Read Horror 2 Online

Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (42 page)

—No —volvió a decir—. No fue nada de eso. Yo había bebido mucho…, quizá comí algo que me sentó mal… Y la música, y el olor de las flores…

—Lo vimos —le interrumpió Guzmán con el rostro muy pálido—. Apenas llegamos a tiempo. De otro modo, habría usted muerto.

—Ella era de Miami… Me dijo que conocía San Francisco…

—En estos tiempos adquieren la forma que más les conviene. La mujer de Miami estuvo aquí hace dos años, para asistir a la fiesta. Don Luis dice que se desvaneció en la noche. Y ahora ha vuelto. Quizás al año que viene acuda alguien parecido a usted, que hable como usted y vaya de un lado a otro aparentando estudiar las máscaras, como hace usted. Y nosotros sabremos que no será usted, y nos mantendremos vigilantes. ¿Qué le parece? Y ahora, debería regresar al hotel. Necesita descanso.

Halperin caminó entre ellos por las calles amuralladas. La fiesta seguía celebrándose con toda intensidad, y las figuras enmascaradas surgían por todas partes, pero Guzmán, don Luis y Filiberto le condujeron hacia el hotel rodeando la plaza. El pensó en la mujer de Miami, y recordó que no tenía coche, y que no había visto ningún equipaje en su habitación.
Ellos nos comen
. «Tales cosas son imposibles», se dijo a sí mismo.
Son gusanos, bestias salvajes
. ¿Y al año siguiente habría una diabólica réplica ficticia de Halperin deambulando por la fiesta?
Ellos no son nuestro hermano
. No comprendió nada.

—Le prometí que vería usted el México real —le dijo Guzmán—, pero, francamente, no creía que llegara a ver tanto.

Halperin insistió en inspeccionar la habitación que ella había ocupado en el hotel. Estaba vacía y tenía el aspecto de no haber sido ocupada desde hacía varios meses. Finalmente, se tumbó en su propia cama, completamente vestido, pero no deseaba quedarse solo en la oscuridad, de modo que Guzmán, Filiberto y los demás se turnaron y le hicieron compañía durante toda la noche, sentados a su lado, mientras el sonido de la fiesta llenaba el aire. El amanecer trajo consigo una deslumbrante salida de sol. Halperin y Guzmán salieron al patio del hotel. Todo estaba inmóvil y silencioso.

—Creo que me marcharé ahora mismo —dijo Halperin.

—Sí, eso sería lo más prudente. Yo creo que me quedaré otro día más.

Entonces apareció Filiberto, llevando en sus manos la máscara de búho y cerdo de la habitación de Halperin.

—Esto es para usted —le dijo—. A pesar de los problemas que ha tenido aquí, queremos que nos recuerde amablemente. Por favor, acepte nuestro regalo.

Halperin se sintió conmovido. Pronunció un breve discurso de agradecimiento y guardó la máscara en su coche.

—¿Se siente lo bastante bien como para conducir? —le preguntó Guzmán.

—Creo que sí. Me sentiré mejor en cuanto me haya marchado de aquí.

Estrechó las manos a todo el mundo con dedos temblorosos. Conduciendo el coche a una velocidad prudente, abandonó el hotel y cruzó la plaza, donde observó figuras que dormían desparramadas como muñecos abandonados, papeles y otras basuras amontonados contra los muros. A una velocidad más prudente aún salió por entre el camino bordeado de cactus del pueblo. Cuando ya estaba a un kilómetro de distancia de San Simón Zuluaga, miró a su derecha y vio a Ellen Chambers sentada junto a él en el coche. De haber ido conduciendo más deprisa, habría perdido el control del volante. Pero tras un primer momento de ciego terror, se sintió invadido por la irritación y la cólera.

—No —dijo—, tú no perteneces a este mundo. Lárgate de aquí. Déjame solo.

Ella rió, mientras que Halperin se sentía a punto de prorrumpir en sollozos. Rápidamente, sin dudarlo un instante, cogió la máscara de búho-cerdo que le había regalado Filiberto, y que había dejado en el asiento contiguo al suyo, y con un giro de la muñeca que pasó ante la nariz de la mujer, la arrojó por la ventanilla abierta del coche. Después, se agarró con firmeza al volante y miró con fijeza hacia delante. Cuando encontró el valor suficiente para mirar de nuevo hacia su derecha, ella había desaparecido. Entonces, detuvo el coche, subió los cristales de las ventanillas y cerró la puerta con llave.

Le llevó todo el día llegar a Acapulco. Se acostó inmediatamente, sin comer siquiera, y durmió hasta la tarde del día siguiente. Cuando se despertó, llamó a la oficina de Aeroméxico.

Dos días después estaba de regreso en su casa de San Francisco. Lo primero que hizo fue llamar a un comerciante de la calle Sacramento, con quien acordó la venta de todas sus máscaras. Ahora colecciona
netsuke
japonés, muñecos hopi y alfombras confeccionadas por los indios navajos. Pero sólo compra a través de galerías y ya no viaja tanto como antes.

El río Estigia fluye corriente arriba

Dan Simmons

Lo que amas de verdad, eso te queda
;

todo lo demás es escoria
.

