—Está preparado para usted —dijo la voz.
En cuanto Gray abrió la puerta se sintió envuelto por una opresiva atmósfera caliente. Sus ropas estaban húmedas y le colgaban lacias del cuerpo; el abrigo empezó a emitir vapor. El sudor se mezcló con las gotas de lluvia, empapándole la frente. Dio un paso adelante y la puerta se cerró tras él con un clic.
Los primeros espejos estaban polvorientos; el reflejo de su figura, a medida que avanzaba, era vago. El techo bajo estaba apenas a unos treinta centímetros sobre su cabeza. Allí se encendió una luz, produciendo un zumbido; y pudo escuchar muchos más zumbidos en lo más profundo del laberinto. Se sintió contento de no haber pagado más. Al mirar hacia atrás, se vio a sí mismo flotando en un mugriento espejo situado en la parte interior de la puerta, como si lo hubieran echado al barro.
Se aventuró a pasar por el estrecho pasillo. Si la construcción era tan pequeña como daba a entender su aspecto exterior, no tardaría en haberlo recorrido todo. Los reflejos de sí mismo, extendiéndose hacia el infinito a ambos lados, avanzaron con él, hasta que su desaparición le indicó la existencia de un cruce. Podía girar a la izquierda o a la derecha. ¿Lo echaba a suertes? En respuesta a un recuerdo de algo que había leído —no pudo recordar dónde ni en relación con qué—, sobre un camino que giraba hacia la izquierda, tomó aquella dirección. Y no tardó en tener que girar varias veces más, entre una multitud de su propio reflejo. Aquel truco, ¿no le llevaría de vuelta al lugar por donde había empezado? Pero tuvo que haber calculado mal los giros, porque salió a otro pasillo estrecho muy diferente.
¿En qué sentido era diferente? Una luz suspendida del techo zumbaba intermitentemente. Miró hacia los borrosos espejos. El sudor le envió sal hacia los ojos; se los limpió con el dorso de la mano y se quitó el abrigo. ¿Por qué razón el reflejo de sus movimientos le parecía tan poco natural? De pronto, se dio cuenta de que todos los espejos estaban distorsionados.
Bueno, aquello no era más que un truco característico. En uno de los lados del pasillo su figura aparecía hinchada, en una parodia de embarazo; en el otro lado no era más que un reloj de arena dotado de rostro. Junto a aquellos reflejos se amontonaban otros, mucho más extraños. ¿Acaso el propietario había tratado de conseguir mediante trucos extraños lo que al laberinto le faltaba en tamaño?
Gray consultó su reloj. Aún tenía que encontrar la salida. Siguió avanzando. Una imagen de carne hinchada se desplegó hacia él, como si estuviera mirando a través de un acuario. ¿Qué camino debía seguir tinte este espejo? De nuevo a la izquierda; de ese modo, al menos sabría que dirección no debería seguir en caso de tener que retroceder.
Su rostro polvoriento se le fue acercando oscilantemente. La imagen era casi tan alta como él mismo, y aplastaba su cuerpo hasta dejarlo a la altura del tobillo. Aquello era fascinante. Si los espejos hubieran estado bien limpios —si el enorme y palpitante rostro no hubiera estado tan borroso—, no se habría sentido incómodo en absoluto.
La única salida de aquel pasillo era hacia la izquierda. Ya debería de estar cerca del final; el laberinto, encerrado en el edificio que había visto en el exterior, no podía ser mucho más grande. Y, de nuevo, tuvo que efectuar varios giros, siempre a la izquierda. Sentía la piel caliente y tan mugrienta como los propios espejos. La cercanía de la carne distorsionada era algo que le oprimía.
Ah, allí había un pasillo más largo. Una figura delgada oscilaba en el extremo más alejado; quizás aquel espejo ocultase la salida. Avanzó apresuradamente, echando apenas un vistazo a la miríada de figuras distorsionadas que llenaban las paredes. Cuando volvió a mirar hacia delante, el cristal situado al fondo del pasillo apareció en blanco.
El espejo debía de reflejar su figura sólo a partir de cierta distancia. Quizás aquello no era más que un último intento por confundir a las víctimas del laberinto. Se acercó más al espejo, dispuesto a empujarlo hacia un lado. Y entonces titubeó. Por muy polvoriento que estuviera, no cabía la menor duda de que no era más que una plancha de cristal plano.
¿Qué había visto al otro lado al mirar a través de él? Nadie podía tener aquel aspecto. Sin lugar a dudas debía de haber espejos al otro lado; él había visto un reflejo distante de sí mismo. ¿Dónde estaba la salida? Irritado, se pasó la mano por la frente y se volvió hacia la izquierda.
—Nunca ha estado usted en un laberinto como éste.
Se giró en redondo. La carne se desplegó a su alrededor. La voz había surgido de detrás de alguno de los espejos; de algún modo, el propietario, o quien le había cobrado la entrada, le había seguido de cerca. Gray apretó los labios, aunque una vena palpitaba en su cuello. Se negó a admitir que le había asustado.
