Read Horror 2 Online

Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (3 page)

—¿No ha terminado aún tus resúmenes la imprenta?

—No.

—¿Tienes idea de cuándo?

—Pronto.

June puso un disco en el tocadiscos.

—¿Te va bien Vivaldi?

—No me importa.

June sirvió la mezcla de verduras enlatadas.

—Ya tengo el regalo de cumpleaños de Amy: el teléfono que ella quería.

—Pasa demasiado tiempo en el teléfono sin tener uno para ella.

—Por eso lo he pedido. Así la gente podrá invitarnos a salir.

Alan no sonrió.

—No estoy de acuerdo en darle todos los caprichos.

—No has probado la carne —dijo ella.

Alan dejó el tenedor en el plato con un preciso
clink.

—Odio esa costumbre. Igual que tu madre. Come, come, come.

—No pretendía forzarte.

—He sido un chico crecidito sin ayuda de nadie desde que cumplí los veintiuno, y no me he muerto de hambre. Gracias.

—¿Has terminado de despotricar? —repuso ella con voz tensa—. ¿Has terminado de una vez?

—No soy un niño. No me reprendas.

—Oh, claro, eres rematadamente perfecto.

—No me vengas con esas, June.

Ella entrecerró los ojos y se cruzó de brazos.

—Bien, si tuvieras un empleo no tendríamos que comer hamburguesas todos los días.

Alan apartó su silla de la mesa, rozando el suelo, y salió de la cocina.

—Mírame a mí —dijo ella—. No afuera. La respuesta no está afuera.

Alan se acercó a la ventana. Hubiera lo que hubiera afuera, tenía que ser más interesante, más pacífico, más encantador.

—¡Fabuloso! —gritó June—. ¿Por qué no ensayas una pose melodramática, eh?

Al otro lado de la ventana, las hojas de roble remolineaban en su caída. Al pensar en ello, Alan captó brevemente aquel olor húmedo, apagado. El otoño debería oler a sequedad, pensó, no a moho y podredumbre.

June se acercó a su esposo.

—Alan, lo siento. Al parecer siempre nos estamos peleando. —¿Era una excusa o una reprimenda?—. Nunca has destacado en los enfrentamientos.

—Guarda esas vulgaridades psicológicas para tus reuniones sociales.

—Sí. Claro, Alan. Lo que tú digas, Alan. Como eres el jefe y todo lo demás…

—Dame una oportunidad, June.

Durante unos instantes, June estuvo bajando y subiendo la cabeza, asintiendo a una conversación interna. Luego alzó los ojos.

—Naturalmente, todos necesitamos una oportunidad —dijo. Su mirada reflejaba desolación, su voz, agotamiento—. ¿Basta de guerra?

—Basta de guerra.

—¿Quién ha ganado ésta?

—¿Le importa eso a alguien?

June suspiró.

—Supongo que no. Me voy a la cama.

Alan gesticuló débilmente.

—Mañana neviscas.

—¿Qué?

—El hombre del tiempo ha dicho que habrá nieve mañana. Sólo nevadas débiles. Será magnífico tener nieve en el suelo.

—Sí, supongo. Me voy a la cama.

Alan extendió una mano hacia June, pero ésta ya se había apartado.

—June, ¿todo va bien?

Ella se volvió bruscamente.

—Fabulosamente bien.

—¿Otra vez? ¿Quieres empezar otra vez?

—¿Fui yo la que empezó antes?

—La corneta tocaba a retirada…, ¿recuerdas?

—Perfectamente.

—¿Qué más puedo hacer?

—Algo, Alan. Algo. No te quedes sentado en casa, deprimido y paralizado.

—Las cosas mejorarán.

—Sí, naturalmente que sí. —No había excesivo ánimo en su respuesta—. Estoy cansada. Me voy a la cama.

Alan echó leña al horno y apagó las luces de la cocina y el salón. A través de la ventana del rellano del segundo piso vio la farola que proyectaba un cono de luz débil y lleno de polvo sobre el asfalto. No era tarde, pero no se oía un solo ruido; nadie paseaba en ese momento, ningún coche circulaba por allí. Alan estaba seguro de que alguien pasaría en cuestión de segundos, pero por el momento todo estaba sumido en la silenciosa oscuridad.

El primer día oficial de invierno Alan no sentía deseos de mirar los anuncios, de ir de puerta en puerta, de explorar las posibilidades laborales de los estados del sur. Él y Jake fueron al Museo Municipal de Historia Natural. Que fuera «natural» era un detalle tranquilizador.

Jake quería visitar en especial la sala de dinosaurios y contemplar aquellos huesos tan pulidos y silenciosos. Alan explicó de nuevo que casi todos los dinosaurios eran herbívoros.

—Eso significa vegetarianos, comedores de plantas. —Leyó los nombres—: Brontosaurus. Plateosaurus. Diplodocus.

