Al final, entremezclado con los anuncios de servicios de mecanografía y de buscadores de libros agotados, leyó: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable». Se añadía una dirección situada en los jardines de Kensington Park.
Andy trazó un círculo alrededor del anuncio que, de una forma extraña, casi parecía haber sido puesto para ella. Llegó su ternera Valdostana, y el camarero le sirvió el vino de una pequeña garrafa. Ella se enfrascó en las páginas de libros de la revista, leyó un largo artículo de Clive James, y finalmente volvió a leer el anuncio que había destacado: «Se busca: mujer…». Y cerró la revista, pensando en lo que Clive James tenía que decir sobre George Bernard Shaw.
Al día siguiente, un viernes, Andy estaba en Kensington a las diez de la mañana. Tenía que devolver una blusa en Biba, porque a Phil no le gustó cuando se la puso; pensó sustituirla por uno de los toscos sombreros que allí se vendían. Tras haber devuelto la blusa en el segundo piso de la tienda, deambuló por allí un tiempo, imaginando lo furioso que se pondría Phil si comprara más ropa allí; decidió entonces no comprar el sombrero, y se marchó. Compró después un ejemplar del
Spectator
y entró en un pequeño café de Kensington Church Street para leer las páginas de crítica de libros.
Sentada ante una desvencijada mesa con una taza de café, Andy leyó una larga crítica de una novela de Carlos Fuentes, y decidió comprar el libro, a pesar de que la crítica le pareció confusa y hostil. Leyó por encima algunas otras críticas de libros, así como las columnas dedicadas a crítica de cine y de teatro. Sorbió el fuerte café. Se le acercó una camarera y le preguntó:
—¿Quieres más café, cariño?
Andy volvió su atención a las páginas finales de la revista y desde la página de anuncios pareció salirle al encuentro un anuncio conocido: «Se busca: mujer, preferiblemente norteamericana, con cierta experiencia de vida en el Reino Unido, para ayudar en la preparación de unas memorias militares. Debe poseer conocimientos de lectura en francés. Salario negociable».
Andy dobló el
Spectator
, dejó un billete de una libra sobre la mesa, y salió del café dispuesta a tomar un taxi.
E
l taxi subió por Kensington Church Street, giró por la disoluta Notting Hill, y la llevó por Kensington Park Road. Andy, que no recordaba el nombre de la calle a la que quería ir, pensó desalentada que la casa estaba allí… en aquella calle perpetuamente ruidosa y abarrotada de gente situada cerca de Portobello Road. Podía oler la violación y la muerte en el aire (aunque estaba totalmente equivocada), verlas en los delgados cuerpos de los hombres que caminaban arrastrando los pies, apiñados en los pubs, con jarras de cerveza en las manos; también podía oler el perfume de la fruta exprimida. Sexo y comida.
Pero, al llegar al extremo de Ladbroke Square, el conductor del taxi se metió por una calle más tranquila, y las casas empezaron a ser grandes, silenciosas y elegantes; y aquella resultó ser la calle citada en el anuncio.
Al bajar del taxi, Andy comprobó la dirección y se aseguró de que el alto edificio de ladrillo ante el que se encontraba correspondía a la dirección impresa en el anuncio. El edificio poseía una fachada extrañamente insulsa, sin ningún carácter. Dos de las ventanas del segundo piso estaban rotas, aunque detrás de todas las ventanas, incluidas éstas, había cortinas limpias, que colgaban como telarañas. Andy subió los anchos escalones de cemento gris y buscó el timbre al lado de la puerta. Pero no pudo hallar timbre alguno. En el ladrillo observó cuatro agujeros, en los que podría haber estado el timbre. Sobre la superficie gris de la puerta, unas pequeñas manchas negras, como embriones de hongos, moteaban la pintura pelada y agrietada. Andy golpeó con los nudillos cerca de los números pintados sobre la puerta y sólo entonces se dio cuenta de que éste carecía también de pomo. Dos pequeños agujeros cilíndricos mostraban los lugares ocupados antes por los tornillos. Volvió a golpear la puerta desconchada.
—¿Quién es? ¿Quién hay ahí abajo? —preguntó una voz enojada desde arriba—. Salga a la vista.
Andy retrocedió, bajando los escalones, echando el cuello hacia atrás a medida que descendía. La cabeza arrugada y pequeña de un viejo furioso le dio al principio la impresión de que surgía de la misma fachada de ladrillo. Cuando Andy se encontró de nuevo en la acera, vio que la cabeza y los hombros del hombre sobresalían de una ventana dirigida hacia arriba (unas pequeñas manchitas blancas flotaban perezosamente hacia abajo). Andy creyó que eran de polvo, hasta que se dio cuenta de que eran manchas de pintura desgajada en el momento en que el viejo abrió hacia arriba la mitad inferior de la ventana
—¿El trabajo? —preguntó Andy—. Quiero decir que vengo a por lo del trabajo que han anunciado en el Spectator y el New Statesman Me llamo Andrea Rivers.
