Se las arregló para mezclar con agua el pigmento suficiente, agitándolo rápidamente con el pincel hasta que lo creyó suficientemente espeso para cubrir aquella última mancha de negro.
Hundió el pincel en la pintura, y lo removió para empaparlo con cada partícula del líquido. Pero cuando lo elevó hacia la mancha negra, el lienzo se quedó completamente plano. Desde el restante trozo de ébano absoluto, el color pareció surgir como si el negro hubiera cobrado repentinamente vida. Ante los ojos aterrorizados de Michaelis, el pigmento aumentó de tamaño, configurando las líneas grotescamente negras de una mano pequeña, de proporciones antinaturales y dotada de tres dedos, que surgía del lienzo.
Apretó los dientes para ahogar un grito de horror y dirigió el pincel hacia los dedos, cubriéndolos ligeramente con líneas, manchas y trozos de blanco. Y, al hacerlo, la mano se retiró; al mismo tiempo, un grito surgió del núcleo negro de la pintura. Fue un grito tan agudo, tan lleno de temor y dolor, que Michaelis no pudo evitar el retroceder ante el cuadro.
El grito se apagó tan repentinamente como había surgido. Cuando dejó de latirle la cabeza a causa del sonido, Michaelis se aproximó de nuevo al lienzo. Todo estaba en silencio: el quejido había desaparecido y el lienzo permanecía inmóvil. Volvió a repintar una vez más aquel último lugar; después, ya más tranquilo, inspeccionó el cuadro y repasó con el pincel cada lugar donde le pareció que no había blanco suficiente, hasta que quedó totalmente satisfecho, convencido de que no quedaba a la vista un sólo punto de negro.
Sintiéndose agotado, Michaelis abandonó lentamente el estudio y se derrumbó sobre su cama.
—Despierta, querido amigo. Ya son las cuatro de la tarde.
Michaelis se sentó en la cama y miró a su alrededor, como si se hubiera despertado en un lugar extraño.
—Toma una taza de este
caffé latte
. Te ayudará a despertarte —le dijo William.
Su amigo se sentó en una silla, cerca de la cama, tendiendo una taza a Michaelis. La luz de la tarde jugueteaba en el suelo, pasando a través de la ventana sin cortinas.
—La exposición ha abierto sus puertas desde el mediodía —siguió diciendo su amigo—. Tienes que levantarte y comer algo antes de marcharnos.
El artista sorbió el líquido insípido, despertándose lentamente, como surgiendo de un sueño muy largo y profundo. Y de pronto, exclamó:
—¡El lienzo! Hay que llevarlo al salón.
—Tranquilízate, amigo mío. Eso ya se ha hecho.
—¿De veras?
—Ya he ido al salón. Esta mañana, cuando acudí a verte, te encontré dormido tan profundamente que, como pensé que ya habías terminado el lienzo, yo mismo lo hice transportar al salón. Tenías cera en los oídos, supongo que para que no te molestara nadie mientras descansabas.
—¿Lo has visto? —preguntó Michaelis.
—Oh no. Los hombres del salón vinieron, lo cubrieron y se lo llevaron mientras yo trataba de despertarte.
William insistió en que comieran en un
ristorante
popular cercano a la exhibición y muy frecuentado por artistas y otras gentes de vida bohemia de todas las nacionalidades. Aquel restaurante había sido el favorito de Michaelis en sus tiempos de éxito.
Durante el transcurso de su almuerzo, el artista fue reconocido en varias ocasiones por colegas y conocidos, pero contuvo la curiosidad de aquellas personas dedicándoles un simple gesto de asentimiento. Una vez que les hubieron servido el postre, Reigler, un notable crítico de arte y prestigioso historiador, se acercó a su mesa y les pidió permiso para sentarse con ellos.
—He visto su autorretrato en la exposición —dijo, estrechando cálidamente la mano de Michaelis—. Permítame ser el primero en felicitarle y en proclamar ese cuadro como una obra maestra.
Al ver que Reigler no era rechazado por el hasta entonces misántropo artista, los demás se aproximaron. Todos ellos habían visto el autorretrato u oído hablar de él. Todos le felicitaron y expresaron ese placer incontenible y genuino que muestra todo verdadero artista ante el triunfo de un colega sobre los materiales recalcitrantes y sobre una musa aún más elusiva. Se pidió champaña, y se brindó por Michaelis y por su obra. Así, el almuerzo se convirtió en una
féte.
El grupo no tardó en salir a la
piazza
, y desde allí se dirigió en masa hacia el salón, con muestras de gran festividad. Michaelis acababa de entrar en el salón cuando un hombre que se había burlado de él durante los tres últimos años, criticándole ante todo aquel que quisiera escucharle, se adelantó hacia él y le abrazó.
—Ha sido usted recompensado con la
Palma d'Oro
, el mejor premio que se puede conceder a una obra de arte.
Los componentes del grupo lanzaron vítores, y las otras personas que había en aquel momento en el salón, al enterarse de la llegada de Michaelis, acudieron a felicitarle. Acudió incluso el propio presidente de la Sociedad de Arte, quien le impuso la medalla de la palma de oro, pronunciando con tal motivo un discurso largo y lleno de floreadas alabanzas.
