Horror 2 (34 page)

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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Michaelis, como se llamaba a sí mismo y era conocido por todos, era un hombre en la flor de la vida que había sido un artista tan extraordinariamente prometedor que parecía natural que alcanzara el mayor renombre y las más amplias recompensas.

De mozo, su talento para el dibujo y para la utilización de las
aquarelles
había sido tan precoz como para atraer la atención del venerable Charles Wilson Peale. Bajo su tutela, se nutrió y coordinó el genio inherente del muchacho para las artes plásticas. Tras la muerte del viejo maestro, al joven heredero de su protección artística sólo le quedaba un año de estudios; abandonó entonces la joven república y emprendió la conquista de Roma, la capital mundial del arte.

La llegada de Michaelis a Roma, una década antes, se vio inicialmente recamada de premios y patronazgos. Trabajó largas horas, llevando a cabo con una gran sensación de felicidad numerosas empresas en los espaciosos apartamentos del cuarto piso de un palacio de los Caelian, alquilado por una condesa indígena obligada por la penuria a residir con mucha mayor prudencia fuera de las puertas de la ciudad. Pero la vida del joven artista no era sólo de trabajo, a pesar de lo satisfactoria y favorecedora que pudiera parecer a la admiración de los demás.

El joven, elegante y seguro de sí mismo, no tardó en ser solicitado por los representantes de los más altos círculos culturales que ofrecía la capital…, no sólo por artistas y escultores, sino también por poetas, músicos, y eventualmente científicos y filósofos de gran sutilidad y profundidad. Michaelis había aprendido de estos últimos intelectos el raro arte de explorar lo ideal, y, a partir de sus ejemplos, había concebido la posibilidad de establecer las más útiles relaciones entre lo ideal y su propio trabajo.

Había aspectos más ligeros que equilibraban tal clase de sobriedad en la vida del joven: tés, salones, cenas, bailes, paseos a caballo cada vez que hacía buen tiempo, iglesias con frescos que estudiar, y
palazzi
con pinturas que inspeccionar. Michaelis tampoco era indiferente al bello sexo, que no dejaba de estar presente en su vida. Varias mujeres de diversas edades, posición social y nacionalidad habían entregado sus corazones al gallardo artista después de su primer encuentro. Michaelis, a su vez, había seleccionado a su mujer de entre las cuatro hermosas hijas del ministro anglicano, dirigente oficioso de la comunidad de habla inglesa que habitaba en la ciudad.

Como quiera que la joven en cuestión, aunque aparentemente sensible a las atenciones del artista, a quien correspondía, era menor de edad en el momento en que se conocieron, tuvieron que transcurrir casi seis años antes de que pudieran consumar su compromiso. Cuando contrajeron matrimonio, la felicidad de Michaelis fue insuperable. Acababa de terminar una obra reciente, un gran mural destinado a la sala de recepción de uno de los prelados más poderosos de la Iglesia romana. Su trabajo nunca había sido tan valorado ni tan solicitado como entonces. Su fama, así como la de sus colegas y círculos de amigos, se extendía por todo el continente. Y su Charlotte era la flor de su existencia.

Pero aquella enorme felicidad sólo iba a durar ocho meses. Durante un viaje a la
campagna
, la Signora Michaelis se vio repentinamente atacada por unas fiebres. Frágil de constitución como era, sucumbió a ellas al cabo de quince días.

Tal y como cabía esperar, Michaelis se sintió profundamente perturbado. La gran desilusión experimentada a causa de la muerte de Charlotte le produjo una melancolía que se profundizó incluso mucho después de que hubiera pasado el natural período de duelo. Su clerical suegro, que lo había sido durante tan corto tiempo, escuchó con gran ansiedad y muy poca ayuda las palabras del joven artista, peligrosamente inclinadas a ser heréticas.

Transcurrió un año, y después otro, y Michaelis seguía sintiéndose incapaz de reanudar sus relaciones anteriores y, lo que era mucho más importante, de regresar al trabajo que en otro tiempo había constituido el motivo principal de su vida. Previamente valorado por los vuelos de su fantasía y por su humor natural, sus amigos le evitaban ahora a causa de las diversas muestras de pesimismo y tristeza que ponía de manifiesto a la menor provocación. Sus antiguos compañeros se alejaron de él, o sólo le visitaban raramente y como una obligación.

La pintura de Michaelis —alegría en otro tiempo de todos aquellos que la consideraban como una evocación brillante y noble de la juventud y la esperanza— experimentó una transformación en consonancia con su sensibilidad alterada. Comenzó a exponer entonces una nueva teoría del arte, según la cual el color mismo no era más que una aberración de los sentidos, un engaño hecho de ilusión. Declaró que todos los colores deberían resolverse en un sistema más coherente. Al estudiar a los antiguos teóricos del cromatismo, Michaelis descubrió que la mayor parte de sus escritos estaban constituidos por medias verdades y errores. Finalmente, y siguiendo una cadena de razonamientos que nunca fue explicada adecuadamente, llegó a la conclusión de que el color sólo podría ser verdadero, tanto para la mente como para los sentidos, por medio de una mezcla sutil pero completa de toda la escala cromática.