Lo que amas de verdad

nadie te lo podrá arrancar
.

Lo que amas de verdad
,

ésa es tu verdadera herencia.

E
ZRA
P
OUND
.
Canto
LXXXI

Y
o quería mucho a mi madre. Después de su funeral, una vez que se hubo enterrado su ataúd, la familia regresó a casa y esperó su regreso.

En aquella época yo sólo tenía ocho años y recuerdo muy poco de la ceremonia que se hizo. Recuerdo que el cuello de la camisa del año anterior me apretaba mucho, y que la corbata, a la que no estaba acostumbrado, era como un lazo alrededor de mi cuello. Recuerdo que aquel día de junio me pareció demasiado hermoso para una reunión tan solemne. Recuerdo lo mucho que bebió el tío Will aquella mañana, y la botella de Jack Daniels que se sacó mientras regresábamos a casa, después del funeral. También recuerdo el rostro de mi padre.

La tarde fue muy larga. Yo no tenía nada que hacer en la reunión familiar de aquel día, y los adultos me ignoraron. Me encontré deambulando de una habitación a otra, con un vaso caliente de Kool-Aid, hasta que finalmente me escapé hacia el patio trasero. Hasta aquel ambiente familiar de juego y retiro se vio arruinado por la visión de los rostros pálidos y abotargados que me miraban desde las ventanas de los vecinos. Estaban esperando. Esperaban echar un vistazo. Y yo sentí ganas de gritarles, de arrojarles piedras. Pero en lugar de eso, me senté en la rueda del viejo tractor que utilizábamos como caja de arena. Muy deliberadamente, vertí el contenido rojo de la Kool-Aid sobre la arena y observé cómo se extendía la mancha, socavando un pequeño agujero.

Ahora mismo la están sepultando.

Corrí hacia el columpio y, con una actitud enojada, empecé a golpear mis piernas contra el suelo. El columpio crujió a causa de la oxidación, y una de las patas de la estructura se levantó del suelo.

No, eso ya lo han hecho, estúpido. Ahora la están cogiendo con garfios y colgándola de grandes máquinas. ¿Volverán a inyectarle la sangre?

Pensé en botellas colgantes. Recordé las grandes garrapatas rojas que se colgaban del pelaje de nuestro perro en el verano. Encolerizado, me elevé alto, pateando en el suelo con fuerza aun cuando ya no podía ganar más altura.

¿Se le retorcerán primero los dedos? ¿O se abrirán sus ojos como los de un búho que acaba de despertarse?

Alcancé el punto, más alto de mi arco y salté. Durante un instante me sentí ingrávido y permanecí suspendido sobre la tierra como Superman, como un espíritu flotando fuera de su cuerpo. Después, la gravedad me agarró, y caí pesadamente sobre mis manos y pies. Me había arañado las palmas de las manos, y manchado la rodilla derecha del verde de la hierba. Mamá se enfadaría.

Ahora caminan a su alrededor. Quizá la estén vistiendo como a uno de esos maniquíes del escaparate del señor Feldman.

Mi hermano Simón salió al patio trasero. Aunque sólo tenía dos años más que yo, aquella tarde Simón me pareció un adulto. Un adulto viejo. Su pelo rubio, cortado recientemente, como el mío, le colgaba en mechones sueltos sobre una frente pálida. Tenía una mirada de cansancio en los ojos. Simón no me gritaba casi nunca. Pero aquel día lo hizo.

—Ven aquí. Ya casi es la hora.

Le seguí a través del porche trasero. La mayoría de los parientes se habían marchado ya, pero pudimos escuchar al tío Will en la sala de estar. Estaba gritando. Sin poderlo evitar, nos detuvimos en el vestíbulo a escuchar.

—Por el amor de Dios, Les, todavía estás a tiempo. No puedes hacer eso.

—Ya está hecho.

—Piensa en… Dios mío…, piensa en los niños.

Escuchamos la pronunciación atropellada de las palabras, y supimos que el tío Will había bebido más. Simón se llevó un dedo a los labios. Hubo un silencio.

—Les, piensa en la cuestión económica. ¿Qué…? ¿Cuánto? Es el veinticinco por ciento de todo lo que tienes. ¿Durante cuantos años, Les? Piensa en los niños. ¿Qué hará eso por…?

—Ya está hecho, Will.

Nunca habíamos oído hablar a mi padre con aquel tono de voz. No era el propio de una discusión…, como solía suceder cuando el tío Will se ponía a discutir de política por la noche. Tampoco era triste como cuando habló con Simón y conmigo poco después de que trajera por primera vez a mamá a casa, de regreso del hospital. Era un tono de voz definitivo.

Hubo más palabras. Tío Will empezó a gritar. Hasta los silencios estaban llenos de rencor. Fuimos a la cocina para coger una Coca. Cuando regresamos al vestíbulo, tío Will casi tropezó con nosotros ni su avidez por marcharse. La puerta se cerró de golpe tras él. Y nunca más volvió a nuestra casa.

