«El Puente de Londres se cae, se cae, se cae. El Puente de Londres se cae, A-ri-zo-na.»
¿En qué juego estarían enfrascados con esa canción?
En el escaparate lleno de polvo de Antigüedades Babe, mirando a Alan en medio de jarrones rotos, sillas destrozadas y amarillentas pantallas de lámpara, estaba el caballo. Pero era de color gris moteado normal, no verde, ni siquiera un caballo balancín. La barra del tiovivo aún sobresalía de su cuello. No tenía balancín, no tenía ojos pintados que se agitaban. Alan debía hablar con el propietario, que conocería el significado de todo aquello, de dónde procedía el caballo, cuáles eran sus intenciones.
Cerrado
, decía el letrero de la puerta. Alan entró en la tienda del Ejército de Salvación, al lado mismo del comercio de antigüedades, y preguntó a la mujer encargada de la caja registradora cuándo abriría su vecino.
—Oh, murió, que en paz descanse. Murió hace tres o cuatro meses, a principios de otoño.
La mujer rondaba los sesenta y tenía una cara blanda y enrojecida y ristras de rizos blancos.
—¿De qué murió?
—Cáncer. Lo consumió. Una cosa francamente repentina, porque el hombre era alto y robusto. —Chascó con la lengua e inclinó la cabeza por deferencia al recuerdo del difunto—. Esos, los sanos, siempre se van primero, ¿verdad?
—Estoy interesado por el caballo ba…, por el caballo del tiovivo que hay en el escaparate.
—Es el último.
—¿El último?
—Babe tenía más de diez, los consiguió en un tiovivo inutilizado. Uno era francamente anormal, verde y con dibujitos. Babe tenía buen olfato para los negocios, sí señor. Recuerdo el día que puso el último caballo en el escaparate. Tenía dolores fortísimos en el pecho y en el estómago, creo. —Hizo una pausa en gesto de compasión formal—. Vino a pagar diez dólares que debía y a preguntar si habíamos recibido una imitación de diamante. Quería estar surtido para la víspera de Todos los Santos.
Contempló el estuche de bisutería; eran cuentas y objetos de plástico, no imitaciones de diamante.
—El hombre que vendió los caballos a Babe le dijo que procedían de un tiovivo destrozado. El propietario les acababa de dar una mano de pintura. Qué pena, tanto trabajo para nada y tener que venderlos a precio de ganga. Yo sé qué es vender con pérdidas. —Levantó y frotó su muñeca—. Me duele. Mi artritis está portándose mal. Ahora lo recuerdo. El hombre estaba ansioso de retirarse, o algo así… ¡Ah, sí, tenía que ingresar en un hospital! Y Babe le pagó una miseria. El sí que tenía olfato para los negocios, no como mi difunto esposo.
—¿Su difunto esposo? ¿Compró él alguno de esos caballos?
—Naturalmente que no. Nuestros nietos ya son mayores. —Acarició una fotografía de un hombre rollizo de cara redonda—. Bien, seguramente Babe estará vendiendo arpas de segunda mano a los ángeles, y a buen precio. Hay que tener un gran surtido, eso es lo que yo digo siempre. —Se inclinó hacia delante y movió la cabeza en dirección a la tienda de Babe—. Él debió de haber ahorrado mucho y por eso los parientes tienen algo por lo que pelearse. Por eso la tienda continúa cerrada. Supongo que da mucho trabajo a los abogados. ¿Es usted abogado? Sin ánimo de ofender.
—No, no soy abogado. —La mujer quería enseñarle algunos juguetes, pero Alan se dirigió poco a poco hacia la puerta—. Gracias. Adiós.
—Vuelva otro día —dijo ella—. Tendremos más juguetes dentro de pocas semanas. La primavera es buena época para los juguetes.
Existía una cadena. Alan estaba convencido. Su familia se había convertido en el eslabón más reciente. Se preguntó si habría habido algún herido cuando el tiovivo quedó destrozado. Se preguntó quién había pintado los caballos. Se preguntó si el pintor habría muerto a causa de un maleficio.
