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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (31 page)

Era difícil admitir que un pequeño habitante de la noche hubiera podido entrar y salir tan rápidamente, volando o arrastrándose, de manera que me agaché en silencio y miré debajo de los leños del hogar.

Nada.

—Estaba erizada por la furia —comenté—. Cuanto mejor conozco a los perros y gatos, más me convenzo de que son casi tan locos como las personas.

—Podemos agradecerle a nuestra buena estrella que no fuera un ladrón —sentenció Janice—. Creo que exageras. No empecé la noche cansada, pero ahora me gustaría subir y meterme de cabeza en la cama.

Subimos juntos, con el tipo de compenetración que no necesita muchas palabras. A menudo basta muy poco para echar a perder una velada, y de pronto me sentí tan cansado como ella. Princess se levantó al mismo tiempo y volvió con paso cansino al mirador. Tuve la sensación de que pronto emitiría breves gruñidos en sueños, como lo hacen frecuentemente los perros cuando tienen pesadillas.

Janice fue la primera en dormirse, quizá porque estaba realmente cansada, en tanto que yo tuve que esforzarme por conciliar el sueño. Durante diez o quince minutos me revolví y revolqué, escuchando el viento que hacía vibrar los cristales de las ventanas y contando el nuevo equivalente de las ovejas: cifras de tarjetas de crédito que brotaban de un ordenador y aumentaban mi déficit cada vez que me detenía en una gasolinera.

Entonces, quizá veinte minutos después de que Janice hubo estirado la mano y apagado la luz de la cabecera de la cama, caí en un profundo sopor. Probablemente al principio no soñé nada, porque perdí, de manera brusca e instantánea, toda conciencia de Janice como foco rutilante de mi vida, foco este que proyectaba su luz radiante sobre el camino que me aguardaba y hacía parecer menos peligrosa su escabrosidad ocasional.

No sé con exactitud a qué hora me desperté. El aposento seguía sumido en la oscuridad total, sin el menor atisbo de claridad en la zona de las ventanas. Pero generalmente puedo determinar cuándo está próximo el amanecer porque existe una gran diferencia entre un sueño breve y otro prolongado, y parece haber algo, en el inconsciente, que registra el paso del tiempo con cierto grado de precisión, incluso mientras duermes.

Afortunada o desafortunadamente, según el caso, las emociones no se pueden cronometrar de la misma manera, e inmediatamente me sentí excitado y aprensivo sin saber por qué.

Sin encender la luz, tanteé en la oscuridad buscando mi bata, las pantuflas y una linterna de bolsillo, y en menos de tres minutos me encontré bajando a la sala en medio de un silencio tan absoluto que me habría permitido oír el movimiento de un ratón.

Por un momento me pareció que la sala estaba tal como la habíamos dejado. Hasta que vi el más tenue de los resplandores en dirección a la repisa del hogar. Algo se movía, algo situado directamente debajo de Dolly Madison. Yo sólo alcanzaba a discernir los vagos contornos de su torso de madera y de sus largas piernas colgantes en lo que había cesado de ser una región de negras tinieblas.

Cuando la visibilidad es muy débil, pocos segundos de contemplación intensa pueden hacer a menudo que un elemento apenas perceptible se destaque con mayor nitidez, y el objeto en movimiento se convirtió repentinamente en una pequeña figura humana, con los brazos extendidos, que saltaba como si hiciera esfuerzos frenéticos por alcanzar las piernas colgantes de Dolly Madison y bajarla de la repisa. Una chiquilla que no podía tener más de seis o siete años giraba lentamente hacia mí dentro del círculo de resplandor brillante. Parpadeaba un poco, pero no parecía sorprendida, como si creyera seguir rodeada por la oscuridad. Aunque me miraba directamente, parecía ajena a mi presencia.

Nunca había visto una cara infantil tan radiante, tan clásicamente bella. Había algo casi helénico en ella, como si un antiguo mago la hubiera extraído de una urna sepultada y la hubiese transformado en una realidad de carne y hueso. Estaba descalza y vestía una túnica blanca, flotante, desprovista de toda clase de adornos, que le daba un aire casi angelical.

De pronto, antes de que pudiera dar un paso hacia ella, desapareció. Allí donde había estado, sólo se veían los ladrillos del hogar.

¿Un fantasma? Me negaba a creerlo. Lo que considerables lecturas recientes me habían enseñado acerca de la naturaleza de las pesadillas reforzaba mi escepticismo total. Éstas provienen de una zona del cerebro distinta de la que genera los sueños comunes. Nacen en el sustrato oscuro de la conciencia humana. A menudo terroríficas, pueden abarcar ocasionalmente, junto al horror, aspectos de soberbia belleza, quizá para compensar lo que en otras circunstancias podría amenazar la cordura.

Las pesadillas también dejan auras. Es posible despertar de una y ver, durante varios minutos, a una persona muy concreta plantada al pie de la cama.

