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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (40 page)

Aunque era temprano, la plaza y el mercado que la rodeaba parcialmente estaban abarrotados de gente. Las gentes del pueblo le dispensaron el mismo tratamiento del día anterior, como si fuera un marciano de visita: miradas sospechosas, susurros subrepticios, la timidez ocasional y alguna mueca experimental. No vio a Ellen. Nuevamente solo entre aquella gente, se sintió violento y vulnerable, como un intruso; sin embargo, se dio cuenta de que prefería aquello a la compañía curiosamente perturbadora de la mujer de Florida.

Ahora, en las tiendas parecía como si no hubiera más que mercancías relacionadas con el Día de la Muerte, encantadores y juguetones artefactos que a Halperin le parecieron irresistibles. Ya hacía tiempo que se sentía atraído por la imaginería de tosco desafío de la muerte existente en aquella versión mexicana de la víspera de Todos los Santos, tan poderosamente enraizada en la vida interior del país. Halperin compró una calavera amarilla de papel
maché
, con ojos de brillantes flores y enormes dientes, un elegante esqueleto que tocaba la guitarra, y una bolsa de mazapán de un mórbido color grisáceo. Contempló las hogazas de pan decoradas con calaveras y santos en una panadería. Sonrió al ver una hilera de ataúdes de azúcar, con pequeños esqueletos surgiendo de ellos. También se vendían unos extraordinarios trabajos en laca, bandejas y calabazas decoradas con dibujos en negro y rojo brillante. A media mañana había comprado tantas cosas que llevarlas le suponía un problema, por lo que regresó al hotel para dejar allí sus compras.

Un Toyota azul estaba aparcado junto a su coche y Guzmán, con un aspecto tan apuesto vestido de caqui como siempre lo tenía embutido en sus trajes grises, se hallaba arreglando un montón de bultos en él.

—¿Se lo está pasando bien? —le preguntó a Halperin.

—Muy bien. Creía que le encontraría aquí cuando llegara.

—Vine y me volví a marchar a Tlacotepec, y ahora he vuelto. He comprado buenas cosas para la galería. —Hizo una seña hacia las calaveras y esqueletos que Halperin llevaba entre los brazos y comentó—: Ya veo que usted también se dedica a comprar. Bien. México necesita su ayuda.

—Preferiría comprar una de las máscaras que hay en mi habitación —dijo Halperin—. ¿Las ha visto? Cerdo y búho, y talladas como…

—Paciencia. Le conseguiremos máscaras. Pero piense en este viaje como una experiencia, no como una expedición de coleccionista, y así será más feliz. Las compras se producirán por acuerdo de los nativos, siempre y cuando usted no trate de forzarles, y si logra disfrutar del favor del
amo tokinwan
mientras esté aquí.

Halperin contemplaba unas estatuillas de madera envueltas en paja que había en la parte posterior del coche.


¿Amo tokinwan
? ¿Quién es?

—Los Señores de los Animales —contestó Guzmán—. Son los protectores del pueblo. Quizá la palabra «protectores» no sea la más adecuada, porque los protectores son benevolentes, y los
amo tokinwan
a menudo no lo son. De hecho, en ocasiones son muy peligrosos.

Halperin no pudo decidir hasta qué punto Guzmán hablaba en serio.

—¿Cómo es eso?

—A veces, durante las fiestas, entran en el pueblo y se mezclan con la gente. Tienen el mismo aspecto que cualquiera, no despiertan ninguna atención especial, y tienen una forma de conseguir que los nativos del pueblo crean que pertenecen aquí. ¿Se lo puede imaginar? Ver a un extranjero y creer que uno lo conoce de toda la vida. No cabe la menor duda de que son mágicos.

—¿Y qué son? ¿Guardianes del pueblo?

—En cierto modo. Ellos aportan la lluvia, desvían los rayos y protegen las cosechas. Pero en ocasiones hacen daño. Nadie puede predecir sus caprichos. Y por eso se celebran los bailes, para propiciarlos. Si, no cabe la menor duda de que son mágicos. Pero también son otra cosa.
Amo tokinwan
.

—¿Qué significa eso? —preguntó Halperin.

—En náhuatl significa «No es nuestro hermano», algo de una sustancia diferente. Extraño. Sobrenatural. ¿Sabe que creo habérmelos encontrado? Uno está en la plaza, contemplando a los bailarines, y hay una pequeña vieja al lado de uno, o un chico, o una mujer embarazada que lleva un exquisito rebozo, y todo parece estar en orden, pero si uno se les acerca demasiado se siente el frío que viene de ellos, como si fueran estatuas de hielo. Así que uno retrocede un poco y trata de tener buenos pensamientos. —Guzmán se echó a reír—. ¡Ah, México! ¿Cree usted que soy civilizado sólo porque llevo un Rolex en la muñeca? Ni siquiera yo soy civilizado, amigo mío. Y si es usted prudente, tampoco debe ser muy civilizado mientras esté por aquí. Ellos no son nuestros hermanos, y pueden hacer daño. Le dije que aquí vería el verdadero México, ¿se acuerda?