Aquel caballo. Alan no había comprendido su naturaleza al llevarlo al sótano; el caballo no había ido a dormir como si estuviera satisfecho. Sabía aguardar. No estaba satisfecho. Era una boca paciente que aguardaba.
¡Dios Santo, qué ideas! O estaba loco él, o estaba loco el mundo. Alan estaba cansado. Asustado y cansado. Un terror vago empezó a rodar en su cabeza, con unas ruedas tan enormes como la conciencia. Alan tuvo el presentimiento de que… No quería expresar su temor en palabras. Sin darle un nombre, ese miedo era menos potente, pensó.
Haces planes y más planes y luego todo se desboca, la tierra abre su boca ante tus pies y no tienes lugar alguno donde ocultarte. ¿Debes saltar al boquete y acabar con el miedo? Zas. Alan lo había dicho. Lo había expresado con palabras. Imposible evitarlo.
La campiña estaba desolada, el cielo apagado, todo se encontraba falto de color. Era como en pleno invierno. Vaya frase, vaya frase tan horrible.
El aguanieve martilleaba el parabrisas. El ritmo del tráfico se hizo más lento. Los automóviles del carril derecho iban acumulándose a la izquierda. Alan comprendió el motivo: en la parte más alejada una ambulancia y un vehículo policial rodeaban un Chevrolet verde volcado. Había descrito un ocho amplio y abultado antes de dar una vuelta de campana, y se hallaba con los neumáticos arriba y las puertas abiertas como si quisieran vaciar el contenido del vehículo en la carretera. Una persona cubierta con una sábana blanca estaba siendo retirada en una camilla. Los agentes daban vueltas alrededor del coche, hablaban y gesticulaban. Debía de haber alguien más dentro del automóvil, alguien vivo o muerto.
Alan redujo la velocidad para amoldarse al ritmo del tráfico y también él, como todos los demás, contempló con terror hipnótico aquel accidente, aquella
danse macabre
, y momentáneamente se complació por no ser uno de ellos, uno de los heridos o muertos. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, fueran cuales fueran sus pecados, él continuaba vivo. ¡Ja! Se estremeció e hizo una mueca. Muchos son llamados y pocos los escogidos. Excepto al final, cuando todos son escogidos.
Al entrar en el camino de acceso, Alan sintió alivio al ver su casa tal como la había dejado por la mañana: aparecía grisácea durante el crepúsculo de ese día de aguanieve y la hierba continuaba enmarañada y reseca desde el otoño. Pero su casa no había sido consumida por las llamas, ni sometida a la catástrofe o a un acto divino.
Alan paró el motor, apagó la luz del garaje y entró en el edificio.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
—En el salón —respondió June.
Al acercarse, Alan oyó rabiosos sollozos, aire inhalado con breves jadeos y exhalado en forma de gemidos convulsivos, terribles. Amy estaba sentada en el suelo, con la cabeza oculta en el regazo de June.
—No le pasa nada grave —dijo poco a poco June—. Estábamos a punto de ir a casa de Melissa. Melissa se ha hecho daño. Te había dejado una nota.
Hizo un gesto hacia la cocina.
Alan:
Salgo con Amy para ir a ver a Melissa. Las dos estaban en el sótano y Melissa se ha hecho daño. Jake está en casa de los Lawrence. Ve a recogerlo a las ocho. Volveremos a las nueve. No te preocupes. Amy está trastornada porque se siente culpable. Pobrecilla, se siente culpable porque habían tenido una pelea. Estaremos en casa a las nueve. No te preocupes. Todo va bien.
June
Alan entró en el salón.
—¿Qué ha pasado, June?
Su esposa ayudó a Amy a levantarse y dijo a la niña que se pusiera el abrigo. Amy continuaba sollozando cuando salió de la habitación.
