Alan oyó un ruido en lo alto. Entrecerró los ojos, se tambaleó y cayó hacia un lado. Extendió el brazo para agarrarse. Sus dedos rozaron la húmeda pared de piedra en la oscuridad y produjo un desagradable chirrido. Alan recobró el equilibrio y se irguió. Se había roto una uña: una gota de sangre.
Bajó, con una mano apoyada en la pared para no caer. Llegó al pié de la escalera. Mira, caballo, no es nada personal. Un golpe bien dado y todo concluido. Debo acabar contigo. No habrá dolor. ¿Colaborarás?
Mientras se aproximaba al caballo, notó la brisa que entraba por una ventana abierta, en el ala este de la casa. ¿Por qué estaba abierta? ¿Quién la había abierto? June debía de haber echado leña al sótano. El caballo se mecía y se mecía, una y otra vez, como si lo espoleara un jinete invisible, como si también él fuera un ser vivo capaz de resoplar y no un trozo de madera trabajada… Meciéndose sin cesar, riéndose de Alan, burlándose de Alan, chillándole: «¡Yo soy el vencedor, el vencedor, el vencedor, el vencedor!».
Los labios de madera del caballo se abrieron para mostrar unos dientes carnívoros, puntiagudos y llenos de saliva. Igual que una serpiente, el miedo se enroscó en el corazón de Alan.
—No lo intentes —amenazó el caballo.
Alan empezaba a ver cada vez menos, se le nublaba la vista. Sentía que estaba a punto de desmayarse. Las paredes del sótano se ocultaron aún más en las tinieblas, se alejaron hacia un horizonte invisible. Alan notó que la luz de unas estrellas prehistóricas caía sobre su espalda. La silueta del caballo rielaba y ondeaba. Era una hiena, manchas como ojos de vistoso algodón, piernas rígidas, colmillos al descubierto.
—Eres presa fácil —dijo la hiena—. Sólo me interesan los enclenques, los viejos, los niños.
Alan reprimió el impulso de echar a correr. Si le daba la espalda, el caballo se le echaría encima, acabaría abatido, desgarrado. Con sus piernas también rígidas a causa del terror, Alan dio una paso hacia la criatura, que gruñó y pareció hincharse, pero ni avanzó ni retrocedió. El suelo empezó a temblar, la vista de Alan se nubló de nuevo y el sótano reapareció. El caballo balancín estaba mirándole fieramente en la penumbra.
Alan se acercó poco a poco al tajadero y, tras un tirón repentino, extrajo el hacha. El caballo se echó hacia atrás relinchando agudamente, se alzó sobre las patas traseras. Alan levantó el hacha muy por encima de su cabeza. Los ojos de vistoso algodón se agitaron y el sótano fulguró como si hubiera caído un rayo. Los sucesivos destellos fueron dejando imágenes: Marge en el ataúd, una cebra casi devorada, el abuelo de Alan muerto en el sillón, una ardilla listada con el cuello roto… En lo alto, una silueta apareció amenazante, sus facciones remolinearon y se transformaron en las de Alan antes de arrugarse y mancharse de podredumbre, y el ambiente se llenó de hedor a carne descompuesta. Alan sintió náuseas, bajó el hacha. El extraño ser tembló, cambió de forma. Alan captó olor a gasolina y caucho quemado. Era June, con la cabeza inclinada hacia un lado y el pecho aplastado. June abrió la boca como si quisiera hablar, pero brotó un chorro de sangre en lugar de palabras. Casi cegado por las lágrimas, Alan extendió el brazo con el hacha igual que si fuera una lanza, para alejar al ser que no podía ser su esposa. La silueta se hizo confusa, empequeñeció, se oculto en si misma. Aterrorizado por lo que podía ver acto seguido, Alan movió el hacha como si fuera una maza y golpeó algo duro y sólido.