Y cuando por fin cogió sus pinceles y su paleta, los colores utilizados empezaron a oscurecerse, y los matices apenas se distinguían entre sí: rojos disminuidos hasta convertirse en profundos índigos, brillantes cobaltos transformados en turbias marinas. Sus habilidades eran tan evidentes como antes, e incluso sus colegas más críticos admitieron que se habían intensificado. Pero pocos patrocinadores deseaban retratos tan oscuros, con tan poca evidencia de color que se necesitaba de la ayuda de los candelabros para iluminar hasta los fondos en penumbras, y donde los detalles de los rasgos y las poses parecían tan transitorios como el parpadeo de una vela.

Los encargos disminuyeron, y el buen nombre de Michaelis empezó a verse distorsionado, hasta llegar a ser considerado como un excéntrico, o, lo que era aún peor, como un fraude. El hecho de que los demás se burlaran de su trabajo y lo criticaran ferozmente no hizo más que confirmarle en su creencia de que había encontrado la verdad oculta del arte. Y así, se dedicó con renovado vigor a elaborar el oscurecimiento de su paleta, la compleja oscuridad de su visión. Y, gradualmente, la amargura y la pobreza fueron encontrando cabida en su vida. La soledad voluntaria y la falta de alegría por toda clase de actividades humanas empobrecieron sus relaciones sociales. La desconfianza y la misantropía, así como una creciente sensación de enemistad a su alrededor, terminaron por silenciarlo.

Así había encontrado William a su amigó, y así permaneció Michaelis durante su visita, a pesar de todos los esfuerzos que hizo aquél para animarle con el recuerdo de las alegrías y tonterías compartidas en su juventud. Tampoco logró William convencerle de la necesidad de emprender cursos de acción alternativos de cara a un futuro que el propio Michaelis preveía como de profundo declive. El norteamericano le rogó que regresara con él para pasar un par de semanas en los ambientes menos sombríos del lugar donde vivía su madre, tratando así de exponerle a los recuerdos y ocupaciones que, sin duda alguna, surgirían durante aquel proyectado viaje. Pero el pintor no podía soportar la idea de abandonar el lugar donde había experimentado la mayor felicidad y la más extrema devastación. William tenía previsto partir para Venecia dos días después, regresar a Roma y embarcarse finalmente con dirección a Boston. Lleno de tristeza, William tuvo que claudicar ante la negativa de su amigo, tratando de escrutar una vez más el ojeroso aspecto de quien en otro tiempo había florecido con tanto vigor, como si él fuese un artista y quisiera memorizar cada una de las distorsiones cruelmente impresas en su rostro, con el propósito de realizar un futuro retrato de él.

El prolongado silencio de Michaelis, y el silencio resultante de su propio amigo se hizo repentinamente intolerante. William acababa de retirar la silla de la mesa, señalando así su intención de marcharse, cuando se escucharon unos golpes en las puertas de la vivienda que, aun siendo menos molestos que los escuchados con anterioridad, tuvieron una mayor resonancia debido al eco producido en las habitaciones de techo alto.

Su anfitrión le rogó a William que se quedara un rato más, mientras él atendía a quien llamaba. William escuchó en el pasillo exterior el rápido fluir del italiano del ama de llaves, seguido por las taciturnas palabras de su amigo en la misma lengua, pronto intercaladas entre otras de una voz más ligera, que hablaba un dialecto.

Michaelis volvió a entrar en la habitación con su rostro alterado por una expresión de asombro y, con unos gestos enérgicos, hizo entrar a los dos toscos
contadini
que William había visto antes ante la puerta de la calle. Ambos miraron a su alrededor con vacilación, asombrados ante el tamaño y la elegancia del apartamento. Mientras tanto, el artista limpio la mitad de la mesa, pidió a los hombres que se sentaran y que abrieran el paquete que traían.

Una vez que les hubo servido una jarra de vino y quitado las telas que envolvían el paquete, Michaelis tocó y acarició una piedra tosca, del tamaño y la forma de una hogaza de pan de kilo y medio recién hecho. William se sintió tan perplejo por la repentina alteración del estado de ánimo de su amigo, ahora entusiasta y febril, como por la roca.

Levantando un pequeño mazo como el que suelen utilizar los escultores en mármol, el artista insertó una cuña de hierro en una fina grieta que se extendía a lo largo de la parte superior de la piedra, y comenzó a golpearla con suavidad, al mismo tiempo que hablaba con su amigo.