—Estaban haciendo el tonto en el sótano, dándose empujones, y de pronto Melissa montó en el caballo. Amy le dijo que se bajara, que no era suyo y lo iba a romper. Habían estado todo el día al borde de la discusión. Ha sido un accidente estúpido. —Sus manos se movieron débilmente en el aire—. Amy salió muy enfadada. Melissa corrió detrás de ella, tropezó y cayó encima del horno de la calefacción. Se quemó el brazo. Tenía una hinchazón espantosa, pero el médico dice que no le pasará nada. Eso fue esta tarde. Amy se siente muy mal porque habían estado peleándose. He pensado que si va a ver a Melissa se tranquilizará. —Llevaba la chaqueta blanca muy mal abrochada. Extendió una temblorosa mano—. ¡Ohhh, qué susto! Aún estoy temblando. Qué suerte que yo estuviera aquí en el momento del accidente. Tú y Jake podríais ir a comprar unas hamburguesas.
Alan le abrochó otra vez la chaqueta, empezando por abajo.
—No es preciso que sufras por nosotros. —June le inspiraba afecto, el afecto que inspira algo cuando está enfermo o herido, cuando es frágil y su mortalidad se hace evidente. El cabello de June olía un poco a leña quemada. Las pecas de sus pómulos y sienes sobresalían. Alan le dio un beso en la nariz—. El capitán Lichter está al mando.
—Naturalmente que sí. Volveremos a las nueve. —Y mirando hacia atrás agregó—: Que no te coma el horno de la calefacción.
Las dos desaparecieron por la cocina. Alan oyó el ruido de la puerta al cerrarse y el motor del coche. Algo continuaba torturándole. Habían transcurrido exactamente cuatro meses desde que Marge trajera el juguete a la casa. Parecían generaciones. Alan deseaba no pensar en ello, pero un valeroso rincón de su mente insistía. O tal vez fuera una imaginación necia e histérica que creaba fantasías enfermizas. La vivienda estaba emitiendo sus ruidos y estableciendo sus comunicaciones: sonidos como jadeos, crujidos, ruidos sordos… Las tablas de madera dura del suelo conforme iban ajustándose. Ajustando… ¿qué?, pensó Alan sin comicidad alguna.
«Supón, supón solamente que te desembarazas del caballo balancín. ¿Acabará así mi… nuestra racha de mala suerte, de malas decisiones, de malos sueños?» No deseaba considerar seriamente esa idea. Pero si se rendía a la superstición, sólo un momento… ¿podría aniquilar a la criatura y volver a la lógica? La idea olía a locura. Alan se estremeció como si una ráfaga de viento le hubiera atravesado el cuerpo.
Oyó un golpe sordo en el suelo del porche y el sonido de la perilla de la puerta. Sus brazos se quedaron rígidos y su respiración, un serpenteo en la garganta, pareció congelarse.
La silueta de Jake apareció enmarcada en la entrada, pequeña y pálida. La luz de la luna recién salida le confería el aspecto de un fantasma.
—Papá, no te enfades. Me dolía mucho la cabeza y tenía que volver a casa. La señora Lawrence dijo que tenía que estar allí, pero yo quería verte. Las aspirinas no me hacen nada.
—Jake, capitán, no debías de haberte ido de casa de los Lawrence. Estarán intranquilos y preocupados por…
De pronto sonó el teléfono. Alan cogió el auricular.
—Sí, Jake está aquí. Gracias, Frieda, por cuidar del niño… No, no es culpa tuya, sé que tú estabas vigilándolo… Hablaré con él de eso. Gracias, Frieda. Adiós. —Colgó—. Jake, ya sabes que no puedes cruzar solo la calle grande.
—No me encuentro bien, papá. —No dejaba de frotarse la frente—. ¿Puedo ir a mi cuarto? Quiero jugar con el caballo.
—Jake, ¿no recuerdas que puse el caballo en el sótano hace unas semanas, para pintarlo?
—¿Puedo montarme, papá? Sólo un ratito, hasta que me acueste… Prometo que me iré a dormir.