—Vaya —dijo o tosió el viejo, sosteniendo un pesado bulto de algo—. Entre y suba. La llave de la puerta es la que tiene la cinta en el mango.
Dejó caer el bulto y un manojo de llaves cayó con un tintineo sobre el pavimento. Andy recogió las llaves, volvió a mirar hacia la ventana del tercer piso y vio que ya no había nadie allí. Después de algunas dificultades encontró la larga llave que mostraba un trozo de cinta sucia en su mango.
La casa olía a cerrado. Había espesas capas de polvo en los rincones de la fría entrada, que avanzaba en penumbras alrededor del lado de una estrecha escalera. Incluso después de que los ojos de Andy se hubieran ajustado al cambio de luminosidad, le pareció que la mitad descendente de la escalera —el tramo situado frente a ella, al final de la entrada— bajaba hacia la más pura oscuridad, tan profunda como un pozo. En la pared de la derecha, inmediatamente al lado de una puerta alta de color marrón, había una polvorienta imagen de Jesús…, tan desvaída que casi tenía los mismos colores que la puerta. A continuación, Andy observó que en la parte lateral de la escalera, cubierta con paneles pintados por lo menos cincuenta años antes con un tono mortalmente oscuro, había una verdadera galería de imágenes religiosas de colores igualmente desvaídos. En una Jesús predicaba en el Huerto de los Olivos, en otra un santo se retorcía sometido al tormento con monstruos y demonios arrastrándose a su alrededor, en otra María sostenía en sus brazos al Niño Jesús. Andy comenzó a subir la escalera.
Las mismas manchas negras—ahora Andy sabía que eran brotes de moho—, crecían en la pintura amarronada de la escalera. La casa era fría y húmeda, como si de algún modo repeliera el cálido sol de junio. El polvo se levantaba allí donde ella ponía los pies.
En la parte superior de la escalera, una sucia claraboya iluminaba las tablas de madera del piso y el descolorido color verde de una puerta. Andy la abrió y entró en un vestíbulo cuyas dos puertas daban a lo que en otros tiempos podrían haber sido las dependencias del servicio. Allí arriba, Andy podía sentir el calor de junio: el aire parecía lento y pesado, como cansado.
Llamó a una de las dos puertas y escuchó un gruñido por toda respuesta. La abrió y entró en una habitación que olía a cera derretida, a carne rancia y a ropas de cama sucias. El viejo estaba tumbado en su cama, bajo una sábana gris. La observó en silencio y con desconfianza. En el fondo de la habitación había fuego…, aunque Andy se dio cuenta inmediatamente de que se trataba de una especie de capilla improvisada donde había cientos de velas encendidas sobre una mesa de madera. Al otro lado de la mesa había una imagen enmarcada de Jesucristo, con las manos abiertas y extendidas ante un Sagrado Corazón en levitación y en llamas.
—Su nombre —dijo el viejo.
Tenía el pelo enmarañado, la piel casi tan grisácea y deslucida como las sábanas. Parecía agotado por el esfuerzo de haberle gritado desde la ventana. Hacía tanto calor que la atmósfera del pequeño dormitorio era un infierno.
—Rivers. Andrea Rivers.
—Soy el general Anthony August Leck. ¿Significa eso algo para usted?
La miró desafiante desde su rostro hundido.
—Sí —contestó Andy—. Claro que le conozco.
Trató de ocultar su asombro, sin conseguirlo del todo. August Leck había sido un verdadero héroe de la segunda guerra mundial, íntimo tanto de Montgomery como de Eisenhower (algo bastante notable, teniendo en cuenta la personalidad de aquellos dos grandes egocéntricos, y mucho más si se tenía en cuenta que el propio August Leck tenía fama de ser un hombre exigente y excéntrico). El general había supervisado el esfuerzo inglés en Europa mientras Montgomery estaba en África; ¿o había estado él en África mientras Montgomery estaba en Europa?
De los detalles de su carrera, Andy sólo recordaba aquel peculiar aire de escándalo que la había acompañado. Recordó que, durante una parte de la guerra, el general había sido llamado «El Caníbal», hasta que una brillante victoria limpió su nombre. Y también recordó que había sido un notorio afeminado.
—Tiene usted el trabajo —le dijo el hombre marchito que yacía sobre la cama: en aquel cuerpo ya no quedaba nada de afeminamiento—. Las llaves.
—¿Qué?
—Devuélvame las llaves, por favor.
Y extendió una mano que parecía una garra manchada. Andy se le acercó y dejó caer las llaves sobre aquella mano.
—¿Acaba de contratarme?—preguntó—. ¿Así, sin más?