—No es lo que usted esperaba, ¿verdad? Siempre ocurre lo mismo en todas las casetas. Pero no juzgue nunca apresuradamente.
Ahora, el tono de la voz suave parecía más claro: era empalagoso, y se recreaba con una maligna satisfacción. ¿Estaba el propietario tratando de distraerle, de hacerle perder la paciencia a causa de lo que había comentado sobre los monstruos? Muy bien, la visión de la deformidad le hacía sentirse mucho más incómodo de lo que había pretendido…, ¿y qué? Miró su reloj. Que le condenaran si preguntaba por el camino de salida. Aún podía disponer de otros diez minutos.
Atravesó salas llenas de espejos, girando hacia la izquierda, siempre a la izquierda. Los ojos le miraban desde separadas burbujas de carne; una maraña de figuras distorsionadas se arremolinaba a su alrededor. El zumbido de las inestables luces parecía aún más fuerte, como si se hubiera abierto una colmena. Las incansables distorsiones le hicieron sentirse mareado. Tuvo que detenerse y cerrar los ojos.
Sin duda alguna, ya debería de haber visitado todas las salas del edificio. ¿No estaría el propietario cambiando los espejos de lugar, para vengarse? Cinco minutos más y preguntaría el camino de salida…, y si el hombre no se lo decía se abriría paso destrozando espejos.
Cuando Gray abrió los ojos, observó un movimiento al fondo del pasillo. Buen Dios, ¿qué había sido aquello? El mismo, claro: debía de haberse movido sin darse cuenta. Seguramente, sólo había visto una parodia de sí mismo reflejada en el cristal mugriento. Al final del pasillo, al doblar hacia la izquierda, escuchó un clic.
—Estos son los últimos espejos —dijo la voz.
Eso significaba que estaba casi libre. Gray se dirigió casi corriendo hacia el lugar donde le pareció que había sonado la voz. Por encima de él el zumbido se hizo más fuerte; la luz se retorcía en los espejos. Evitó mirarlos al llegar al final del pasillo. A la izquierda, un espejo había oscilado hacia atrás. Sacudiendo la cabeza para librarse del mareo, el zumbido y la opresión, atravesó la abertura.
La sala que había al otro lado era más pequeña que una celda. Una luz aún más sombría parpadeaba débilmente en un tubo. Miró los rectángulos de cristal de las paredes. No parecían espejos. ¿Eran pinturas?
—Fue con éstos con los que empecé —dijo la voz desde el otro lado del espejo situado en el extremo más alejado…, donde seguramente estaría la salida—. Se supone que no fueron otra cosa que el pago de unos servicios. Uno se encuentra con gente muy extraña en la carretera.
Gray se volvió hacia un panel. No, no era una pintura; era demasiado luminoso. Y, sin embargo, pudo ver el sol poniéndose detrás de unas montañas. Sobre una ladera, un pueblo con torres brillaba bajo la luz. ¿Cómo era posible que el pueblo brillara con mayor intensidad que el cielo, como si estuviera dotado de una luz interna?
La imagen se desvanecía. Momentáneamente, tuvo la sensación de estar contemplándola no a través de un cristal mugriento, sino de un velo de neblina. Avanzó un paso y el cristal quedó inmediatamente opaco. Era alguna especie de truco óptico…, nada más que eso. Pero se volvió con rapidez hacia los otros paneles, en los que también se retiraban otras imágenes. Antes de que pudiera distinguir ninguna superficie, todo el cristal quedó gris y opaco.
—Uno más —dijo la voz.
Una de las láminas de cristal no era opaca: la que estaba en el extremo más alejado de la celda. Avanzó hacia ella, extendiendo la mano para apartarla a un lado. Su mano se abultó ante el espejo, hinchándose como un globo cuyo cuello estaba formado por su muñeca. El cristal convirtió sus piernas en columnas achaparradas y le hundió la cabeza como si fuera de cera blanda. Su rostro… Ya no pudo soportar más distorsiones; se sentía mareado y con náuseas. Cerró los ojos.
Abrió los ojos de nuevo cuando escuchó el clic. El espejo se había movido, dejando al descubierto la oscuridad. Avanzó rápidamente, tambaleándose. No había tenido conciencia de lo mareado que estaba; apenas podía caminar o enfocar la vista. Pero tenía que salir de allí mientras tuviera oportunidad de hacerlo. ¿Por qué? ¿De qué escapaba?
En cuanto hubo pasado por la abertura, el espejo se cerró con un clic. Pero lo que notaba bajo sus pies no parecía ni tierra ni cemento…, era más bien como una alfombra desigual. Parpadeó, tratando de enfocar la vista. ¡Buen Dios, estaba en una caravana! Abrió la boca para protestar y se esforzó por recuperar el control de sus labios.
—Ese espejo me convirtió en lo que soy —dijo la voz.
