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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (48 page)

Ella se acercó a él sin hacer ningún esfuerzo consciente…, como si se deslizara por el piso de la cocina sobre un sendero engrasado. Él abrió el grifo y se enjuagó las manos sin mirarlas, y cuando la rodeó con sus brazos aún tenía manchada de sangre la parte interior de éstos. Andy sólo vio a medias la larga carcasa de la pileta encajada en el banco de la cocina, así como el montón de entrañas de color púrpura que había en ella. Cayó de rodillas sin pensar, con la cabeza dándole vueltas, y se agarró a las rodillas de él. Por encima de su cabeza, escuchó a Tony decir:

—Te amo.

—Te amo —repitió ella sobre la suave tela de sus pantalones.

Desde arriba, Tony preguntó:

—¿Para siempre?

—Como tú quieras—dijo ella—. Oh, Dios mío.

Tony la hizo incorporarse y ella sintió sus labios cosquilleándole sobre la mejilla. Sus brazos habían trazado unas rayas simétricas de sangre sobre su blusa. Tony la hizo girar y, sosteniéndola firmemente por la cintura, la hizo cruzar la cocina, dirigiéndola hacia el pie de la escalera.

Allí abrió la puerta de su habitación.

—Tenía miedo de entrar aquí—dijo ella… y vio que se parecía mucho a su propia habitación, dos pisos más arriba: estaba bastante vacía.

Había dos sillas de respaldo alto en los dos rincones más alejados, y vio un periódico en el suelo. En las paredes se habían sujetado imágenes arrancadas de revistas… Ella observó apenas imágenes de rostros de mujeres, tanques, músicos de rock y la fotografía de Robert Capa en la que se ve a un republicano español alcanzado por una bala.

Tony la dirigió hacia la cama y Andy se desnudó en un santiamén —la blusa manchada de sangre y la falda le quemaban la piel—, sintiendo la piel muy caliente. Se pegó al cuerpo de Tony, recorriendo con las manos los bordes de la musculatura de su espalda, acariciando después, con una ternura infinita los planos y ángulos de su rostro. Ella misma se tendió sobre la cama y Tony gimió junto a su oreja, tendiéndose suavemente a su lado.

Y se produjo aquel hecho…, aquel hecho grande, rojo, necesario, rígido pero divertido. Andy lo rodeó con las manos y restregó la boca contra la de Tony, al tiempo que aquello latía en sus manos y después se inclinó para sostenerlo en su boca. Nunca había hecho nada igual con Phil, y quería que Tony comprendiera lo completa y totalmente que le aceptaba. Le resultó incómodo sostenerlo en la boca, pronto le dolerían las mandíbulas, pero Tony gimió con un placer extático y aturdido, y durante un rato ella lo frotó y lo lamió con sus labios.

Cuando levantó la cabeza, Tony la apretó contra sí y le abrió la boca con la lengua. La penetró y su cuerpo pareció avanzar y avanzar hacia los espacios más profundos de ella. ¡La familiaridad de su cuerpo! Andy se elevó sobre la cama, apretándose insistentemente contra él, como si tratara de salirse de sí misma.

Estaban estrechamente abrazados, moviéndose, y moviéndose y moviéndose, y Andy sintió que toda la superficie de su cuerpo se convertía en algo flotante, cálido y húmedo.

Después, puede que ella se quedara dormida durante un par de minutos; Tony seguía enorme en su interior, y ella le abrazó los hombros y deslizó los brazos hacia abajo alrededor de su delgado tronco. EI tenía los ojos cerrados y ella cerró los suyos y ambos juntaron sus frentes…

Cuando ella abrió los ojos sólo había transcurrido un instante, pero se sintió agotada, pasiva.

Vio al general Leck sentado al otro lado de la habitación, sobre una de las pequeñas sillas colocadas en un rincón. El general llevaba puesto un traje y la miraba sin expresión alguna. Andy no experimentó ningún
shock
al ver allí al general: supo que el general Leck había estado en la habitación durante todo el tiempo que ella y Tony habían hecho el amor, y experimentó un débil estremecimiento de sorpresa por lo poco que eso le importaba. No sintió ninguna vergüenza. Acarició con expresión ausente la espalda de Tony, que aún estaba humedecida por el sudor.

Tony levantó la cabeza y la miró, y después miró por encima del hombro hacia su abuelo. Sin decir una sola palabra, se levantó y se puso los calzoncillos. Después se vistió en silencio, mirando únicamente al suelo.

Tras haberse abotonado la camisa y abrochado el cinturón del pantalón, Tony se dirigió hacia donde estaba sentado su abuelo y le ayudó a levantarse. Le acompañó hacia la puerta y pocos segundos después ambos habían desaparecido.