Desde luego, era por lo menos inusitado que un aura se hubiese presentado tan tardíamente, después de que me hubiera levantado, buscado a tientas la bata y bajado la escalera para encender una linterna de bolsillo. Pero no se podía descartar la posibilidad, sobre todo después de los malos momentos que Princess me había hecho pasar hacía un rato.

El simple hecho de que Princess no se hubiera despertado ni hubiese entrado en la habitación, agitada y con el pelo erizado, parecía consolidar notablemente la hipótesis de la pesadilla. Lo que la había enfurecido antes en la zona de la chimenea debía de haber sido un fenómeno de otro tipo, porque los perros son capaces de captar una amenaza incluso cuando están profundamente dormidos, y Princess difícilmente podría haber confundido una imagen concebida por mi imaginación netamente humana con una amenaza física objetiva.

Tal vez exista la telepatía en ese nivel, pero yo siempre lo he puesto en duda.

Aunque los labios de la criatura no se habían movido cuando le había enfocado la luz, en mi mente afloraron espontáneamente cinco versos de Swinburne:

Si el reyezuelo de cresta dorada

fuera un ruiseñor, por qué entonces

algo visto y oído por los hombres

habría de producir la mitad de la dulzura

que produce un niño de siete años al reír.

Para un pintor, poeta o músico hay una sola orden imperiosa:
Fíjalo lo antes posible…
, sobre el papel, la tela o el teclado, según los mandatos de tu vocación.

Cuando atravesé apresuradamente la sala rumbo a la puerta de la habitación vergonzosamente desordenada que yo llamaba estudio, Princess se despertó al fin y salió del mirador con paso cansino. Olfateó brevemente la base de la repisa como si le turbara algo que había estado allí, pero su agitación no fue ni remotamente comparable a lo que había sido la primera vez.

—Vuelve a dormir—le ordené—. Ha pasado tu hora.

Y sin esperar para ver si me obedecía, entré en el estudio y cerré la puerta.

El sentimiento de admiración y la creatividad que muchas veces te acompañan podían disiparse rápidamente, como muy bien sabía por propia experiencia, y no perdí tiempo en montar un tablero de dibujo sobre una de las tres mesas, y en clavarle una hoja de papel. Bosquejé velozmente, casi al desgaire, sin afanarme demasiado, preocupándome sobre todo por captar una determinada expresión que había visto en el rostro de la niña cuando ésta había girado para mirarme.

Unos pocos trazos diestros me indujeron a pensar que lo estaba haciendo muy bien, y estaba próximo a completar el bosquejo a mi entera satisfacción cuando Princess empezó a ladrar nuevamente, tan estentórea y ferozmente como lo había hecho unas horas antes.

Me levanté tan bruscamente que casi volqué la mesa, y desprendí el dibujo con dedos temblorosos. Lo llevé conmigo cuando me encaminé hacia la puerta. La abrí de par en par. Por alguna razón demencial no podía soportar la idea de desprenderme de algo tan valioso después de haber tenido tan buena fortuna en su confección.

Princess ya no estaba a la vista, pero aún la oía ladrar furiosamente fuera de la casita. Era imposible confundir su rumbo. Atravesé la sala a grandes zancadas y ya estaba corriendo cuando pasé por el mirador y salí al porche por la puerta principal.

Princess estaba en la mitad de la playa, persiguiendo ostensiblemente a tres figuras humanas que parecían desplazarse dos veces más rápidamente que ella, de modo que le resultaría imposible alcanzarlas.

Dos de las figuras eran muy altas y saltaba a la vista que se trataba de adultos. Una parecía ser la de una mujer de cintura esbelta y robustas caderas, y la otra la de un hombre más corpulento, de hombros anchos y rectilíneos. Entre ambas transportaban a una figura muy pequeña que se retorcía y giraba como si protestara violentamente porque la acicateaban de manera tan implacable.

Más adelante —tan cerca de la franja de espuma que una ola le bañaba ocasionalmente la base—, un objeto cuneiforme de al menos diez metros de altura atrapaba y retenía la luz de la luna. No obstante, el resplandor que lo hacía recortar contra el cielo nocturno, exteriormente estaba tan despojado de identidad como el fragmento de un barco destrozado y sacudido por la tempestad, o también podría haber sido, fácilmente, alguna otra cosa del resto de un naufragio. Igualmente, por alguna razón difícil de definir, tenía un aire inquietante, diferente.

Las figuras altas se detuvieron bruscamente y giraron para mirar hacia atrás. Princess se aprovechó de ello para acortar la distancia dando grandes saltos. Ya estaba casi encima de las figuras, sin dejar de ladrar, cuando hubo un fogonazo tan enceguecedor que debí cubrirme los ojos con los brazos para protegerlos del fulgor.

Cuando me arriesgué a mirar de nuevo la playa, la luz se había desvanecido y Princess también. En el lugar adonde la había transportado su última acometida furibunda no quedaba más que una espiral de humo que se elevaba lentamente.

