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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (46 page)

—Me temo que no es mucho —dijo Tony—. Pero está bastante limpio. Eso se lo puedo asegurar. Eh, minino.

Se arrodilló para acariciar el pelaje de un gato que había entrado en la habitación. Otro gato atigrado, que no parecía haber salido de ninguna parte, se frotaba contra las piernas de Andy.

—Hay muchas ratas en Notting Hill —dijo Tony—. ¿Le parece bien esta habitación? Hay otra que podría usted tener, si…, ya sabe…

—Ésta me parece maravillosa —dijo Andy, exagerando la contestación para librarle de su aparente azoramiento—. Los gatos mantendrán las ratas a raya, y si necesito inspiración siempre puedo pasear desde el sofá hasta la pequeña cama. Realmente, me parece muy bien. Gracias por haberla limpiado para mí.

Tony asintió con un gesto de cabeza. Andy creyó haber observado en él un inicio de rubor, muy débil.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Tony?

—Dispare —dijo él. Volvió a sonreír y añadió—: Es una metáfora militar.

—No tiene que contestarla si no lo desea, pero… ¿qué edad tiene usted?

—La que se necesita —contestó él, dirigiéndole una mirada tímida, furtiva, divertida.

Comieron en la cocina del piso situado por debajo del nivel del suelo, sentados uno frente al otro ante una mesa amarilla con una hoja de esmalte resquebrajado.

—Tanto como se necesita, ¿para qué? —le preguntó Andy.

Dos gatos, que no eran los mismos que había visto en el segundo piso, se retorcían alrededor de los tobillos de Andy.

Tony cogió un plato de sopa —Brown Windsor, aunque Andy no pudo identificarla— y se lo colocó delante. Después preparó una bandeja con un queso amarillento y denso y un pan blanduzco, y la puso en medio de la mesa. Se sentó, cortó un trozo de pan y puso sobre él otro trozo de queso.

—Para cuidar de mi abuelo, desde luego—contestó finalmente.

Y Andy pensó que Tony Leck poseía más elegancia que cualquier joven norteamericano de su edad, fuera ésta cual fuera.

3

A
quella noche, Andy tuvo una pesadilla tan mala como no recordaba haber tenido desde su niñez. Nadaba en un agua pesada, salada y aceitosa; sentía los brazos agotados. Cuando sacó la cabeza fuera del agua, sólo vio oscuridad. Se esforzó por elevar un brazo y se aupó unos pocos centímetros más por encima del nivel del agua. Algo deslizante le rozó la pierna izquierda y después se agarró a ella, dándole apenas tiempo para, llena de pánico, tomar una apresurada bocanada de aire, al tiempo que una espiral de algas se enrollaba alrededor de las piernas. Su cabeza se hundió bajo la superficie. El aire escapó de sus labios y formó burbujas. Las algas que le rodeaban las piernas eran pesadas como si fueran una cadena de hierro. Andy se inclinó en el agua oscura, tratando de soltárselas, antes de que la hundieran hacia el fondo del océano. Sus dedos arañaron una materia tosca y gomosa, al principio demasiado resbaladiza y después demasiado dura para soltársela. Otra espesa tira de algas rodeó lentamente su cintura; y sintió otro palmetazo contra la nuca.

Iba a morir…, estaba segura. Las espesas y pesadas algas la hundían cada vez más. Su boca se abriría en un segundo más y el agua entraría a borbotones, ella inhalaría y le sobrevendría una muerte muy dolorosa. Unas espesas bandas de algas pegajosas le rodeaban la cintura y ella se sentía como una roca en medio del agua. Gritó…, y el grito la despertó bruscamente antes de que el sonido llegara a su garganta. Incrédulamente, Andy contempló el techo de su dormitorio en Belgravia y vio la luna en la parte superior de la ventana. El alivio inundó su pecho como una gran burbuja; una capa de sudor le cubría la frente, el pecho, los brazos. Permaneció tendida contra su almohada húmeda, respirando con rapidez. Junto a ella, Phil seguía durmiendo…, había incluso consuelo en el hecho de estar junto a su cuerpo inerte.

Sorprendentemente, Phil no protestó demasiado por el trabajo de Andy. Apenas escuchó la descripción que ella le hizo de haber visto el anuncio dos veces, haberse dirigido a Notting Hill, y su entrevista con el general, si es que se podía considerar como tal. Cuando hubo terminado, se limitó a decir:

—No durarás mucho en ese trabajo, Andy. Te puedo asegurar que no conservarás por mucho tiempo ningún trabajo en el que tengas que empezar a las seis de la mañana. Y mucho menos con ese tipo. ¿Sabes lo que solían decir de él? Dijeron que en una ocasión comió carne humana…, y que le gustó. No te quedarás allí ni dos semanas.

Volvió su atención al
Financial Times
, y ella tuvo que tragarse la furia que sentía.