El artista lo escuchó todo con una mueca apenas reprimida de insatisfacción. ¿Qué querían decir aquellos tontos? La pintura era un engendro, el simple susurro de una posibilidad de lo que verdaderamente había intentado hacer, de lo que había idealizado y finalmente conseguido, aunque hubiera sido de un modo tan fugaz y peligroso. ¿Es que aquellos idiotas no comprendían lo que había hecho, lo que se había visto obligado a hacer? ¿No llegarían a conocer nunca las profundidades de la oscuridad en la que se había visto inmerso, primero en su imaginación y más tarde, una vez fabricado el pigmento, en su arte, en su propia vida? Si el cambio introducido al final era la causa de tanto honor, ¿qué habrían pensado de haber visto el cuadro tal y como él lo había terminado en un principio?
El presidente terminó su discurso. Sonaron los aplausos, seguidos por más felicitaciones y más brindis con champaña. Se le pidió a Michaelis que hablara y éste se negó, pero William —que era entre todos el único que, en opinión del artista, se sentía verdaderamente encantado con su éxito— le convenció. De modo que habló, serena y tristemente, de sus trabajos, de su búsqueda de nuevos modos de expresión, de su experimentación con nuevas y viejas formas, temas y técnicas, de cómo había cobrado vida el ideal que él había llegado a imaginar, a pesar de que la obra terminada no era más que una simple copia, una imitación de aquel ideal.
—Veamos, pues, esa maravilla del arte —declaró finalmente el presidente—. La hemos instalado al fondo del salón, sin colocar ninguna otra pintura cerca, pues cualquier otro cuadro quedaría empequeñecido por comparación.
—Los otros cuadros no son más que simples ejercicios —escuchó decir Michaelis a su antiguo enemigo.
Y aquel hombre no fue el único en expresar tales sentimientos entre los allí reunidos. La gente, con Michaelis en el centro, se dirigió hacia el gran salón de la exposición, pasando de largo ante pinturas exquisitas que permanecieron ignoradas, o que fueron sometidas a las invectivas e improperios de quienes las miraban.
Cuando se hubieron reunido todos, dejando un espacio abierto, ante el pintor y su autorretrato, William leyó la inscripción: «Autorretrato en ébano absoluto».
—Asombroso, ¿verdad? —dijo Reigler.
—Sorprendente —dijeron algunos.
—Es la obra de un genio —dijo otro hombre—. ¿A quién se le habría ocurrido destacar la capa con negro de humo?
—Y la misma capa. Es algo notable.
—Desde luego, desde luego. ¡La capa! —repitieron otros.
Mientras se extendían los murmullos de admiración, el presidente hablaba al oído a Michaelis:
—Cuando trajeron el cuadro, temimos que hubiera sido dañado por los portadores. Dos diminutas manchas de blanco en la parte central inferior de la capa parecían haberla estropeado. Pero las manchas desaparecieron al cabo de pocos minutos, casi mientras las estábamos observando.
Michaelis no parecía escuchar, con la vista clavada en el suelo y sin mirar nada más, aunque con la vista llena por lo que él mismo había pintado: el retrato estaba exactamente igual a como lo había terminado una semana y media antes, con la capa absolutamente negra.
—Tiene uno la sensación de que casi podría introducir la mano en ese pigmento —dijo Reigler al tiempo que extendía la mano hacia el cuadro.
—¡No lo toque! —gritó Michaelis.
—No tiene la menor intención de dañarlo —observó William.
—No lo toque —repitió Michaelis, esta vez con mayor suavidad, pero con un tono de voz lleno de ansiedad—. No se acerque al cuadro.
—Es como si fuera una ventana abierta a otra dimensión —dijo otro hombre—. Una dimensión de la más extremada negrura natural.
—Pero si hasta la propia sala parece más pequeña en este extremo —dijo otro de los observadores—. Como si quedara empequeñecida ante el retrato.
—Nunca ha existido una pintura como ésta —admitieron otros.
Michaelis se volvió, cogiendo a William por el brazo.
—Tenemos que marcharnos —le susurró.
—¿Marcharnos? ¿Adonde?
—A Boston. Esta misma noche. Inmediatamente.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. Después, al ver la expresión del rostro de su amigo, añadió—: Pero el barco no sale hasta mañana por la tarde.
—Tengo que hacer mi equipaje esta misma noche. Ahora. Tú me ayudarás —dijo el artista sacando a William de entre la multitud, que seguía reunida, llena de admiración, ante el cuadro.
—¿A qué vienen esas prisas repentinas? íbamos a celebrar tu éxito esta noche. Sin duda alguna no querrás abandonar Roma esta misma noche. Has logrado un gran éxito.
William tuvo que repetir su pregunta, una y otra vez.
Aunque Michaelis le estaba mirando fijamente, a sólo unos pocos centímetros de distancia, no podía escuchar las palabras de su compatriota. Todo lo que escuchaba era un chapoteo suave y viscoso, y después percibió el terrible y apenas audible quejido familiar que hablaba de un abismo insondable que iría extendiéndose lentamente, atrayéndole hacia las fauces de un ébano absoluto.