Trajeron a mamá a casa justo después de anochecido. Simón y yo estábamos mirando por el ventanal y casi podíamos sentir a los vecinos mirando. Sólo se habían quedado la tía Helen y unos pocos de nuestros parientes más cercanos. Sentí la sorpresa de papá cuando vio el coche. No sé qué podría haber estado esperando…, quizás una gran carroza negra como la que había llevado a mamá al cementerio aquella misma mañana.

Llegaron en un Toyota amarillo. Había cuatro hombres en el coche, acompañando a mamá. En lugar de trajes oscuros, como el que llevaba papá, llevaban camisas de manga corta de color pastel. Uno de ellos se apeó del coche y le ofreció la mano a mamá.

Quise echar a correr hacia la puerta y la acera para ir a su lado, pero Simón me agarró por la muñeca y permanecimos en el vestíbulo, mientras papá y los demás adultos abrían la puerta.

Ellos subieron por la acera, iluminados por la luz de gas que había sobre el césped. Mamá estaba entre dos de aquellos hombres, pero en realidad no la ayudaban a caminar, sino que sólo la guiaban un poco. Llevaba puesto el vestido azul claro que se había comprado en la tienda de Scott poco antes de ponerse enferma. Yo había esperado que parecería pálida y débil…, como cuando la vi a través de la grieta de la puerta del dormitorio, antes de que llegaran los hombres de la funeraria para llevársela…, pero su rostro estaba encendido y parecía saludable, casi moreno.

Cuando subieron los escalones de entrada, pude ver que se había puesto mucho maquillaje. Mamá nunca se había maquillado antes. Los dos hombres también tenían las mejillas sonrosadas Y los tres mostraban la misma sonrisa.

Cuando entraron en la casa, creo que todos nosotros retrocedimos un paso…, excepto papá. Él le puso las manos en los hombros a mamá, la contempló durante largo rato y la besó en la mejilla. Creo que ella no le devolvió el beso. La sonrisa de ella no cambió. A papá le corrían las lágrimas por las mejillas. Yo me sentí desconcertado.

Los resurreccionistas estaban diciendo algo. Papá y tía Helen asintieron. Mamá se limitaba a estar allí, de pie, sonriendo aún ligeramente, mirando amablemente al hombre de la camisa amarillenta, mientras éste hablaba, bromeaba y daba palmaditas en la espalda de papá. Después, nos llegó a nosotros el turno de saludar a mamá. Tía Helen hizo que Simón se adelantara, y yo seguía cogido de la mano de Simón. Él la besó en la mejilla y se apartó rápidamente, colocándose junto a papá. Yo le eché los brazos al cuello y la besé en los labios. La había echado tanto de menos.

Su piel no estaba fría. Sólo era «diferente».

Ella me miraba directamente a mí. «Baxter», nuestro pastor alemán empezó a llorar y arañar la puerta del fondo.

Papá acompañó a los resurreccionistas al despacho. Pudimos escuchar retazos de su conversación desde el vestíbulo.

—… si cree que es una caricia…

—… ¿Cuánto tiempo estará ella…?

—Comprenderá usted la necesidad del diezmo, debido a los gastos de los cuidados mensuales, y…

Las mujeres que había en la casa permanecieron de pie, alrededor de mamá. Transcurrió un momento incómodo hasta que se dieron cuenta de que mamá no hablaba. Tía Helen extendió la mano y tocó la mejilla de su hermana. Mamá sonreía y sonreía.

Entonces, papá regresó y habló con un tono de voz fuerte y conmovido. Explicó lo similar que era a una caricia suave… ¿Recordábamos al tío Richard? Mientras tanto, papá besó varias veces a todo el mundo y les dio las gracias.

Los resurreccionistas se marcharon con sonrisas y papeles firmados. Los parientes que quedaban empezaron a marcharse poco después. Papá los vio alejarse por la acera, sonrientes y saludando con las manos.

—Pensad en ello como si ella hubiera estado enferma y se hubiera recuperado —dijo papá—. Pensad en ella como si acabara de regresar a casa, procedente del hospital.

Tía Helen fue la última en marcharse. Permaneció sentada junto a mamá durante largo rato, hablando con suavidad y buscando una respuesta en el rostro de mamá. Al cabo de un rato, tía Helen empezó a llorar.

—Piensa en ello como si ella se hubiera recuperado de una enfermedad —dijo papá mientras acompañaba a la tía hasta su coche—. Piensa en ella como si acabara de regresar del hospital.

Tía Helen asintió con un gesto, sin dejar de llorar, y se marchó.

Creo que ella sabía lo que Simón y yo sabíamos. Mamá no acababa de regresar a casa procedente del hospital. Ella había regresado a casa procedente de la tumba.

La noche fue larga. En varias ocasiones creí escuchar el suave arrastrar de las zapatillas de mamá sobre el suelo del pasillo, y contuve la respiración, esperando a que se abriera la puerta. Pero no se abrió. La luz de la luna me daba en las piernas, iluminando un trozo del papel pintado de la pared, cerca de la cómoda. El dibujo que configuraba sobre el suelo parecía el rostro de una gran bestia triste. Poco antes del amanecer, Simón se inclinó hacia mí desde su cama y me susurró:

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