A la mañana siguiente, cansada a causa de las horas que había tardado en recuperar el sueño tras despertarse de la pesadilla, Andy preparó la mesa para el desayuno de Phil. Ella misma se sintió demasiado ansiosa como para desayunar. Cereales en un cuenco, con un cartón de leche al lado. Pan, preparado para colocarlo en la tostadora, un tarro de mermelada y un cuchillo junto al pan. Se movía con lentitud, tratando de imaginar qué otra cosa podría exigir Phil para su desayuno, cuando él apareció en la puerta de la cocina, mirando agriamente su reloj.

—No tienes tiempo para desayunar —le dijo—. Ya son las seis menos cuarto. Sé que esto es un error terrible.

—Este es tu desayuno, maldita sea —replicó Andy—. Quería… Oh, olvídalo. Tengo que marcharme.

—Eso es precisamente lo que yo trataba de señalar —dijo él.

Todavía enojada, Andy bajó por fin del taxi en los jardines de Kensington Park a las seis y veinte… Había perdido veintidós minutos tratando de encontrar un taxi a aquella hora. Sacó del bolso la llave que Tony Leck le había entregado y subió los amplios escalones, entrando en el húmedo vestíbulo. La casa estaba en silencio. ¿Estarían todos dormidos aún? Andy subió la escalera hasta el segundo piso. En la habitación que le habían destinado, todo estaba exactamente igual que el día anterior…, con la máquina de escribir colocada en medio de la mesa situada en medio de la habitación, frente al centro de la ventana salediza. Cerró aquella puerta y siguió subiendo la escalera para ir al piso del general.

Pudo escuchar la voz del viejo murmurando para sí mismo en cuanto llegó al rellano y tomó por el pasillo. Ella sabía que el general se quejaba amargamente contra ella… Su primer día de trabajo ¡y llegaba veinte minutos tarde! Abrió la puerta y entró, esperando que él la señalara con el dedo y empezara a gritar. Sentía calambres en el estómago.

Pero no hubo ningún dedo acusador, ningún grito de cólera. El olor a cera derretida era incluso mayor que el día anterior, como si las velas hubieran estado encendidas toda la noche. Andy vio la cama vacía, con sus sábanas grises y arrugadas, y después miró hacia el altar improvisado. El general Leck estaba arrodillado ante él, murmurando algo para sí mismo. Andy se dio cuenta de que estaba rezando, y con tal concentración que ni siquiera la había oído entrar en la habitación. Entonces escuchó cierta dificultad en la voz que murmuraba: el general lloraba al mismo tiempo que rezaba.

No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpirle y preguntarle si quería ayuda? ¿Y si le dolía algo? Se acercó más a él, caminando ligeramente hacia un lado, para que él pudiera verla con su visión periférica.

El general llevaba un viejo batín azul con charreteras y ribetes rojos en el frente. Tenía la cabeza casi metida entre las rodillas y los ojos cerrados. Hablaba, pero ella no pudo comprender las palabras. Andy se aclaró la garganta. El general abrió los ojos y volvió la cabeza para mirarla… Tenía los ojos enrojecidos e inflamados. Le indicó con un gesto que se marchara. Y Andy se retiró, en espera de que el general Leck terminara sus oraciones.

Poco después, la llamó con un gesto de la mano, y Andy avanzó hacia él. Le puso una mano bajo un codo y la otra en la muñeca, y le ayudó a incorporarse. El general despedía un olor a edad y aflicción, y su batín olía a viejo y a humo.

—Cama —ordenó.

Andy condujo al anciano, que respiraba ruidosamente por la nariz, hacia la horrible cama. Se tambaleó hacia delante hasta que pudo apoyarse en la cama con los brazos extendidos y después se giró lo suficiente para sentarse en ella. Haciendo un visible esfuerzo, el general levantó las piernas y las metió debajo de la sabana, finalmente, se derrumbó hacia atrás, entre las sucias almohadas.

—Empiece esta misma mañana con los papeles —dijo, apenas sin respiración—. Tendrá que leerlos todos primero…, ése es su primer trabajo, muchacha. Leerlos. Leerlos todos. Después tendrá que volverlos a escribir y traducir al inglés los trozos que están en francés. Pero léalos primero, desde el principio hasta el final. Están ahí, en mi baúl. —Haciendo un gran esfuerzo, se incorporó sobre un codo e hizo un gesto hacia la puerta de un gran armario empotrado situado junto a la cama—. Ahí dentro. Y lleve mucho cuidado.

Andy abrió la puerta y comprendió por qué el general le había advertido que llevara cuidado. Dentro del armario, en medio de varios uniformes viejos y ropas de civil colgadas de perchas, había un destartalado baúl de color verde, con bordes de cuero. Las ratas de ojos enrojecidos miraron fijamente a Andy desde la parte superior del baúl y después se escabulleron hacia la parte posterior del armario.

—Lleve cuidado con las ratas—dijo el general.

—Está bien —dijo Andy con la piel de gallina.

