—Duérmete ya, estúpido.
Y así lo hice yo.
Durante la primera semana, papá durmió con mamá en el mismo dormitorio en el que siempre habían dormido juntos. Por la mañana tenía el rostro hundido y nos regañaba mientras comíamos nuestros cereales. Después, se marchó a su despacho y durmió en el viejo diván que había allí.
El verano fue muy cálido. Nadie quiso jugar con nosotros, de modo que Simón y yo jugamos juntos. Papá sólo tenía clases en la universidad por la mañana. Mamá se movía por la casa y regaba mucho las plantas. En una ocasión, Simón y yo la vimos regar una planta que había muerto y sido arrancada mientras ella estuvo en el hospital, en abril. El agua desbordó la maceta y cayó al suelo. Pero mamá no se dio cuenta.
Cuando mamá salía, siempre parecía sentirse atraída por la reserva forestal situada detrás de nuestra casa. Quizá fuera la oscuridad. Simón y yo solíamos disfrutar jugando en los linderos del bosque después del atardecer, cazando luciérnagas que introducíamos en un jarro o construyendo tiendas con unas mantas, pero después de que mamá empezara a pasear por allí, Simón se pasaba las noches en el interior de la casa o en el prado situado enfrente. Yo seguía yendo a la linde del bosque porque, a veces, mamá se perdía, y entonces yo la cogía por el brazo y la conducía de vuelta a casa.
Mamá se ponía todo lo que papá le decía que se pusiera. A veces, él iba retrasado para acudir a sus clases y simplemente le decía:
—Ponte el vestido rojo.
Y mamá se pasaba todo un caluroso día de junio con el vestido rojo de gruesa lana, Pero no sudaba. A veces, él no le decía que bajara la escalera por la mañana, y en tal caso ella permanecía en su habitación hasta que papá regresaba a casa. Los días que ocurría eso, yo trataba de convencer a Simón para subir arriba y mirar; pero él me miraba fijamente y sacudía la cabeza. Papá bebía cada vez más, como solía hacer tío Will, y nos gritaba por cualquier cosa. Yo siempre lloraba cuando papá me gritaba, pero Simón ya no lloraba más.
Mamá no parpadeaba nunca. Al principio no me di cuenta, pero un día empecé a sentirme incómodo cuando percibí que ella no parpadeaba nunca. Sin embargo, no la quise menos por ello.
Ni Simón ni yo podíamos quedarnos dormidos por la noche. Mamá solía arroparnos y contarnos largas historias sobre un mago llamado Yandy que se llevaba a nuestro perro, «Baxter», para correr grandes aventuras cuando nosotros no jugábamos con él. Papá no nos contaba historias, pero solía leernos de un gran libro que él llamaba
Los cantos
de Pound. Yo no comprendía la mayor parte de lo que él leía, pero me hacían bien las palabras y me encantaban los sonidos de las palabras que él decía que eran griego. Ahora, sin embargo, nadie venía a vernos después de habernos bañado, antes de acostarnos. Durante unas pocas noches, yo traté de contarle historias a Simón, pero no eran buenas, y Simón me pidió que lo dejara.
La fiesta del cuatro de julio, Tommy Wiedermeyer, que había estado en mi clase el año anterior, se ahogó en la piscina que acababan de instalar. Aquella noche, todos nos sentamos en el porche y contemplamos los fuegos artificiales por encima de los prados, a casi un kilómetro de distancia. Debido a la reserva forestal, sólo podíamos ver los cohetes más altos, claros y brillantes. Primero se veía la explosión de color, y unos cuatro o cinco segundos después nos llegaba el sonido de la explosión. Me volví para decirle algo a tía Helen y vi a mamá asomada a la ventana del segundo piso. Tenía el rostro muy pálido en contraste con la habitación a oscuras, y los colores parecían resbalar sobre ella como fluidos.
No fue mucho después de aquel día cuando encontré la ardilla muerta. Simón y yo habíamos estado jugando a los indios y la caballería en la reserva forestal. Nos turnábamos para descubrir dónde se escondía el otro…, disparábamos y nos moríamos repetidas veces, arrojándonos sobre la hierba, hasta que llegaba el momento de comenzar otra vez. Pero en esta ocasión tenía dificultades para encontrarlo. Y en lugar de a él, descubrí un claro.
Era un lugar oculto, rodeado de matas tan espesas como nuestro seto. Yo todavía avanzaba a cuatro patas, tratando de introducirme por debajo de las ramas, cuando vi la ardilla. Era grande y rojiza y ya hacía algún tiempo que estaba muerta. Tenía la cabeza echada hacia atrás, casi arrancada del cuerpo. La sangre se le había secado cerca de una oreja. Mostraba la pata izquierda cerrada, pero la otra estaba abierta sobre una ramita, como si hubiera estado agarrada allí. Algo le había arrancado un ojo, pero el otro miraba fijamente hacia el dosel que formaban las ramas. Tenía la boca ligeramente abierta, mostrando unos dientes sorprendentemente grandes, que amarilleaban en sus raíces. Mientras la observaba, una hormiga le salió por la boca, le cruzó el hocico oscurecido y se pasó por el ojo abierto.