7

A
l día siguiente, tras haber pasado una noche de ansiedad en la que apenas pudo dormir, Andy volvió a llegar a la casa de Leck antes de las seis de la mañana. Había hecho a pie todo el camino desde Belgravia, y había tardado media hora. Durante toda aquella terrible noche pasada junto a Phil, y durante todo aquel largo trayecto a pie por las oscuras inmensidades de Londres, Andy terminó por darse cuenta de que ahora era incapaz de permanecer alejada de la casa de Notting Hill… Había cruzado ya aquel límite sin haberse dado cuenta siquiera de haber pasado a su lado. Su cuerpo había decidido, o quizás el mundo había decidido por ella. Si Tony Leck era un esclavo de su abuelo, entonces Andy Rivers también lo era. Fuera cual fuese la condición de Tony Leck, ésa era también la de Andy Rivers.

Cuando abandonó su casa a las cinco y cuarto de aquella oscura madrugada, se dio cuenta de que podía decirle al general que, después de todo, había cambiado de opinión y quería quedarse a vivir en la habitación del segundo piso. Phil tardaría días en encontrarla, y para cuando lo hiciera ya habría admitido que la había perdido, no sólo a ella, sino también todo lo que hubiera podido obtener anteriormente de las palizas que le daba. Ella podía quedarse a vivir en la casa de los jardines de Kensington Park. Sin embargo, aún no había decidido que lo haría, sino que sólo pensaba que podría hacerlo. Quería conservar ante ella aquella posibilidad, aquella especie de hueco secreto de experiencia, para poder considerarlo durante algún tiempo más.

Andy llegó ante la alta casa de ladrillo a las seis menos cuarto y entró en ella. Esperaba —casi esperaba— que la llave produjera una chispa al ser introducida en la cerradura, de tan histórico como le pareció aquella mañana el hecho de abrir la puerta. Cerró silenciosamente la puerta tras ella y miró por la escalera hacia arriba.

El general estaría arrodillado y sollozando ante su altar privado, o sentado en la cama, mirando fijamente hacia las ventanas, hacia la nada.

Andy tomó una decisión. Se dirigió hacia el fondo de la entrada, pasando ante la medio invisible hilera de imágenes religiosas, y bajó rápidamente la escalera hacia el piso inferior.

Allí abajo estaba muy oscuro. De puntillas, se acercó a la puerta de la habitación de Tony. Por un momento, permaneció inmóvil ante ella, mordiéndose el labio inferior. Recorrió con una mano la desconchada pintura, se acercó más a la puerta y descansó la frente sobre la madera. Suspiró temblorosamente. Finalmente, llamó dos veces, con suavidad.

—El muchacho se ha ido —dijo una voz tras ella.

Sintiéndose humillada, como no lo había estado el día anterior, Andy se giró. El general estaba sentado justo a la entrada de la cocina, vestido con su traje gris y una corbata regimental con un pequeño nudo, que le sobresalía por el cuello blanco y rígido de la camisa.

—Se ha ido —repitió Andy, apoyando la espalda sobre la puerta.

—Sólo por unas horas, muchacha. ¡Hmmm! Mi nieto volverá esta tarde… Le llamaron en plena noche. ¡Hmmm! Y yo mismo tendré que marcharme dentro de poco. Estaré fuera la mayor parte del día.

—Muy bien —dijo ella con suavidad, suponiendo que no era bueno que Tony se hubiera marchado.

—De todos modos, puede usted subir arriba, muchacha. Tiene mucho trabajo que hacer. Si ninguno de nosotros ha regresado al mediodía, puede usted bajar y prepararse algo para almorzar.

—Gracias, general—dijo ella, todavía ruborizada.

—Confío en no haberme equivocado con usted —dijo el general—. Sería muy grave que me hubiera equivocado. Debe usted ser para nosotros, señora Rivers. Todo depende de eso.

Andrea recordó, y lo recordó con una amarga agudeza, la imagen del general enroscado como una antigua serpiente tras la puerta de la habitación de Tony.

Sin mirarle, subió la escalera Al llegar a la entrada de la planta baja vio que una débil luz gris comenzaba a filtrarse por la claraboya La hilera de imágenes religiosas sujetas a los paneles de la escalera parecía brillar y susurrar cuando ella paso por delante para llegar al tramo principal de la escalera.

Después, docenas de pares de encolerizados ojos rojos la miraron desde la parte superior y los lados del baúl.

—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera de aquí!

Dio una patada con el pie en el suelo y una o dos de las ratas de mayor tamaño bajaron al suelo. Andy avanzó un paso en el interior del armario, y todo el grupo de ratas que había sobre el baúl bajó de éste, sin dejar de mirarla enojadamente.

—¡Fuera de aquí! —volvió a gritar oscilando los brazos de un lado a otro.

Una de las ratas que aún estaban sobre la tapa del baúl abrió la boca y siseó hacia ella. Andy cogió uno de los pesados zapatos del general y lo lanzó hacia la rata… que se escabulló y desapareció cuando el zapato golpeó a su lado. Andy avanzó un paso más y su propio zapato conectó con el cuerpo de una gruesa rata gris.

