo estaba atrapada en la cerradura, sino calzada en el mecanismo. Se apresuró a salir de la cocina, dirigiéndose hacia la puerta frontal, situada en la pared que formaba ángulos rectos con la puerta atascada. La cerradura de la puerta frontal también estaba atascada.
Al regresar hacia la ventana de la cocina, tropezó con el refrigerador. No debía de haber estado completamente cerrado, pues la puerta se abrió, aunque eso no importaba, pues en su interior no había nada excepto una mosca aletargada. La mujer debía de haber salido a comprar provisiones…, probablemente en alguna parte entre la maleza del monte bajo.
—¿Puede decirme dónde está la llave? —preguntó pacientemente.
Ella se estaba subiendo al alféizar exterior de la ventana, y parecía tratar de ahorrar cada soplo de su respiración. Por el movimiento de sus labios, supuso que contestó:
—Mire por ahí.
En los armarios de la cocina no había nada, excepto unas pocas latas de carne con guisantes, con las etiquetas medio arrancadas. Regresó al vestíbulo frontal, que le pareció estrecho, caliente, casi sin aire. Ni siquiera allí pudo librarse del zumbido de las moscas, a pesar de que no podía verlas. Frente a la puerta había una alacena que contenía cepillos y fregonas llenos de polvo. Abrió la cuarta puerta del vestíbulo, que daba a la sala de estar.
La gran habitación olía como si no se hubiera abierto en varios meses, y su aspecto era una parodia del gusto de la clase media. Unos pequeños cañones plateados se desafiaban el uno al otro a lo largo de la repisa de la chimenea, a ambos lados de los cuales había retratos de la familia real. Observó una vitrina con muñecas de varias naciones, una estantería con libros resumidos del
Readers Digest
, un póster de toros enganchado con chinchetas en una pared, y un sinfín de objetos a cual más anticuado. Con tantas cosas, parecía extraño que la sala estuviera en desuso.
Empezó a buscar, intentando ignorar el ruido producido por las moscas…, que procedía de algún lugar del interior de la casa y que sonaba desconcertantemente como si fuera un gemido. No encontró la llave ni en los grandes muebles purpúreos, ni a los lados de los cojines. Tampoco estaba en la mesita sobre la que se apilaban los ejemplares de
Contact
que, con una sonrisa, confundió por un momento con una revista de contactos sexuales. Tampoco la encontró bajo la alfombra de color verde chillón, ni en ninguno de los cajones. Las muñecas le miraban inútilmente.
Contenía el aliento todo lo que podía, tanto debido al desagradable olor que había asociado con la cocina y que allí era aún más fuerte, como al hecho de que cada uno de sus movimientos agitaba el polvo que cubría toda la habitación; no era extraño que las pestañas de las muñecas fueran tan espesas. Por lo visto, la mujer ya no debía de tener la energía suficiente para limpiar la casa. Ahora, él había terminado la búsqueda y pensó que debería aventurarse más en el interior de la casa, allí donde las moscas parecían tan abundantes. Se encontraba ya junto a la puerta más alejada cuando echó un vistazo hacia atrás. ¿Era la llave aquello que se veía bajo el montón de revistas?
Apenas había empezado a liberar el objeto de metal cuando se dio cuenta de que era una pluma, al tiempo que el montón de revistas se desmoronaba. Al desparramarse sobre el suelo, algunas de ellas se abrieron, mostrando fotografías: personas atadas tortuosamente, una mujer rolliza que llevaba un portaligas y blandía un látigo.
Reprimió la indignación antes de que se apoderara de él. No debía dejarse engañar por la primera impresión. Después de todo, la anciana debió de haber sido joven en otros tiempos. En realidad, ese pensamiento, le pareció conveniente…, para darse cuenta inmediatamente de que se trataba de algo más. Una de las revistas tenía fecha de unos pocos meses antes.
Se encogió de hombros, como si aquello no le importara, cuando un movimiento le hizo dirigir la mirada hacia la ventana de la sala. La anciana le miraba fijamente desde el exterior. Él se apartó de la mesita como si le hubieran descubierto robando y se apresuró a acercarse a la ventana, mostrando las manos vacías. Quizás ella no había tenido tiempo de verle junto a las revistas…, tenía que haber tardado lo suyo en abrirse paso por entre la maraña de vegetación que rodeaba la casa…, pues señaló hacia la puerta más alejada y dijo:
—Mire allí dentro.