—Me resulta muy difícil creer en espíritus —dijo Halperin—. Tanto en los buenos como en los malos.

—Éstos son ambas cosas a la vez. Pero quizás a usted no le molesten. —Guzmán cerró la puerta del coche de un golpe—. En el pueblo se están preparando para sacar las máscaras, quitarles el polvo y prepararlas para la fiesta. ¿Le gustaría estar allí cuando lo hagan? El
mayordomo
es amigo mío. Él le admitirá a usted.

—Me encantaría. ¿Cuándo?

—Después del almuerzo. —Guzmán tocó ligeramente la muñeca de Halperin y añadió—: Y algo más: controle su deseo de coleccionar. Hoy no vamos a ir a ninguna galería de arte.

Las máscaras de San Simón estaban guardadas en un almacén cerrado con llave situado en el edificio municipal. Abrirlo resultó ser toda una ceremonia formal y solemne. Se hallaban presentes todos los funcionarios del ayuntamiento, según le susurró Guzmán: el alcalde, los cinco alguaciles, los regidores y don Luis Gutiérrez, el mayordomo, un hombre con un bigote inmenso cuya responsabilidad consistía en conservar las máscaras de un año para otro, ensayar con los bailarines, y poner en escena la fiesta. Hubo numerosas inclinaciones y abrazos. La mayor parte de la conversación se desarrolló en náhuatl, que Halperin no comprendía en absoluto, como tampoco fue capaz de comprender mucho del rápido e idiosincrásico español que hablaron, aunque sí entendió a Guzmán presentarle como un importante estudioso norteamericano, por lo que, a partir de entonces, trató de aparentar un aspecto de estudioso y de hombre importante. Don Luis sacó una llave enorme, de estilo antiguo, la introdujo con un ademán grandilocuente en la cerradura y abrió el camino por un pasillo estrecho que olía a cerrado, que daba a un gran almacén de paredes blancas con un techo de pesadas vigas negras. Había máscaras por todas partes, en el suelo, en las estanterías, en los armarios. El lugar era un verdadero museo. Halperin, quien, después de todo poseía cierta experiencia de entendido en la materia, reconoció muchas de las máscaras como elementos que formaban parte de danzas familiares que se celebraban en la región, como los rostros fantasmagóricos de la Danza del Diablo Macho, las máscaras de largas barbas utilizadas en la Danza de Moros y Cristianos, o los feroces rostros felinos de la Danza del Tigre. Sin embargo, había muchas que eran nuevas y asombrosas para él, como las máscaras de la Danza del Murciélago, con aterrorizantes cabezas de murciélagos alados, todas las cuales eran mezclas de murciélago y de otros animales, como pez y murciélago, coyote y murciélago, búho y murciélago, ardilla y murciélago, y otras que eran inidentificables, a excepción de las alas extrañamente extendidas, y que quizá no eran más que murciélagos hibridizados con criaturas de otro mundo. Una a una, las máscaras fueron levantadas, limpiadas de polvo, admiradas, pasadas de mano en mano…, aunque no se las entregaron a Halperin, quien tembló de estupefacción ante el poder y la belleza de aquellas efigies de madera.

Don Luis sacó una botella de mescal de un nicho y se la tendió al alcalde, quien tomó un trago y pasó a su vez la botella. Finalmente, ésta llegó a manos de Halperin, quien, sin preocuparse de la oruga que había en el fondo de la botella, echó un trago del fuerte licor. A partir de ese momento, las cosas ya fueron menos formales. Los altos funcionarios del ayuntamiento reían, se movían de un lado a otro, interpretando pequeños pasos de danza, cogiendo matracas hechas de calabazas que había en las estanterías y haciéndolas sonar. Todos ellos hablaban en náhuatl, totalmente incomprensible para Halperin, aunque en una ocasión entendió las palabras
amo tokiwan
dichas en el contexto de una frase que no pudo comprender, al tiempo que alguien sacudía una matraca con una curiosa vehemencia. Halperin contemplaba embelesado las máscaras, sin atreverse a acercarse a ellas y mucho menos a tocarlas. «Esto no es una galería de arte», se recordó a sí mismo. Incluso cuando el ambiente se desinhibió hasta el punto de que don Luis y otros dos de los presentes se pusieron máscaras y comenzaron a dar tumbos por el almacén, danzando una extraña y pesada especie de polca, Halperin permaneció tenso y controlado. La botella de mescal volvió a sus manos. Bebió de nuevo y, en esta ocasión, su disciplina se relajó; se permitió coger una maravillosa máscara de murciélago, de aspecto fálico y dotada de unos grandes ojos de mirada fija. La talla era mucho más exquisita que la que había observado en la galería de Guzmán. Pasó amorosamente los dedos sobre la madera brillante y las delicadas alas nervadas. Guzmán le dijo:

—En algunos pueblos la Danza del Murciélago se convirtió en una danza de Navidad en la que los animales rendían homenaje al Niño Jesús. Pero aquí existe un rito de la fertilidad y, por lo tanto, el murciélago es fálico. Le gustaría tener esta máscara, ¿verdad? —Sonrió ampliamente y añadió—: A mí también, querido amigo. Pero ésta no abandonará nunca San Simón.