Gray dio unos pasos, tratando de mantener el equilibrio y de levantar la cabeza. De pronto, se dio cuenta de que no era sólo el vértigo lo que le causaba problemas; la caravana se estaba moviendo. Y allí había mucha gente; escuchó retorcerse unos cuerpos en los rincones y en las literas. A medida que sus ojos fueron enfocando la visión, distinguió algo parecido a una mano que sostenía un espejo de mano tendido hacia él. En su configuración ovalada, el reflejo del interior de la caravana aparecía sin distorsión alguna. ¡Dios santo! Sería mejor que le dejaran salir de allí; no estaba dispuesto a que le distrajeran con ninguna otra locura. Pero cuando miró la mano que había extendido para rechazar el espejo, empezó a gemir. Había pasado a través del último espejo distorsionador de una forma múltiple, y con un resultado mucho peor de lo que hubiera podido imaginar.
Ramsey Campbell
B
ryant no tardó en cansarse del camino Wirral. Cogió el sendero forestal porque estaba harto de los parques de Liverpool, y terminó por descubrir que la naturaleza era demasiado implacable para él. Claro que el sendero tendría más sentido para un botánico, pero a Bryant le parecía exactamente lo que era: una vía férrea con demasiada vegetación para él y despojada de su línea. A veces pasaba por debajo de puentes ahuecados y a continuación parecía atraparle entre los terraplenes durante largos kilómetros. Cuando volvía a salir a terreno llano sólo era para mostrarle campos demasiado exuberantes para ser cómodos, setos, árboles, y un verde tan constante que sus matices se desdibujaban hasta convertirse en una sola masa opresiva.
No estaba seguro de qué era lo que hacía intolerable el valle en miniatura. Los niños cruzaban gritando su camino, como trenes descarrillados; enormes perros surgían de la maleza para lamerle y olerle la cara, aunque lo peor de todo eran las moscas, que parecían haber surgido todas en aquel día de finales de junio, el primer día de calor del año. Le emborronaban la visión como si tuviera la vista cansada, y su zumbido incesante amortiguaba todos sus sentidos. Cuando escuchó el paso de los camiones en alguna parte por encima de él, trepó por el primer claro que halló entre la maleza, sin esperar a encontrar la siguiente salida oficial del sendero.
Cuando se dio cuenta de que el camino no conducía a ningún sitio en particular, ya había cruzado tres campos. Le pareció mejor seguir adelante, a pesar de que, ahora que había salido a campo abierto, observó que el sonido que había tomado por camiones no era más que el producido por distantes tractores. No creía ser capaz de encontrar el camino de regreso, aun cuando lo deseara. Seguramente, terminaría por llegar a una carretera.
Sin embargo, tras haber cruzado unos cuantos campos más, ya no estuvo tan seguro. Se sintió atrapado, cercado por el zumbido y el verde, como una mosca en una telaraña. Bajo el implacable cielo sin nubes no había más que un bungalow, a unos tres campos de distancia a su izquierda. Quizá pudiera beber algo allí y preguntar el camino hacia la carretera.
Le resultó difícil llegar al bungalow. Tuvo que retroceder una vez y recorrer los tres lados de un campo, tras haberse aproximado lo suficiente como para ver que el jardín que rodeaba la casa parecía tan cubierto por la vegetación como el sendero de la vía férrea.
Había alguien de pie frente al bungalow, cubierto por la hierba hasta las rodillas. Era una mujer de hombros blancos que permanecía muy quieta. Él se apresuró a rodear el laberinto de cercas y setos, buscando la forma de llegar hasta ella. Se acercó bastante antes de darse cuenta de lo vieja que era y lo pálida que estaba. Se apoyaba con una mano sobre una mesa estropeada por los excrementos de los pájaros, y por un momento pensó que los hombros de la túnica, que le llegaba hasta los tobillos, tenían el mismo color blanquecino que la mesa. Sacudió la cabeza vigorosamente para despejarse la modorra causada por el calor, y entonces vio que lo que le caía sobre los hombros era un cabello largo y blanco, pues se movió un poco cuando ella le hizo una seña.
Al menos él creyó que le había hecho una seña. Cuando llegó a su lado, tras haber abierto la puerta que cruzaba el camino lleno de hierba, ella seguía sacudiendo una mano, pero ahora para espantar las moscas, que parecían lanzarse sobre ella con más avidez que sobre él. Los ojos de la mujer parecían helados y vacíos; por un instante, él se sintió tentado de alejarse. Pero entonces los ojos le miraron con una expresión tan suplicante que tuvo que acercarse más para ver qué ocurría.
Debió de haber sido hermosa en su juventud. Ahora sus brazos largos y su rostro en forma de corazón eran huesudos, con la piel marchita sobre ellos, a pesar de lo cual aún podría haber sido atractiva si su complexión no hubiera sido tan gris. Quizá se veía afectada por el calor —se agarraba a la mesa repleta de excrementos de pájaros como si fuera a caerse si se soltaba—, pero, en tal caso, ¿por qué no entraba en la casa? Él pensó que quizá le necesitaba por eso, pues la mano libre de la mujer señalaba temblorosamente hacia el bungalow. Sus uñas eran muy largas.
—¿Puede usted entrar? —preguntó ella.