Y entonces se sintió incómodo ante la perspectiva de visitar los dormitorios, por muy absurdo que fuera. Quizá pudiera abrir la ventana ante la que estaba ella y auparla al interior…, pero la ventana también estaba cerrada con llave y, sin duda alguna, la llave estaba junto a la que él buscaba. ¿Y si no las encontraba? ¿Y si no podía volver a salir por la ventana de la cocina? En tal caso, ella tendría que pasarle la caja de herramientas, para que él pudiera abrir la casa de ese modo. Hizo un esfuerzo por dirigirse hacia la puerta más alejada, al tiempo que se sentía algo más confiado. No tardaría en librarse de su mirada, y entonces no tendría que preguntarse qué pensaría de él.
A diferencia del resto de la casa, el vestíbulo situado al otro lado de la puerta estaba a oscuras. Distinguió débilmente tres puertas y varias fotografías enmarcadas, alineadas a lo largo de las paredes. El sonido de las moscas aumentó, aunque tampoco surgía del vestíbulo. Ahora que se hallaba más cerca, le pareció que aquel sonido se asemejaba cada vez más a un gemido débil. También percibió cómo había aumentado el olor a podrido. Contuvo el aliento y confió en tener que buscar únicamente en el dormitorio más cercano.
Al abrir aquella puerta, se sintió aliviado al descubrir que sólo se trataba del cuarto de baño…, aunque el estado en que se hallaba no le produjo el menor alivio. Todo estaba cubierto de polvo, y las arañas habían atrapado muchas moscas entre los grifos. ¿Acaso la anciana se lavaba en la cocina? Pero, en tal caso, ¿cuánto tiempo hacía que estaba allí esa agua estancada que había visto antes? Buscó entre los tarros de ungüentos y lociones alineados sobre una repisa, todos ellos cubiertos por una capa de polvos de talco; se estremeció al escuchar el chirrido de uno de los tarros bajo sus dedos. No había la menor señal de la llave.
Salió apresuradamente y se detuvo ante el marco de la puerta. Al abrirla se había iluminado el vestíbulo, de modo que ahora pudo ver las fotografías. Eran un total de siete fotografías de boda. Aunque los novios eran diferentes —aquí un aviador con un delgado bigotito, allí un hombre que por su aspecto podía haber sido un magnate o un jefe—, la novia era siempre la misma. Era la propietaria de la casa, que había ido envejeciendo a medida que progresaban las fotografías, hasta que, en la más reciente, en la que aparecía junto a un hombre con una gran nariz y una barba abundante, tenía un aspecto casi tan viejo como el que mostraba ahora.
Bryant sonrió afectada e incómodamente, como si le hubieran contado un chiste que no acababa de comprender, pero ante el que sentía la obligación de sonreír. Miró rápidamente las otras dos puertas. Una de ellas aparecía pesadamente atrancada por fuera con un cerrojo. Era la puerta tras la que podía escuchar el sonido intermitente parecido a un gemido. Prefirió inmediatamente abrir la otra.
Daba paso al dormitorio de la anciana. Se sintió bastante azorado, incluso antes de ver el corto camisón transparente extendido sobre la cama doble. A pesar de todo, se vio obligado a entrar, pues sobre la mesa de tocador había un montón de brazaletes y collares, el lugar perfecto para perder unas llaves; el espejo contribuía a aumentar la confusión. Sin embargo, en cuanto vio las fotografías apoyadas contra el espejo, un oscuro instinto le hizo mirar en otra dirección para no fijarse en ellas.
No había tantas cosas como para retrasarse. Miró bajo la cama, elevando los dos lados de la colcha para asegurarse. Sólo cuando observó lo grises que se habían puesto sus dedos se dio cuenta de que la cama también estaba cubierta de polvo. A pesar del salto de cama, no pudo hacer otra cosa más que suponer que ella dormía en la habitación atrancada con un cerrojo.