Y Jake se empeñó en acercarse a la escultura vaciada en yeso blanco del
Tyrannosaurus Rex
, imitando a su hermano al llamarlo «tirano rey». Alan recordó el museo de su ciudad natal, donde los niños se asustaban unos a otros con historias y cuentos sobre una momia egipcia auténtica y real poseedora de una mano sin vendas que nadie podía tocar. Ni él ni sus amigos habían tropezado nunca con la momia. Alan estaba muy satisfecho de ello.

El y Jake finalizaron la visita en la parte antigua del museo, el sótano restaurado durante los años cincuenta con la arquitectura curvada, bulbosa y casi cavernaria de aquella década. Allí estaban las vitrinas donde permanecían expuestas en tres dimensiones criaturas prehistóricas que se atacaban en el agua, el cielo, la sabana o el hielo; algunas habían acabado siendo fósiles o representaciones en cartón piedra, otras simples conjeturas. El techo era bajo y las paredes estaban pintadas de negro para resaltar el brillo violeta de los tubos fluorescentes. Alan percibió humedad en el ambiente, tal vez a causa de la proximidad de la cafetería: un olor tenue, dulzón, cálido y repugnante. Le recordó la semana posterior al Día de Acción de Gracias, cuando su abuela preparó la sopa con huesos de pavo y explicó que las bolitas de grasa eran buenas para el organismo. Era una vieja ignorante e insistió en que Alan tomara la sopa aunque le doliera el estómago. «Esto te quitará el dolor de barriga y no tendrás más resfriados», había dicho ella. No dio resultado; Alan vomitó.

El ambiente era húmedo y Alan estaba aturdido. Sin saber por qué, recordó algo que su abuelo solía decir: «Lo que puede causarte daño no es lo que sabes, sino lo que no sabes».

—Mira, papá, es como mi caballo. —Jake dio palmadas ante la vitrina del
Hyracotherium
—. Es tan bonito, tan pequeño…

Alan leyó la placa en la que se describía al antepasado del caballo:
Para los autores clásicos fue un símbolo de energía y pasión, para el apostante moderno una galopada que termina en la apetecida copa de plata y la riqueza. El caballo sólo existe domesticado en la historia más reciente, pero podemos investigar su genealogía hasta el eoceno, hace más de 60 millones de años
. Detrás del cristal había una criatura del tamaño de un perro que rumiaba en una frondosa pradera.

Jake se había acercado a la siguiente vitrina donde estaba expuesto el descendiente moderno del
Hyracotherium
. Había una escena con siete animales, dos cebras y cinco hienas. A lo lejos se veía una cebra derribada, y una hiena le lamía la coralina brecha de carne del costado. En primer plano había una cebra arrodillada, con el potente cuello retorcido en un gesto de tortura y los dientes expuestos en mudo gruñido ante las hienas atacantes congregadas alrededor. Una de ellas tenía la boca apuntada hacia la panza de la cebra.

Jake parecía clavado al suelo mientras estudiaba al animal del fondo.

—¿Morir fue doloroso para Marge?

La pregunta sobresaltó a Alan. Miró al niño, cuyos ojos estaban fijos en la cebra abatida.

—Creo que murió sin darse cuenta. Mientras dormía. No llegó a despertar.

—Ah.

Jake asintió como si estuviera satisfecho.

En la parte más apartada de la representación, un par de leones pintados perseguía a una manada de cebras que corrían sanas y salvas con los colores subidos de los libros de sexto curso. Alan leyó la inscripción:
Incluso actualmente, el equilibrio ecológico queda preservado por la diversidad de animales y…
Una oleada de asco y de miedo le dominó. Hizo un esfuerzo para seguir leyendo:
La muerte del individuo es precisa para que la especie medre; forma parte de la maquinaria de la evolución y del conjunto de la vida…
La muerte es el apéndice de la vida, pensó Alan, incluso en biología, no solamente en sermones y elogios funerarios. No siguió leyendo. No deseaba hacerlo. Se alejó en busca de una salida.

En el límite de su visión vio temblar a la criatura moribunda, la vio agitar las patas, la vio quedando finalmente rígida. Se sentía asqueado y asustado, tan asustado como la criatura arrodillada. Ese caballo guardaba escaso parecido con el otro. Ese lastimoso animal con el cuerpo a rayas y el lomo a punto de ser desgarrado no era el juguete de madera con balancín. En tal caso, ¿por qué pensaba él en ambos? Algo rieló bajo la superficie y se escabulló. Causó pánico en el estómago de Alan, le congeló la sangre. No se atrevió a mirar.

—Vámonos, Jake.

Mientras aguardaban que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle, un anciano canoso, con una barba similar a la de Rasputín y unos ojos enmarcados en rojo, iba de un lado a otro con un cartel que instaba al arrepentimiento:
Estamos en el valle de las sombras…
Su gabardina, desgarrada en varios puntos, se agitaba y se abría con la tormentosa llovizna. No llevaba jersey, no llevaba guantes, tenía las manos de color rojizo azulado.

—La vida es buena. Renunciad a ella —dijo con alocada jovialidad—. Alguien ahí arriba os ama.