—Estos hombres, William, vienen de la campiña cercana a L'Aquila, en los Apeninos Abruzzos, donde se encuentran las canteras de carbón vegetal más profundas de toda la península, e incluso se dice que de toda Europa. Ellos me aseguran que lo que estoy a punto de poner al descubierto es el carbón vegetal más puro y negro que hayan visto, o cualquiera que ellos conozcan.

»Si dicen la verdad, habré encontrado por fin el pigmento que he estado buscando durante estos tres últimos años; será el resultado inevitable y casi ideal de mis estudios y experimentos; se trata del color base que moleré y mezclaré para hacer un aceite de linaza con el que completar mi más perfecta obra maestra… ¡Allí! Ese gran lienzo cubierto sobre el que me preguntaste antes, y que no estoy dispuesto a enseñarte, ni a ti ni a nadie, y que ha permanecido incompleto hasta ahora, en espera de este color final.

»Si estos hombres dicen la verdad, William, tenemos ante nosotros aquello con lo que he soñado, lo que necesitaba para demostrar mi teoría. De ese modo mi nombre será reivindicado en el plazo de dos semanas, cuando el nuevo salón de Roma abra sus puertas y se descubra mi pintura ante las mayores aclamaciones.

Michaelis dio un suave golpe final sobre la cuña y la piedra produjo un sonido blando como un suspiro, antes de caer partida a ambos lados de las telas en que había estado envuelta. En su interior, con el tamaño del puño de un hombre —del corazón de un hombre—, había una masa de carbón vegetal tan negro, tan denso, que los
contadini
y hasta el propio William abrieron la boca de asombro, y retrocedieron al verlo.

Michaelis lo miró fijamente, emitiendo un murmullo gutural.

—¡Oh, mi belleza!

William era incapaz de apartar la vista del oscuro mineral que estaba sobre la mesa. Su negrura era tan intensa que hasta parecía retroceder de su visión, permitiendo que penetrara más profundamente en su interior.

—¿Qué es? —preguntó.

—Por el momento sólo es un trozo muy fino de carbón vegetal. Pero cuando lo haya convertido en pigmento, William, ¡entonces será como ébano absoluto!

William repitió su pregunta con una creciente sensación de inquietud.

—Todos los colores claros se mezclan para dar un blanco puro —explicó Michaelis—. Goethe lo demostró. Pero todos los colores compuestos de material terroso se mezclan para dar un negro puro. En consecuencia, he pintado una obra maestra en negro, de un modo tan completo como para que las obras más oscuras de Rembrandt parezcan perifollos de verano. Debemos comprobar cómo se pulveriza este carbón vegetal. Por muy buena que sea su tonalidad, tiene que convertirse correctamente en polvo o no se mezclará bien.

Y diciendo esto rascó un lado del pedazo contra la masa hasta obtener un polvo fino. El artista lo recogió con un dedo y lo inspeccionó a la luz de las velas con gran cuidado y satisfacción final.

—Será bueno —dijo.

Después, se sentó y se sirvió vino, adquiriendo de nuevo su aspecto meditabundo.

William creyó que la llegada de los
contadini
que portaban el carbón vegetal representó un momento crucial en la vida de su amigo. Nunca había dudado ni de la habilidad ni de la ingenuidad de Michaelis, pero percibía que el desastre amenazaba con surgir a partir de este último acontecimiento. Al aplicar a una pintura negra un pigmento todavía más negro, sin duda alguna el artista sellaría su destino en Roma. Terminaría el cuadro, lo expondría en el salón, y todo el mundo lo ridiculizaría, convirtiéndolo en objeto de chistes y burlas. Michaelis terminaría por enloquecer. Y entonces, los argumentos de William en favor de un regreso a su país serían la única alternativa disponible. Al verse obligado a admitir su error, como William sabía que sin duda alguna haría el hombre virtuoso y honesto que era Michaelis, el artista regresaría a una filosofía más moderada, a una vida llena de luz y color.

Sin embargo, el propio carbón vegetal resultaba extrañamente perturbador, y William se vio obligado a ocuparse en algo para impedir que su mirada se viera atraída hacia él. Pagó a los campesinos con dinero de su propio bolsillo y, tras encontrar al ama de llaves, la envió a buscar a Castelgni, encargado de hacerle los pigmentos al Signor Michaelis, que ahora le necesitaba con urgencia.

El artista no se movió de su asiento. Permaneció mirando fijamente el carbón vegetal con una atención concentrada, como si previera en él algo más que una justificación, como si pudiera imaginar en sus profundidades el potencial de un universo completamente nuevo.

Tan absorto se hallaba el artista, que William tuvo que zarandearlo, despertándole de su sueño, para despedirse. Al salir por la puerta principal de la
pensione
, William fue saludado por el fabricante de pigmentos, que subió apresuradamente la amplia y semioscura escalera, en dirección al estudio de Michaelis.

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