Podía ver normalmente otra vez. El golpe había hecho que el caballo se moviera violentamente, y con ese movimiento parecía estar corriendo junto a Alan. Este levantó el hacha para golpear de nuevo, pero el cuerpecito apareció a lomos del caballo. El rostro asustado de Jake se volvió a Alan mientras los brazos se aferraban al cuello de llamativo algodón. El caballo se meció con furia y Jake gimió de terror.
—¡Ya es mío! —Rezongó el caballo—. ¡Todos son míos!
La furia superó al miedo.
—¡Mentiras! —chilló Alan.
Jake desapareció del lomo del caballo. Alan atacó con el hacha.
No sucedió nada.
Y de pronto, la madera chirrió, hubo crujidos de huesos y el suelo se movió bajo los pies de Alan. Notó los latidos que resonaban en sus oídos cuando por tercera vez dejó caer el hacha sobre los flancos del caballo. Se vio envuelto por brillantes lunares que por un momento le parecieron gotas de sangre, increíble sangre. Hubo una lluvia de astillas sobre su rostro y sus manos. Quiso irse corriendo, desentenderse de todo y olvidar, apartar el suceso de su mente hasta que recuperara la fuerza.
—Debo irme mientras pueda —se oyó decir—, antes de que me devoren, antes de que me vuelva loco.
Los ojos del caballo le traspasaron con una mirada que advertía, amenazaba, prometía venganza, malicia y más. «Esto no ha terminado aún», pareció decir; «no te atrevas».
Alan alzó el hacha cuanto pudo y el medido golpe alcanzó al caballo en el lomo. La camisa de Alan se rompió por la costura de un hombro. El caballo se partió y quedó formando una V y con la cabeza de perfil sobre el suelo de cemento.
Alan continuó propinando tajos al caballo balancín.
Kachunk cha. Kachunk
. Se desprendieron las dobladas tablas del balancín, luego la cola. La madera gimió. «Te arrepentirás de esto», pareció decirse.
Kachunk cha.
«No puedes hacerlo», dijo el caballo. «Me perteneces.»
El hacha levantada permaneció un momento en el aire y luego describió el arco de bajada. Alan le destrozó el hocico. Así estaría callado. Pero los ojos fulguraban.
Alan cogió una pata trasera y, tras abrir la puerta del horno de la calefacción, la metió. El fuego empezó a extinguirse en cuanto el fragmento cayó sobre las brasas. Alan echó un trozo de cabeza. Brotaron llamas que lamieron la madera como si fuera algo delicioso, y el fuego chisporroteó, brilló, aumentó. Alan tenía la cara ardiente. Respiraba con dificultad. La madera crujió, restalló y por fin quedó reducida a una grisácea ceniza. Alan echó al horno el resto del caballo, trozo a trozo. Lo observó arder, aferrado por el fuego.
Igual que un demonio, algo gruñó. Algo se agitó entre las llamas, algo oscuro, un túnel. El humo apestaba a carne chamuscada y no a madera vieja. La oscuridad se ocultó en sí misma, se disolvió en el humo y se alejó chimenea arriba.
Alan cayó de rodillas. Le dolían los brazos, pero se trataba de un dolor placentero, tranquilizador, agradable. Enjugó el sudor de su frente y vio el carbón y las cenizas en sus brazos. Un poco de agua y todo arreglado.
Una ráfaga de aire caliente y polvoriento fluyó por la puerta abierta y envolvió a Alan.
Una sombra apareció en el suelo.
—Papá, no puedo dormir. Estoy tan asustado que no puedo dormir.
Jake se hallaba en lo alto de la escalera, y bajó corriendo los peldaños. Alan se volvió. Tenía pensado poner una barandilla nueva.
—No bajes corriendo la escalera, Jake. Ten cuidado…
Dios, un niño tan pequeño, no. No.