Entró en el armario. Allí donde estaba segura de haber visto dos o tres ratas, sólo pudo ver ahora el destartalado baúl verde. Escuchó unos sonidos frenéticos procedentes de las paredes del armario. Andy se tragó todas sus objeciones y arrastró el baúl un metro hacia ella. Apresurándose, lo abrió y contempló la confusión de papeles, algunos atados juntos, o metidos en carpetas, y otros sueltos, junto con periódicos antiguos y fotografías amarillentas. Andy cogió la carpeta de arriba y cerró el baúl.

—Bien —dijo el general—. Llévese esos papeles a su habitación. Ahora mismo, señora Rivers, por favor. Tiene que empezar su trabajo.

Andy se inclinó sobre el extremo de la cama, mirando al delgado anciano, con el rostro hundido y el enmarañado pelo blanco.

—¿Puedo hacerle una pregunta, general Leck? —El viejo abrió los ojos—. ¿Por qué me ha elegido a mí? Quiero decir…, ¿por qué especialmente a una mujer norteamericana? ¿No cree que un militar retirado habría sido más…, bueno, más adecuado?

El sacudió la cabeza con lentitud.

—Yo soy un militar retirado, señora Rivers. Deseo distancia. Quiero estar seguro de que se comprenden todos los aspectos.

—Oh, ya entiendo—dijo Andy.

—Pero quizá la quería a usted, señora Rivers.

Andy asintió con un gesto; el general cerró los ojos de nuevo, y su rostro volvió a adoptar lo que parecía ser su expresión característica de entristecida cólera.

Después de dos horas de trabajo, Andy estaba tan aburrida que se preguntó si podría continuar con aquel extraño proyecto. Las primeras páginas que había leído —aprendiendo primero a descifrar la diminuta escritura del general— eran una narración no muy buena de su educación infantil. Era algo tan convencional como la prosa del general. Había tenido un padre militar, varias criadas, puestos en el Extremo Oriente, una casa de campo en Northumberland; todo se describía sin el menor rasgo de ingenio, sin la menor matización. «Redding Hall, nuestra casa de campo, era, según creo, de lo más habitual. Era grande, pero nada ostentosa. Fue más bien el refugio de mi padre, quien cuando yo tenía ocho años me enseñó a utilizar una escopeta en Redding Hall.» Andy se preguntó hasta qué punto debería reescribir todo aquel material anodino y desorganizado. Debido a la importancia del general Leck, sus memorias serían probablemente publicables. Pero toda aquella clase de material se había escrito mucho mejor en cientos de novelas.

Entonces Andy descubrió una serie de páginas escritas en francés con otro tipo de escritura. Le gustó dejar a un lado el montón de páginas del general Leck y empezó a leer el material en francés. Su aburrimiento se desvaneció como por encanto. La escritura era alegre y encantadora, y la autora se había metido de lleno tanto en el tema —su infancia en el París de los años veinte—, como en la forma de describirlo. Andy comenzó a tomar notas para su traducción. Un gato blanco saltó sobre su pequeña mesa, la miró a los ojos y comenzó a ronronear.

Trabajó a gusto durante varias horas en las páginas escritas en francés, vio con satisfacción que todavía quedaban por lo menos otras cincuenta páginas, y a las doce y media bajó la escalera para ver si alguien había pensado en el almuerzo.

Cuando llegó a la entrada llamó en voz alta:

—¡Hola!

Escuchó débilmente la respuesta de Tony. Se dirigió hacia el fondo de la polvorienta entrada y miró escalera abajo, hacia el piso inferior.

—Estoy aquí —le oyó decir a Tony—. Baje. El almuerzo ya está casi preparado.

—Oh, gracias a Dios —dijo Andy.

Tenía hambre, pero la exclamación fue más bien el resultado del alivio que sintió al descubrir que las comidas, a diferencia de la limpieza, eran algo regular en casa de los Leck.

El general, vestido con un traje gris, ya estaba sentado a la cabecera de una mesa larga y estrecha colocada en el centro de la cocina. Una luz brillante se filtraba por las ventanas situadas en lo alto de las paredes. El cabello del general había sido cepillado y su piel tenía un aspecto sonrosado. Levantó la vista hacia Andy cuando ella entró en la cocina, y después volvió a bajar la mirada hacia donde sus manos jugueteaban vagamente con la vajilla de plata. Parecía como si no estuviera muy seguro de cuál era la función de la vajilla. No obstante, la debilidad y los terrores de la mañana habían desaparecido por completo.

—¿Disfruta usted de su investigación? —preguntó el general Leck sin mirarla.

—Sí —contestó ella—. Sobre todo con las páginas en francés.

—Las páginas en francés —murmuró él, jugueteando con los cubiertos—. ¿No tiene usted problemas con el idioma?

—No, todavía no —contestó ella.

El general Leck dejó los cubiertos sobre la mesa y se limitó a emitir un sordo gruñido.

Tony trajo dos platos de sopa Brown Windsor que, al parecer, formaba parte de su comida diaria. Colocó los platos ante Andy y su abuelo, cogió después el queso del aparador y lo situó en el centro de la larga mesa. Tras haber dejado una hogaza de pan sobre la mesa, se sirvió a sí mismo y se sentó en el extremo de la mesa opuesto a donde estaba su abuelo.

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