Justo cuando la ceremonia empezaba a ser demasiado ruidosa, terminó de pronto: las risas desaparecieron, la botella de mescal regresó a su nicho, los funcionarios volvieron a adquirir un aspecto solemne y comenzaron a abandonar el almacén. Halperin, empleando un español precario, le agradeció a don Luis que le hubiera permitido asistir a la ceremonia, dando igualmente las gracias a los alguaciles y regidores. Se sentía sofocado y excitado cuando abandonó el edificio. Aquella multitud de máscaras agitaba implacablemente su avidez por adquirirlas. El hecho de no poderlas conseguir no hacía más que aumentar su deseo. Era como si aquel almacén fuera una galería de arte en la que el objeto más insignificante costara un millón de dólares.

Halperin distinguió a Ellen Chambers en el extremo más alejado de la plaza, sentada en la terraza de un pequeño café. La saludó con un movimiento de la mano y ella le correspondió con una sonrisa.

—¿Su compañera de viaje? —le preguntó Guzmán.

—No. Es una turista que ha venido desde Taxco. La conocí ayer.

—No sabía que en la fiesta hubiera otros norteamericanos. Eso me sorprende —comentó frunciendo el ceño—. A veces vienen, claro, pero muy raramente. Creía que este año sería usted el único extranjero.

—No se preocupe —dijo Halperin—. Nosotros, los gringos, a veces sabemos arreglárnoslas solos. Venga y se la presentaré.

—En otra ocasión —dijo Guzmán, negando con la cabeza—. Tengo cosas que hacer. Preséntele mis respetos a su encantadora amiga.

Guzmán se alejó. Halperin se encogió de hombros y cruzó la plaza, dirigiéndose hacia donde estaba Ellen, quien le invitó a sentarse frente a ella. Él le hizo una seña al camarero y pidió:

—Dos margaritas.

—Gracias, pero no—dijo ella sonriendo.

—Está bien. Sólo una.

—¿Ha estado usted muy ocupado hoy? —preguntó ella.

—Viendo máscaras. Me he quedado con la boca abierta y con ganas de tener algunas de las cosas que he visto en este pueblo. En realidad, estoy pensando en robar algunas si no están dispuestos a vendérmelas. Es algo muy chocante, porque nunca hasta ahora había pensado en robar. Siempre he pagado lo que me he llevado.

—En tal caso éste es un mal sitio para empezar.

—Lo sé. Me echarían la maldición de la momia, o la de la mano negra, o Dios sabe qué. El signo de Moctezuma. Pero cuando hablo de robar máscaras no lo digo en serio. No obstante, quisiera tener algunas.

—Eso lo comprendo —dijo ella—. Yo, por mi parte, me siento menos interesada por las máscaras que por lo que representan: el carácter mágico, el poder transformador. Cuando se ponen las máscaras se convierten realmente en los seres de otros mundos que aparentan representar. Eso es lo que me fascina. El hecho de que la máscara disuelva los límites entre nuestro mundo y el de ellos.

—¿El de ellos?

—Me refiero al mundo invisible, a ese mundo que sólo conoce el shamán, al mundo de los seres-jaguares y de los seres-murciélagos. Un trozo de madera tallada y pintada se convierte en la puerta que da acceso a ese mundo y que proporciona los beneficios de lo sobrenatural. Esa es la razón de que las máscaras sean tan maravillosas. No se trata únicamente de una cuestión estética.

—¿Cree usted realmente en lo que acaba de decir? —preguntó Halperin.

—Oh, sí. Sí, definitivamente.

El prefirió no insistir en el tema. Hay gente capaz de creer en toda clase de cosas, desde el poder de las pirámides, hasta el yogurt como cura para el cáncer, o el que las plantas crecen más rápidamente poniéndoles música de Bach. Eso a él le parecía bien. Ahora, encontraba a Ellen más cálida, más accesible que antes, y no tenía el menor deseo de ofenderla. Mientras regresaban caminando hacia el hotel, le propuso cenar juntos, imaginando esperanzadamente que aquello podría conducir a algo aquella misma noche, pero ella se disculpó diciendo que no cenaría en el hotel. Eso le extrañó a él —¿en qué otro lugar se podía cenar allí y con quién?—, pero, desde luego, no comentó nada más.

Cenó con Guzmán. Se podía escuchar el sonido escalofriante de la música, estridente y extraño.

—Están ensayando para la fiesta —explicó Guzmán.

La cocinera del hotel se extremó en su trabajo, preparando un plato de pescado fresco local, con una salsa asombrosamente delicada, que habría arrancado aplausos en París. Filiberto, el patrón, apareció en el comedor y saludó a Guzmán con un fuerte abrazo. Guzmán le presentó a Halperin, señalando una vez más que era un importante estudioso norteamericano. Filiberto, un hombre alto, de piel muy oscura, con pómulos como hojas, saludó a Halperin con una cortesía efusiva.

—He estado admirando las máscaras que decoran el hotel —dijo Halperin, esperando que se le invitara a comprar lo que quisiera.

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