De pronto Jake estaba en el aire con los brazos extendidos. Un pie de Alan se enganchó en el hacha. Alan se lanzó hacia la escalera con los brazos por delante. Jake parecía inmóvil en plena caída, con los ojos muy abiertos y mostrando sorpresa, y un instante más tarde la gravedad lo aferró y lo hizo caer vertiginosamente.
Algo golpeó el pecho de Alan, algo que lo empujó hacia un lado e hizo girar su cuerpo. Sus pies dejaron de tocar el suelo y Alan cayó pesadamente sobre la escalera. Pero al bajar los ojos, Jake no yacía en un piso de cemento lleno de sangre. Jake estaba en sus brazos. Alan lo había cogido. El niño tenía un tacto sólido y cálido, fresco y animado. Alan abrazó al pequeño, intentó taparlo como si soltarlo significara resbalar. Jake tragó saliva.
—No sé qué ha pasado.
—Has resbalado.
—¿Fue por culpa del caballo, papá?
—No lo sé, Jake.
—¿Quería hacernos daño?
—No quería nada. Sólo jugaba, se mecía siempre, mecánicamente.
—No creo que la culpa fuera del caballo, papá. —Alan lo abrazó con más fuerza—. Creo que era de nosotros.
Alan besó el pelo del niño.
—De momento hemos terminado con esto. No hay nada que temer.
Alan recordó cómo había destrozado el caballo formando trozos cada vez más pequeños, cómo los había quemado para convertir todo en cenizas y polvo que subía por la chimenea y se alejaba.
—¿Tú tenias miedo, papá?
Seguramente el poder del caballo había desaparecido. Tenía que ser así. El caballo era simplemente polvo.
—Si, mucho miedo.
—Pobre papá —dijo Jake con voz tierna—. Todas las luces están encendidas. —Señaló hacia arriba con la gracia natural de un niño—. ¿Lo ves? Las he encendido yo.
—Lo sé.
—¿No nos pasará nada ya?
Jake estaba apretado en los brazos de Alan, un niño menudo, cordial, vivo y resplandeciente.
—Sí, Jake. Vamos arriba a esperar que lleguen tu madre y tu hermana. —Alan dejó en el suelo a Jake—. No nos pasará nada.
Lo cogió de la mano mientras subían la escalera.
Ramsey Campbell
C
uando Gray pasó ante el quiosco cerrado, empezó a llover. El agua cayó tamborileando a través de las capas de hojas otoñales que aún pendían de los árboles; las gotas repiqueteaban sobre el lago y, más allá del parque, destellaban las auras de las torres.
No valía la pena apresurarse por regresar a casa. Se había olvidado la llave dentro, y su esposa no regresaría antes de media hora; por eso decidió dar un paseo por el parque. El quiosco resonaba como un tambor. Su arco descarnado no ofrecía ningún refugio contra la lluvia. Si apretaba más, quizá podría resguardarse un poco bajo los árboles.
El brillo febril causado por la lluvia hacía al menos que los senderos fueran más visibles. El resto del parque estaba oscuro y manchado como un dibujo empapado. Las nubes formaban grandes masas en el cielo, oscureciendo aún más la noche; parecían tan cercanas y espesas como el follaje. Una vez que viera las luces de la carretera que lo atravesaba, podría orientarse.
Bajo sus pies, el sendero parecía más de barro que de cemento. ¿Acaso los jardineros habían estado removiendo la tierra, o es que él se había perdido? Avanzó dando traspiés, parpadeando; la lluvia le caía sobre la frente y en los ojos. Aquello que había allí delante, entre los árboles chorreantes, ¿era un refugio? Pero no existía ninguna construcción así en el camino que solía seguir para llegar a casa. Entonces escuchó cómo la lluvia repiqueteaba sobre metal. La figura oscura era una caravana.
Había varias, apiñadas como bestias bajo los árboles. Las gotas de agua trazaban regueros sobre la suciedad de sus oscuras ventanas. ¿Tenían derecho aquellas caravanas a permanecer allí? Le estaban privando de su refugio. Al pasar junto a ellas traquetearon como manteas.