«Esto es lo que es la muerte», pensé.
Los matojos vibraron bajo una brisa que no logré sentir. Me asusté por estar allí y me marché, avanzando directamente hacia delante, a cuatro patas, a través de espesos ramajes que parecieron agarrarme la camisa.
En el otoño regresé a la escuela Longfellow, pero pronto me cambiaron a una escuela privada. En aquellos tiempos aún se discriminaba a las familias resurreccionistas. Los chicos se burlaban de nosotros, o nos decían motes, y nadie quería jugar con nosotros. En la nueva escuela sucedió lo mismo, sólo que no nos decían motes.
Nuestro dormitorio no tenía interruptor de pared, sino una antigua luz de perilla con una cuerda. Para encender la luz, yo tenía que cruzar media habitación hasta que encontraba la cuerda. Una noche en que Simón se quedó haciendo sus deberes hasta muy tarde, subí la escalera yo solo. Estaba haciendo oscilar el brazo por delante de mí para encontrar la cuerda, cuando mi mano tropezó con el rostro de mamá. Tenía los dientes fríos y lisos. Aparté la mano y permanecí allí durante un minuto, en la oscuridad, antes de encontrar el cordón y encender la luz.
—Hola, mamá —dije. Me senté en el borde de la cama y la miré. Ella contemplaba fijamente la cama vacía de Simón. Extendí la mano y le cogí la suya, diciéndole—: Te echo de menos.
También le dije otras cosas, pero las palabras se entremezclaron y sonaron estúpidas, de modo que me quedé allí sentado, sosteniéndole la mano, en espera de que me devolviera la presión con la suya. Se me cansó el brazo, pero yo seguí sentado allí, sosteniendo sus dedos entre los míos, hasta que subió Simón. Se detuvo en el umbral y nos miró fijamente a ambos. Yo bajé la mirada y le solté la mano. Ella se marchó pocos minutos después.
Papá hizo dormir a «Baxter» justo antes del Día de Acción de Gracias. No era un perro viejo, pero actuaba como tal. Siempre estaba gruñendo y ladrando, incluso a nosotros, y ya no quería entrar dentro de la casa. Después de que se escapara por tercera vez, los de la perrera nos llamaron por teléfono. Después de escucharles, papá les dijo:
—Pónganlo a dormir.
Y colgó el teléfono. Más tarde nos enviaron una factura.
A las clases de papá acudían cada vez menos estudiantes, y finalmente se tomó unas largas vacaciones sabáticas para escribir su libro sobre Ezra Pound. Permaneció en casa durante todo aquel año, pero no escribió mucho. A veces se pasaba la mañana en la biblioteca de la ciudad, pero regresaba a casa a la una y se ponía a ver la televisión. Empezaba a beber antes de la cena y permanecía delante del televisor hasta muy tarde. A veces, Simón y yo nos quedábamos con él, pero no nos gustaban la mayoría de los programas.
Fue por entonces cuando Simón empezó a soñar. Me lo dijo una mañana que íbamos a la escuela. Me dijo que el sueño era siempre el mismo. Cuando se quedaba dormido, soñaba que aún estaba despierto, leyendo un libro de historietas. Después, empezaba a dejar el libro sobre la mesita de noche, y éste se caía al suelo. Cuando se agachaba para recogerlo, el brazo de mamá surgía de debajo de la cama y le agarraba por la muñeca con su mano blanca. Simón decía que le agarraba muy fuerte y que, de algún modo, él sabía que ella quería que se metiera debajo de la cama, con ella. Entonces él se aferraba a las mantas todo lo fuerte que podía, sabiendo que pocos segundos después las ropas de la cama se deslizarían hasta el suelo, y él se caería de la cama.
Me dijo que, finalmente, el sueño de la noche anterior había sido un poco diferente. En esta ocasión, mamá había asomado la cabeza desde debajo de la cama. Simón dijo que fue como cuando el mecánico de un garaje asoma la cabeza por debajo de un coche. Me dijo que ella le dirigía una mueca, no una verdadera sonrisa, sino una mueca muy grande. Simón añadió que sus dientes se habían afilado hasta convertirse en puntiagudos.
—¿Has tenido alguna vez sueños como ése? —me preguntó.
Sabía que sentía habérmelo contado.
—No —contesté.
Yo quería a mamá.
Aquel mes de abril, los hermanos mellizos de los Farley, que vivían en la manzana contigua a la nuestra, quedaron accidentalmente atrapados en un frigorífico abandonado y se ahogaron. La señora Hargill, que venía a limpiar nuestra casa, los encontró en la parte de atrás de su garaje. Thomas Farley había sido el único chico que seguía invitando a Simón a jugar en su patio. Ahora, a Simón sólo le quedaba yo.
Fue poco antes del Día del Trabajo y del comienzo de las clases en la escuela cuando Simón hizo planes para escaparnos de casa. Yo no deseaba escaparme, pero quería mucho a Simón. Él era mi hermano.
—¿Y adonde vamos a ir?
—Tenemos que salir de aquí —me dijo.
Lo que no era una respuesta a mi pregunta.