Un reflejo de luz alcanzó la mano del niño. La costra abrió sus labios rojos cuando Jake se frotó la cabeza con el puño. Alan le cogió la mano.
—¿Qué es esto?
—He estado jugando con Amy. Ella sólo quería hacer prácticas con números.
—No estás diciendo la verdad. Amy no tiene necesidad de hacer prácticas de aritmética.
—Ella dice que la gente acaba a patadas cuando son mayores y entran en un bar. Le pedí que me enseñara.
Jake hablaba como si tuviera dificultades para hacerlo.
Tal vez aquello tuviera forma de números. Números, el juego de tres en raya y figuras, pero debajo había una boca en movimiento.
—¿Quién le dijo eso a ella?
—No lo sé. Ella ha estado practicando sus… No nos hemos peleado. De verdad.
—¿Te duele? ¿No es el mismo sitio donde te cortaste la semana pasada?
—No lo sé. Creo que sí. A lo mejor no. Yo también le hice un dibujo en la mano. No fue una pelea fuerte, papá, y hemos hecho las paces.
Alan cogió el agua oxigenada del botiquín. Puso un poco en un algodón y frotó la mano de Jake. La suave mancha verde y rosada de los bordes se fue con el algodón. Pero la marca principal, por encima de la postilla en forma de media luna, no se alteró.
—¿Qué clase de bolígrafo era? ¿Qué ha usado Amy?
Alan sabía que era inútil tratar de borrar la tinta si realmente era indeleble. Y si no era nada, acabaría borrándose por sí sola. Si era lo otro… Mejor no pensar en eso. ¡Dios Santo, no! No con su hijo.
—Lo siento, papá, lo siento —gimoteó Jake.
Sólo se trataba de cosas escritas por Amy. Que el desinfectante lo borrará. Por favor, que lo borre. Alan siguió frotando con el algodón luego con los dedos, mientras las lágrimas fluían en abundancia por la cara del niño.
—¿Por qué habrá hecho esto Amy?
—Papá, me haces daño.
Exhausto, Alan se detuvo. Los lloros de Jake se redujeron a gimoteos. Alan se dejó caer en el suelo. La señal se había apagado. Alan respiró por fin, sin darse cuenta de que había estado conteniendo el aliento. La tensión de su pecho remitió. Se sentía desorientado.
No, no podía ser tan sencillo. No.
—Jake, vete ya a la cama. Quiero que te acuestes. Tengo algo en que pensar.
—¿Puedo jugar con el caballo, papá?
Le temblaba el labio inferior.
—Jake, ahora no. —Mantente firme por la vida del niño, pensó—. Ve a tu cuarto.
Sin una sola palabra, Jake dio media vuelta y se fue.
Alan abrió la puerta del sótano. La oscuridad era un pozo que podía tragárselo. Encendió la luz, pero el peligro se encontraba lejos de la luz, en el rincón más alejado de la escalera, en el otro extremo de la casa.
Mentalmente vio el hacha en el tajadero, junto a la pared que daba al oeste. Lizzie Borden, él iba a ser Lizzie Borden. ¿O vendría el hacha directa hacia él, hacia Alan Lichter, desbocada? El capitán Alan amaba la vida, jamás había hecho algo impropio, excepto algunas veces, muy pocas, y éstas no contaban porque todo el mundo tiene defectillos.
Las personas eran mortales; aquello, no. Aquello era capaz de brotar de la noche y dejar los huesos pelados a las personas.
Alan bajó poco a poco… y dio un brinco porque la bombilla del techo chisporroteó, crujió y se apagó. La luz de la cocina iluminaba la mitad superior de la escalera, y por las ventanas del sótano se filtraba la luz de las farolas. Si se lanzaba hacia delante, Alan podría distinguir el horno de la calefacción, y a la derecha estaba el hacha, con el mango colgando y la reluciente hoja hincada en el tronco del árbol que el usaba como tajadero.