Estoy lejos de saber con exactitud cuál fue el loco impulso que me instigó a saltar del porche y a correr fogosamente por la arena en pos de lo que ya no podía creer que eran simples fantasmas de mi imaginación. Nada me había preparado para esta destrucción flamígera, para que un perro desapareciera envuelto en llamas en mitad de un brinco, y mi mente emanaba una cólera que me cegaba a todo peligro y me hacía sentir que «tenía que saber más».

Ahora las dos figuras habían dado media vuelta, como si la pérdida de mi amado animal significara poco o nada para ellas, y continuaban la marcha hacia el objeto cuneiforme, mientras la figura pequeña seguía balanceándose entre ellas. Aunque los juegos de luz y sombra próximos a la franja de espuma le oscurecían el rostro, estaba absolutamente seguro de que se trataba de la niña cuyas facciones prodigiosamente refulgentes yo había visto antes. Parecía debatirse aún más frenéticamente para zafarse, y me resultó fácil imaginar que lo lograba y que volvía corriendo a la casita bajo la luz de la luna, con su fina voz infantil aguzada por el terror.

La idea de rescatarla y protegerla no actuó conscientemente para hacer que siguiera corriendo tras las figuras, porque todavía era posible que fuese un fantasma, a pesar de que todos mis razonamientos iban en sentido contrario, y nadie con firme control de la realidad corre a rescatar un fantasma. Pero en el fondo de mi mente debía de bullir una idea de esta índole, porque si no mi ira habría sido menos arrolladora.

No me hallaba muy lejos del lugar donde Princess había encontrado su fin cuando empecé a sentir el aumento de temperatura. Al principio lo sentí en las piernas: un calor cosquilleante que trepaba rápidamente por mis muslos y se expandía por la parte inferior de mi cuerpo hasta llegar al pecho. Pronto se volvió muy doloroso —y muy aterrador— en la región del corazón, lo cual me obligó a detenerme en seco, porque no soy tan joven como para poder descartar, por improbable, un ataque al corazón.

Cuando no amainó, di media vuelta y caminé ocho o diez metros en sentido contrario por la playa. Nuevamente se redujo a un calor cosquilleante. Me alejé unos pocos metros más, y desapareció.

Fue entonces cuando oí la voz. En ciertos aspectos se parecía a la que podría haber oído en un sueño: fuerte y muy nítida pero con un elemento que me impedía determinar si provenía de lejos o bien estaba junto a mi cara. Incluso podría haber sido una voz totalmente subjetiva, audible para mí solo. Había una sola cosa de la que estaba seguro: su timbre era demasiado profundo para emanar de las cuerdas vocales de una mujer, a menos que se tratara realmente de una amazona. Estaba repleta de pausas e interrupciones, como si la persona que hablaba experimentara dificultades para superar una inmensa barrera.

—Hemos viajado desde lejos…, y…, esta criatura es nuestra hija —dijo lentamente, con una dificultad patente desde el principio—. Terca…, cabeza dura…, y…, y…, demasiado joven para estar atenta al peligro. Si no la hubiéramos encontrado a tiempo…

Hizo una pausa, como si mi expresión de atónita incredulidad hubiera subrayado la necesidad de empezar de manera menos brusca.

—La comunicación del pensamiento sin intercambio de energía…, contacto de energía…, deja de ser un problema cuando se entiende que lo que uno imagina como espacio no es más que un flujo informe. No tiene principio ni final, y el pensamiento, por sí solo, le confiere sustancia y crea universos paralelos poblados por una vasta multitud de formas cargadas de energía. En nuestro universo no existe la materia…, sólo la antítesis de la materia. Pero ambas son formas de energía creadas por el pensamiento.

Hubo otra pausa, más breve que la anterior.

—Hemos aprendido algo acerca de vuestro lenguaje…, vuestras costumbres…, vuestros hábitos mentales. Sois rápidos para dudar…, pero igualmente rápidos para dejar que la comprensión sustituya a la duda.

»Nuestra hija…, extravió un juguete que para ella era precioso. Hay circunstancias en que el anhelo de los muy jóvenes…, desolados por una pérdida…, puede atravesar barreras fuertes y protectoras…, cuando emprenden una pequeña búsqueda personal. Nuestra hija salió a deambular en busca de su juguete perdido…, y descubrió la figura que tenéis sobre la repisa… El parecido es notable.

«Provino del mar, y hay…, en vuestro universo…, configuraciones mentales que están igualmente próximas…, al corazón de una natura. Guijarros con formas extrañas…, conchas brillantes… ¿Vuestros hijos no se detienen también…, cautivados…, para atesorarlas como juguetes en sus pensamientos secretos? ¿Y si uno de estos juguetes tuviera un gran parecido con un compañero de cama perdido…, muy amado…, me entiendes? Saltó para cogerlo, una y otra vez, pero si lo hubiera tocado…, nos habríamos quedado sin hija, llorando su ausencia.

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