Pero Simón había preparado un atillo con ropas y hasta había cogido un plano de la ciudad. Dibujó en él el camino que íbamos a seguir, atravesando la reserva forestal, por Sherman River y el viaducto de Laurel Street, dirigiéndonos hacia la casa de tío Will, sin cruzar ninguna calle principal.
—Podemos acampar fuera —dijo Simón, y me mostró una cuerda para tender la ropa que había cogido—. Tío Will nos dejará ser granjeros. Y a la primavera que viene, cuando se vaya a su rancho, podremos ir con él.
Nos marchamos poco antes del anochecer. La hora elegida no me gustaba, pero Simón dijo que papá no se daría cuenta de que nos habíamos marchado hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando se despertara. Yo llevaba una pequeña bolsa atada a la espalda y llena de comida que Simón había cogido de la nevera. Él había enrollado algo en una manta y se la había atado a la espalda con el trozo de cuerda para tender la ropa. Estuvimos bien afuera hasta que nos metimos profundamente en la reserva forestal. La corriente de agua producía un sonido gorgoteante, como el surgido de la habitación de mamá la noche que murió. Las raíces y ramas eran tan espesas que Simón tuvo que mantener la linterna encendida todo el tiempo. Y eso hacía que todo pareciera aún más oscuro. No tardamos en detenernos y Simón ató la cuerda entre dos árboles. Yo eché la manta por encima, y los dos nos pusimos a cuatro patas para buscar piedras con que sujetar las puntas.
Comimos nuestros bocadillos en la oscuridad, mientras el riachuelo producía extraños sonidos de engullimiento en la noche. Hablamos durante unos pocos minutos, pero nuestras voces parecían muy débiles, y un rato después nos quedamos dormidos sobre el suelo frío, arrebujados en nuestras chaquetas, y con las cabezas sobre la bolsa de nailon, rodeados por todos los sonidos nocturnos del bosque.
Me desperté en plena noche. Me quedé muy quieto. Los dos nos habíamos encogido bajo las chaquetas, y Simón estaba roncando. Las hojas de los árboles habían dejado de moverse, los insectos habían desaparecido, y hasta la corriente del riachuelo había dejado de hacer ruido. Las aberturas de la improvisada tienda configuraban dos brillantes triángulos en el campo de oscuridad.
Me incorporé, con el corazón desbocado.
No pude ver nada cuando acerqué la cabeza a la abertura. Pero sabía exactamente lo que había allí fuera. Me puse la cabeza bajo la chaqueta y me aparté del lado de la tienda.
Esperé que algo me tocara a través de la manta. Al principio, pensé que mamá nos había seguido, que mamá atravesaba el bosque persiguiéndonos con las pequeñas y puntiagudas ramitas golpeándole los ojos. Pero no era mamá.
Hacía frío alrededor de nuestra pequeña tienda. Y estaba todo tan oscuro como el ojo de la ardilla muerta, y algo quería entrar. Y, por primera vez en mi vida, comprendí que la oscuridad no termina con la luz de la mañana. Los dientes me castañeteaban. Me arrebujé contra Simón y le robé un poco de su calor. Sentí su respiración, suave y lenta, contra mi mejilla. Al cabo de un rato, le sacudí, despertándole, y le dije que regresaríamos a casa cuando saliera el sol, que no iba a acompañarle. El empezó a discutir, pero entonces percibió algo en mi tono de voz, algo que no comprendió; se limitó a sacudir la cabeza y se volvió a dormir.
A la mañana siguiente, la manta estaba húmeda por el rocío, y los dos teníamos la piel fría y húmeda. Recogimos las cosas, dejamos las piedras donde estaban y regresamos a casa. No nos hablamos durante el trayecto.
Papá estaba durmiendo cuando llegamos. Simón dejó nuestras cosas en el dormitorio y después salió a la luz del sol. Yo me fui al sótano.
Estaba muy oscuro allí abajo, pero me senté en la escalera de madera sin encender la luz. Desde los rincones en sombras no llegaba ningún sonido, pero yo sabía que mamá estaba allí.
—Nos hemos escapado, pero hemos vuelto —dije al fin—. Yo tuve la idea de volvernos.
A través de las tablillas del ventanuco vi la hierba verde. Una regadera automática se puso en marcha con un suspiro. En alguna parte del vecindario, unos chicos gritaban. Pero yo sólo presté atención a las sombras.
—Simón quería seguir—dije—, pero yo hice que regresáramos. Ha sido idea mía volver a casa.
Permanecí allí sentado unos minutos más, pero no se me ocurrió nada más que decir. Finalmente, me levanté, me sacudí el polvo y subí la escalera para echarme una siesta.
Una semana después del Día del Trabajo, papá insistió en que fuéramos a la playa para pasar el fin de semana. Nos marchamos el viernes por la tarde, y nos dirigimos directamente a Ocean City. Mamá permanecía sentada, sola, en el asiento de atrás. Papá y tía Helen ocupaban los asientos de delante, y Simón y yo nos apretábamos en el fondo de la furgoneta. Pero Simón se negó a contar vacas conmigo, a hablarme o a jugar con los aviones de juguete que yo me había traído.