—¿Ah, sí? —Le interrumpió un chico listo que iba con dos amigos—. ¿En qué piso está ella? No me vendría mal un poco de amor.

Satisfecho de su chiste el joven estalló en una sonora risa.

Alan cogió a su hijo de la mano y lo arrastró para cruzar la calle.

—Papá, ¿qué decía el letrero? No he podido entender las palabras.

—Habla de paz para el mundo. Un deseo de paz.

Sólo eran las cuatro y media, pero ya estaba oscureciendo.

En cuanto llegaron a casa, Alan llevó el caballo al sótano. Explicó a Jake que tenía intenciones de pintarlo. Empezaría por la cabeza. Al dejarlo en el suelo de cemento, un estremecimiento ardiente que parecía un cuchillo afilado recorrió sus costillas, brazos y hombros. El juguete era similar a un caballo balancín que él había tenido cuando era niño. No, naturalmente, no era el mismo. Nunca es el mismo.

Un recuerdo de la infancia estaba entremetiéndose.

Cuando falleció su abuelo.

—No pasa nada —había dicho su abuela, esforzándose en tranquilizar a Alan.

El abuelito murió a consecuencia de un ataque cardiaco a los ochenta y un años. El y un hombre más joven habían estado cargando losas durante un excelente día estival con una brisa suave. El abuelo se presentó en casa y se puso a descansar en la mecedora.

En cuanto los embutidos y la ensalada de verano estuvieron en la mesa, Alan fue al salón a llamar al abuelito y lo encontró con la cabeza inclinada y apoyada en el respaldo, la cara como de cera, la boca abierta en gesto de ligera sorpresa.

Llegó la ambulancia y se llevó al anciano. No había nada que hacer.

—No pasa nada —dijo su abuela—. No pasa nada.

«Sí, pasa algo», pensó Alan.

—A la nana nanita nana —canturreó su abuela mientras lo acunaba en sus brazos junto al caballo balancín.

Alan no deseaba reflexionar sobre aquel lejano día. Retrocedió. «Lo pintaré mañana», se aseguró.

Esa noche tuvo dificultades para dormir. Vio trece cebras cubiertas de sangre en un tiovivo que giraba frenéticamente hasta que se convirtió en una espiral impetuosa, un torbellino rosado, sangriento. Él era una criatura abatida, rodeada por animales cada vez más indiferenciados cuyos agudos chillidos cortaban el aire en oleadas decrecientes, y él estaba en el centro. El antiguo temor aferró su corazón, el antiguo temor del abuelo, el terrible temor ancestral a la noche y a los lechos mortuorios, al sueño y a los cantos fúnebres, a las danzas antiguas, una obsesión…, una pesadilla con el reloj del abuelo que emitía musicalmente el tic-tac de la fatalidad, el resbalón junto al borde, la caída y la caída y la caída, por siempre jamás, amén.

La semana siguiente la entrevista fue muy mal: Alan no logró concentrarse. Debió haber llevado el informe de costes y la carpeta del plan quinquenal que él mismo había preparado para su sección. Nunca había tenido ese olvido hasta entonces. El jefe de personal le miró desde el espacio metálico de su escritorio con serena simpatía, asintiendo con la cabeza: la viva imagen de la afabilidad.

—Sí, sí, ya lo sé. Estas cosas se nos olvidan algunas veces.

Alan no podía explicar que estaba preocupado, distraído, falto de interés por el empleo hasta el punto de olvidar cosas importantes: que había perdido a la señora de la limpieza, su trabajo y temía perder la cordura; que todo era por culpa, de un modo absurdo e increíble, de un juguete de su hijo. Si se culpaba a un juguete infantil de la pérdida del empleo, la gente empezaría a suponer que el individuo en cuestión había perdido algo más; supondrían que estaba desequilibrado, volviéndose loco, mal de la cabeza, chiflado, que había perdido la chaveta.

Alan prometió enviar por correo el estudio al jefe de personal, quien muy sonriente se comprometió a examinarlo atentamente. Se estrecharon las manos, y el hombre exhibió la Sonrisa de Jefe de Personal Número Dos.

Alan volvió a su casa pasando por el barrio de Marge, Westmont, un atajo que había eludido antes de la reunión; terminada ya la reunión, no tenía importancia mantener la apariencia de calma. No se exponía a nada. ¿O se exponía a todo? No, no sucumbiría a la fantasía que acosaba su imaginación.

Siempre que se enfrentara a esa bestia imaginaria, quizá.

Necesitaba hablar con alguien. El hombre que vendió el caballo balancín a Marge podía ayudarle a que todo eso recobrara las proporciones normales. Marge había dicho que compraba muebles y otras cosillas en una tienda de su barrio. Antigüedades Babe. Al llegar al local («Lo mejor a precio de ganga») dejó aparcado el coche en una calleja y pasó junto a una lavandería, una tienda de baratillo, una zapatería para toda la familia, un cine con las puertas cerradas para siempre, una tienda del Ejército de Salvación que anunciaba precios económicos… Las canciones de los niños le fueron llegando al pasar:

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