Lanzó un grito de repugnancia y después todas las ratas se desvanecieron tras las paredes, y ella avanzó más y arrastró el baúl, medio sacándolo del armario. Abrió la tapa con un movimiento rápido, pues se había imaginado que habría ratas en su interior, pero en él sólo había varias carpetas y paquetes atados y llenos de hojas y una caja plana con fotografías. Cogió uno de los paquetes y después extendió la mano para coger la caja.

Andy terminó de sacar el baúl del armario y abandonó rápidamente la habitación. Bajó la escalera y se metió en la seguridad de su pequeña habitación blanca.

«Tony», pensó.

Mareada y respirando todavía con dificultad, se sentó ante la mesa y empezó a leer las nuevas páginas.

Algo andaba mal; algo estaba desordenado. Estaba leyendo un material en secuencia con las aburridas páginas que había leído el primer día. El general estaba describiendo Sandhurst y su entrenamiento militar. Un tópico seguía a otro, los campos de juego de Eton volvieron a encontrar al duque de Wellington, y nunca había visto a un joven tan seguro de sí mismo, tan moralista y suave, con un corazón tan fuerte y una cabeza tan sensiblera. «Esperaba que me dieran mi primer puesto de mando con la emoción adecuada. No me sentía nada orgulloso, y mucho menos aprensivo.» Ahora, Andy no podía soportar perder el tiempo leyendo aquella clase de material; pasó una hoja tras otra, echándoles un rápido vistazo, buscando una mención de Tony, o de la mujer que había escrito las primeras páginas en francés.

Finalmente, cuando llegó a la mitad del paquete, encontró una sola página que contenía dos frases escritas por la mano de la mujer.

«Sé por qué lloras. Lloras porque no puedo darte hijos.»

Contempló fijamente las dos frases, releyéndolas. Las palabras casi parecían retorcerse sobre la página amarillenta. Andy pudo verse a sí misma escribiendo aquellas amargas palabras, pudo sentir la profundidad del autodesprecio dirigiendo la pluma…

Pasó la página y a continuación encontró otra escrita en francés por el general, en la que describía a su esposa. Era como si aquellas memorias hubieran sido liberadas por las dos sulfurosas frases de la página anterior. «Laurance es radicalmente inestable. Quiero decir que es inestable hasta la raíz, como un edificio que, inevitablemente, terminará por desmoronarse sobre sí mismo.» Andy siguió leyendo con la boca abierta, con la atención tan prendida en las frases del general que si hubiera explotado una bomba en el exterior, sobre la calle, apenas habría levantado la mirada.

Poco después de su matrimonio, Laurance Leck, la esposa francesa del general, había empezado a demostrar su «inestabilidad radical». Lloraba desconsoladamente por ninguna razón que el general pudiera discernir, se convirtió en la víctima de extraños temores y obsesiones… No podía cruzar un puente, desarrolló un fetichismo contra el comer carne de cualquier clase, y se negó a salir de la casa durante un período de tres años.

En los años treinta se convirtió en adicta a los narcóticos; por aquel entonces ya bebía mucho. Había perdido su buen aspecto. Cuando Alemania invadió Polonia y su esposo se preparaba para el período de su mayor gloria, necesitaba a su lado una enfermera permanente. En 1944, cuando el general ya se había convertido en héroe en su país natal, ella tomó una decisión con respecto a su vida. El instrumento que utilizó para ello fue un pesado cuchillo de cocina con el mango de madera. Se descubrieron muchas heridas en su cuerpo.

Las memorias terminaban allí.

Andy cogió la caja de fotografías y la abrió en un lado de la mesa. Las fotografías se desparramaron sobre la madera amarillenta, junto a la máquina de escribir. Rebuscó entre ellas con los dedos. En una vio a Anthony August Leck como cadete en Sandhurst, con la espalda muy recta y el rostro en la sombra; en otras vio a un Anthony August Leck algo más viejo, en diversos momentos de su vida, con distintas graduaciones, en Malasia, Egipto y Francia. Sus dedos lograron coger una pequeña fotografía cuadrada antes de que se cayera por el borde de la mesa. En ella se veía a un joven parecido a Tony, y a una mujer joven que era ella misma. La mujer de la fotografía, que era Laurence Leck poco después de su matrimonio, tenía el mismo rostro que Andy.

Andy gimió. El estómago pareció querer salírsele del cuerpo.

—¿Tony? —se escuchó decir a sí misma, con una voz débil y perdida.

Revisó rápidamente las demás fotografías… y allí estaba él, de pie junto a una pared soleada, en alguna parte, con unos tejanos y una camisa de manga corta, con su pelo moreno revuelto por la brisa. ¿Quién era? Si el general no había tenido hijos, difícilmente podía haber tenido nietos. El rostro alerta y sonriente de la fotografía no le daba ninguna respuesta. Andy se encontró contemplando de nuevo fijamente la pequeña fotografía cuadrada en la que su propio doble sostenía delicadamente el brazo de un soldado profesional, su esposo.

Confundida y sintiéndose casi cerca del pánico, Andy se incorporó y dijo:

—¿Tony?

Cruzó la habitación y se dirigió a la escalera. Bajó y bajó, como en sueños, creyendo oírle trabajar en la cocina.

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