Un par de cortinas permanecían abiertas, dejando que la luz cayera sobre la hierba anegada y retorcida, iluminando parte de un anuncio. Gray distinguió algunas palabras: LABERINTO, ESPECTÁCULO DE MONSTRUOS, BIENVENIDO— Las letras se retorcían bajo los delgados chorros de la lluvia. ¿Habrían puesto aquel anuncio allí para que lo leyeran los viandantes? Más bien parecía como si se hubiera caído sobre el barro.
Si las casetas estaban abiertas, quizá pudiera refugiarse allí… Pero nunca había visto un espectáculo de monstruos, y no tenía la menor intención de empezar ahora. Sabía que la deformidad existía, pero eso no le parecía razón alguna para verse envuelto en su explotación.
Mientras avanzaba chapoteando por el sendero, se detuvo de pronto. ¡Cómo! Sólo había podido ver fugazmente un rostro que le contemplaba entre las cortinas. No tuvo tiempo para distinguirlo adecuadamente. Tuvo la impresión de que era un rostro muy antinatural, pero pensó que eso se debió a sus pensamientos previos sobre monstruos.
Ahora, alguien había corrido las cortinas. Junto a aquella caravana, había una construcción baja, sin ruedas. ¿Era allí donde se ofrecía el espectáculo de los monstruos? No, porque pudo distinguir el letrero colgado a la entrada: LABERINTO DEL ESPEJO.
La entrada estaba a oscuras. En el interior, a la izquierda, se abría como en un gran bostezo la estrecha apertura de la caseta donde se compraban las entradas, ahora totalmente a oscuras. Los cabellos empapados le enviaban hilillos de agua espalda abajo; tenía las ropas y las cejas empapadas. Escuchó una nueva y furiosa embestida de la lluvia acercándose por el lago y, estremeciéndose, se refugió en la entrada.
A su lado, una voz preguntó:
—¿No tiene ningún sitio adonde ir?
Retrocedió. Había notado algo ovalado en el interior de la caseta, pero había supuesto que era una pintura, o un anuncio pegado sobre la pared del fondo.
—Sólo me refugio del agua—admitió, desconcertado.
La parte inferior de la sombra ovalada se abrió mucho. La voz era suave como el chaparrón, y casi tan vaga.
—¿Por qué se queda aquí? Entre y eche un vistazo.
—Esas cosas no van conmigo —Dijo, pensando que no tenía por qué pedir disculpas—. No me gustan nada los espectáculos de monstruos —añadió con un tono algo más agresivo.
—¿Dice que no le gustan? —preguntó la voz, y Gray no supo si su tono era burlón o triste—. Intente entonces los espejos, si es que dispone de media hora —dijo la voz con la suavidad de un hipnotizador—. Es algo que no olvidará jamás.
Gray se quedó mirando fijamente hacia la oscuridad. Por lo que podía distinguir desde allí, el parque podría hallarse inundado en varios kilómetros a la redonda.
—¿Cuánto es? —preguntó finalmente.
—Cualquier moneda.
¿Lo había dicho como un gesto de buena voluntad? Gray se sintió aún más desconcertado. Se metió la mano en el bolsillo y extrajo una moneda. Una mano surgió por la ventanilla. ¿Por qué llevaba aquel descolorido guante de goma, tan grande que los dedos de goma aparecían extrañamente aplastados? Pero aquella mano no estaba enfundada en ningún guante, y Gray no pudo evitar quedarse con la boca abierta.
La mano permaneció con la palma hacia arriba sobre el pequeño mostrador… ¿desafiando su asombro o exigiéndole más dinero? Finalmente, los dedos se cerraron bruscamente sobre la moneda, como una planta que acabara de atrapar a su presa. Uno de los dedos señaló lo mejor que pudo hacia una puerta, destacada ahora por un finísimo borde de luz.