Robert Sheckley
E
d Scott echó un vistazo hacia el pálido y aterrorizado rostro del chico y supo que ocurría algo grave.
—¿Qué ocurre, Tommy? —preguntó.
—Se trata de Paul Barlow —contestó el chico—. Estábamos jugando en la ciénaga del este… y… y… y…, ¡se está hundiendo, señor!
Scott supo que no tenía tiempo que perder. Justo el año anterior dos hombres se habían perdido entre los traicioneros terrenos llenos de vegetación. Ahora, la zona estaba vallada, y los chicos habían sido advertidos. Scott cogió una cuerda larga del garaje y echó a correr.
Diez minutos después ya se había metido profundamente en la ciénaga. Vio a seis chicos de pie sobre un borde de vegetación verde, en terreno firme. Unos siete metros más allá, en medio de una zona suave, de coloración grisáceo amarillenta, estaba Paul Barlow.
Se hallaba hundido hasta la cintura en las pegajosas arenas movedizas…, ¡y se hundía! Se debatió, con los brazos en alto, y las arenas movedizas subieron horriblemente hacia su pecho. Parecía como si el chico hubiera intentado atravesar aquella zona a causa de una apuesta. Ed Scott desenrolló la cuerda y se preguntó qué hacía que los chicos actuaran con una estupidez tan ciega y peligrosa.
Arrojó la cuerda y los chicos la observaron, con el aliento contenido. La cuerda llegó exactamente a las manos de Paul. Pero el muchacho, con las arenas movedizas que ya le llegaban hasta la mitad del pecho, no tuvo la fuerza para agarrarse a ella.
Sabiendo que sólo le quedaban pocos segundos, Scott ató un extremo de la cuerda a un tocón, se sujetó con firmeza y avanzó hacia el chico que gritaba. La arena se estremeció y cedió bajo sus pies. Scott se preguntó si tendría la fuerza necesaria para tirar de sí mismo y de Paul. Pero el principal problema consistía en llegar a su lado a tiempo.
Scott llegó a poco más de un metro de distancia del muchacho, que ahora se hallaba hundido hasta el cuello. Sujetándose con firmeza a la cuerda, Scott avanzó otro paso, hundiéndose él mismo hasta la cintura, rechinó los dientes, extendió una mano hacia el chico… ¡y notó que la cuerda quedaba suelta!
«Maldita ciénaga», pensó, volviéndose, tratando de mantenerse por encima de la arena, a medida que la ciénaga le succionaba… cubriendo su pecho y su cuello, llenándole la boca que aún gritaba y ocultando finalmente la coronilla de su cabeza…
Sobre el borde de tierra firme, uno de los chicos cerró la navaja de bolsillo con la que había cortado la cuerda. En la ciénaga, el pequeño Paul Barlow se incorporó con mucho cuidado, sostenido por la plataforma de madera que él y los otros chicos habían hundido en el borde de la ciénaga, y que se habían preocupado de probar cuidadosamente. Observando sus pasos anteriores, Paul salió de la arena, rodeó el lugar peligroso y se unió a sus compañeros.
—Muy bien hecho, Paul —dijo Tommy—. Has logrado atraer a un adulto a su muerte, y con ello te conviertes en miembro de pleno derecho del Club de los Destructores.
—Gracias, señor —dijo Paul, y los otros chicos lo festejaron con vítores.
—Pero una cosa más —dijo Tommy—. En el futuro, procura no exagerar la representación. Todos esos gritos han sido un poco demasiado, ¿comprendes?
—Lo tendré en cuenta, señor—dijo Paul.
Ya se había hecho de noche. Paul y los otros muchachos se apresuraron a regresar a casa para cenar. La madre de Paul hizo un comentario sobre el buen color que tenía; ella aprobaba que su hijo jugara con los demás chicos al aire libre. Pero, como sucedía con todos los chicos, sus pobres ropas eran un amasijo lleno de barro, y tenía las manos muy sucias…
Robert Sheckley
F
rank Morris era un hombre que tenía una obsesión. Otros como él coleccionaban montañas de periódicos o kilómetros de cintas; o se pasaban toda su vida tratando de inventar un sistema infalible de apuestas, o un método seguro de hundir el mercado de valores. La obsesión particular de Frank Morris era la magia.
Vivía solo en una habitación alquilada, y sólo tenía un gato por toda compañía. Las mesas y las sillas de la habitación estaban repletas de libros y manuscritos antiguos, las paredes cubiertas con herramientas propias de un brujo, y los armarios llenos de hierbas y esencias mágicas. La gente le dejaba solo, y a Frank le gustaba que fuera así. Sabía que algún día terminaría por encontrar el hechizo adecuado, que entonces aparecería un demonio y le concedería un deseo glorioso. En eso soñaba por la noche; y por la mañana seguía trabajando en sus fórmulas. Su gato negro estaba echado cerca, con los ojos amarillentos medio cerrados, como si fuera la misma alma de la magia. Y Frank siguió trabajando, analizando las permutaciones infinitas de sus fórmulas.