Regresó a la mesita de tocador y removió la quincallería, pero en cuanto observó las fotografías sus dedos empezaron a temblar. No sólo eran sexualmente muy explícitas, sino que, en todas ellas, la mujer aparecía apenas más joven de lo que aparentaba ahora. Al parecer, tanto a ella como a su barbudo marido les gustaba ser atados, y ésa era sólo la más suave de sus prácticas. ¿Dónde estaba ahora su marido? ¿Y qué les había ocurrido a sus predecesores? Bryant ya había terminado de rebuscar entre la quincallería, pero no podía apartar la mirada de las fotografías, a pesar de que le parecían espantosas. Aún las estaba contemplando mórbidamente cuando ella le miró fijamente a través de la ventana reflejada en el espejo.
En esta ocasión estuvo seguro de que ella sabía lo que él estaba mirando. Más aún: tuvo la seguridad de que había tenido la intención de que él encontrara aquellas fotografías. Esa debió de ser la razón por la que se había apresurado a rodear la casa para observarle. ¿Estaría recuperando ella su fortaleza? Sin duda alguna, tuvo que haberse abierto camino a través de una verdadera jungla de maleza para llegar a la ventana a tiempo.
Se encaminó hacia la puerta sin mirar a la anciana, rezando para que la llave estuviera en la única habitación que faltaba por revisar, para así poder salir de aquella casa. Cruzó el vestíbulo y tiró del oxidado cerrojo, tratando de abrir la puerta antes de verse dominado por sus temores. El ruido producido por el cerrojo al abrirse apagó el gemido procedente de la habitación, pero ésa no fue razón para esperar encontrar una cámara de torturas. Cuando el cerrojo se corrió con un golpe seco y la puerta se abrió ante él, retrocedió hacia el vestíbulo.
No había gran cosa en aquella habitación: sólo una cama y el peor de los olores. Era la única habitación que tenía las cortinas corridas, de modo que tuvo que forzar la vista antes de ver que había alguien tendido sobre la cama, cubierto de pies a cabeza con una manta. Aparte de una silla y un armario, no se podía ver nada más…, excepto que, por lo que Bryant pudo distinguir entre la polvorienta penumbra, la figura tendida sobre la cama se movía débilmente.
Y, de pronto, ya no estuvo tan seguro de que el gemido que había escuchado hasta entonces fuera producido por las moscas. Aun así, si la anciana hubiera estado observándole, no habría podido entrar en aquella habitación. Sin embargo, ella no podía verle ahora, y él tenía que saber lo que ocurría. Aunque no pudo evitar caminar de puntillas, hizo un esfuerzo por acercarse a la cabecera de la cama.
No estuvo seguro de tener el valor suficiente para levantar la manta hasta que vio la lata de carne. Eso, al menos, explicaba el olor, pues aquella lata parecía haber sido abierta hacía ya varios meses. En lugar de pensar sobre el hecho y, en realidad, sin darse tiempo para pensar, apartó de un tirón la manta que cubría la cabeza de la figura.
Después de todo, quizás el gemido procediera del sonido de las moscas, pues éstas surgieron a montones del cuerpo del hombre con barba. Sin duda alguna, yacía allí muerto el mismo tiempo que la lata de carne permanecía abierta. Bryant pensó con un acceso de náuseas que debían de haber sido las moscas las que le hicieron creer que la manta se movía. Pero había algo peor que eso: los arañazos en los hombros del cadáver, las marcas de los dientes sobre el cuello…, pues aunque no había forma de estar seguro, tuvo la desagradable sospecha de que aquellas señales eran bastante recientes.
Se apartó de la cama tambaleándose, con una sensación de ahogo causada por el polvo y las moscas, cuando el sonido comenzó otra vez. Por un instante, se le ocurrió pensar que las moscas hormigueaban por entre la barba del cadáver, ante lo que estuvo a punto de echarse a reír de histeria y náuseas. Pero, después de todo, el sonido resultó ser un gemido, pues la cabeza del barbudo osciló débilmente de un lado a otro sobre la almohada, con la lengua surgiendo entre unos labios grisáceos, y los ojos en blanco. Cuando la mitad inferior del cuerpo empezó a agitarse débil pero rítmicamente, las manos de largas uñas intentaron alcanzar a quien estuviera en la habitación.