—Acabo de contratarla —replicó el viejo—. Quiero que empiece inmediatamente. No podemos permitirnos perder ningún tiempo. Su habitación estará en el piso que está justo debajo de éste, se puede traer consigo todo lo que desee, y podrá instalarse esta misma tarde Empezará a trabajar mañana por la mañana, a las seis. En el anuncio decía que el salario era negociable, pero estoy dispuesto a pagarle cincuenta libras a la semana, y creo que eso es suficiente para dar por terminada la necesidad de entablar una negociación. ¿Lo ha comprendido?
—No puedo venir a vivir aquí —dijo Andy—. Estoy casada. Puedo ayudarle con sus memorias, pero no puedo vivir al mismo tiempo aquí. Mi esposo y yo vivimos en Belgravia.
—Estaría bien en Belgravia —dijo el general Leck, reclinándose sobre la cama, con los ojos cerrados—. Vaya. Se supone que no debía usted estar casada. Se supone que debía vivir aquí. Eso es algo que me amarga. No quiero que esté usted casada.
Andy vio que el general era un hombre intermitentemente senil. Le temblaban las manos. Volvió a decir «Vaya», y unas lágrimas simétricas surgieron de sus ojos cerrados.
—¿Cuánto tiempo hace que está casada? —preguntó con voz temblorosa.
—Mucho tiempo. Mire, general Leck, si no me quiere, me marcho. Si aún desea contratarme, puedo estar aquí a las seis para empezar a trabajar. El sueldo me parece bien. ¿Quiere darme el trabajo o no?
—¿Cuánto tiempo hace que está casada? —volvió a preguntar.
—Once años —contestó Andy con un suspiro de resignación.
—Pero no tiene hijos.
—No, no los tengo.
—En tal caso, tiene el puesto —dijo el general—. ¿Tony? ¿Dónde estás, Tony?
—Aquí —contestó una voz detrás de Andy, sobresaltándola.
Volvió la cabeza y vio que el joven más hermoso de toda Inglaterra se hallaba de pie, apoyado en el marco de la puerta. Pareció sentirse perfectamente cómodo a pesar de la fijeza con que ella le miró, y Andy supuso que estaba acostumbrado a que le mirasen así. Llevaba un traje azul oscuro de corte perfecto. Le sonrió a Andy, se enderezó y entró en la habitación. Ella estaba tratando de calcular su edad cuando él llegó junto a la cama y tomó entre las suyas la mano del general. A ella le pareció un gesto natural de amor. El aún le sonreía a Andy, y también había una sonrisa en sus cálidos ojos oscuros.
—Señora Rivers, éste es mi nieto, Tony Leck dijo el general.
Andy y el joven se dirigieron una inclinación de cabeza a modo de saludo. Andy pensó que debía de tener por lo menos veinticinco años, pero entonces Tony bajó la vista, mirando a su abuelo, y su rostro adquirió de repente una expresión de adolescente.
—Llevarás a la señora Rivers a la habitación donde trabajará —dijo el general—. Mira a ver si necesita algo antes de que empiece a trabajar mañana.
Tony palmeó la mano del viejo y murmuró:
—Desde luego.
Captó la mirada de Andy y le hizo una seña hacia la puerta.
—Entonces, ofrécele algo para almorzar abajo —dijo el general—. Yo bajaré después, Tony.
—Muy bien.
Tony la condujo hacia el vestíbulo, cerrando con suavidad la puerta de la habitación del general. Su rostro no parecía hecho para expresar seriedad, pero la seriedad resultaba ser su expresión dominante.
—Hemos alquilado una máquina de escribir eléctrica para usted. ¿Le parece bien?
—Oh, sí, desde luego—contestó ella.
En ese momento, bajo la débil luz del vestíbulo Tony Leck no parecía tener más de quince años.
—Eso es un alivio —dijo él, conduciéndola hacia la escalera—. Uno no sabe nunca con qué quiere escribir la gente, ¿verdad? Debe de ser algo muy personal… Quiero decir que debe de haber gente incapaz de escribir una sola palabra a menos que disponga de una determinada clase de papel y cosas así, ¿no le parece?
Bajaron la polvorienta escalera y Tony se detuvo en el rellano del segundo piso para abrir una puerta.
—Me temo que trabajará usted aquí. Desearía que fuera mejor, pero… hacemos todo lo que podemos.
Había otro pasillo polvoriento con una alfombra descolorida. Dos puertas a un lado del pasillo; una serie de imágenes religiosas colgadas de la pared. Tony abrió la primera puerta e invitó a Andy a entrar.
Era una pequeña habitación desnuda, con paredes blancas y una ventana salediza. En el centro de la pared del frente había un camastro militar, con un colchón pardo de aspecto irregular. En el otro lado de la estancia había un antiguo sofá de color azul con brazos y patas tallados. El suelo estaba cubierto por una alfombra manchada. Precisamente en el centro del espacio saledizo en el que se abría la ventana, había una pequeña mesa de madera de pino sin terminar, sobre la que se había colocado una máquina de escribir eléctrica, perfectamente centrada sobre la mesita. Los muebles habían sido dispuestos con tal exactitud como si se hubiera hecho con regla y cartabón.