Horror 2 (21 page)

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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

—¡Es más grande porque se ha comido a Rachel! —exclamó La Verne, y empezó a gritar de nuevo.

—Deja de gritar o voy a romperte la mandíbula —le dijo Deke, y ella se detuvo, aunque no enseguida, sino poco a poco, como un disco cuando alguien corta la corriente sin quitar la aguja del microsurco.

Tenía los ojos desorbitados.

Deke miró de nuevo a Randy.

—¿Estás bien, Pancho?

—No lo sé. Supongo que sí.

—Buen chico. —Deke intentó sonreír, y Randy vio con cierta alarma que lo conseguía… ¿Acaso alguna parte de Deke disfrutaba de la situación?—. ¿No tienes ninguna idea de lo que podría ser?

Randy meneó la cabeza. Tal vez, después de todo, fuese una mancha aceitosa… o lo había sido, hasta que le ocurrió algo. Quizá los rayos cósmicos le habían afectado de un modo especial. O quizás Arthur Godfrey había meado Bisquick atómico sobre ella. ¿Quién sabía? ¿Quién podía saberlo?

—¿Crees que podemos pasar a nado por delante de esa cosa? —insistió Deke, sacudiendo el hombro de Randy.

—¡No! —gritó LaVerne.

—Calla o te ahogo, LaVerne —dijo Deke, alzando la voz por primera vez—. No bromeo.

—Ya has visto con qué rapidez se apoderó de Rachel —dijo Randy.

—Puede que entonces tuviera hambre —replicó Deke—. Pero quizás ahora esté harto.

Randy pensó en Rachel, arrodillada en el ángulo de la balsa, tan quieta y tan bonita en bragas y sostenes, y volvió a sentir náuseas.

—Inténtalo —le dijo a Deke.

El muchacho sonrió con gran esfuerzo.

—Ajá, Pancho.

—Ajá, Cisco.

—Quiero volver a casa —dijo LaVerne en un susurro furtivo—. ¿De acuerdo?

Ninguno de los dos le respondió.

—Entonces esperaremos a que se vaya —dijo Deke—. Si ha venido, tendrá que irse.

—Tal vez.

Deke la miró, su rostro lleno de una intensa concentración en la oscuridad.

—¿Tal vez? ¿Qué significa esa mierda de «tal vez»?

—Nosotros hemos venido, y eso ha venido también. Lo vi acercarse…, como si nos oliera. Si está harto, como dices, se irá. Si tiene más ganas de comer…

Se encogió de hombros. Deke se quedó pensativo, con la cabeza inclinada. Su cabello corto aún goteaba un poco.

—Esperaremos—dijo—. Dejémosle que coma pescado.

Transcurrieron quince minutos sin que ninguno hablara. El frío iba en aumento. La temperatura era quizá de diez grados y los tres llevaban tan sólo ropa interior. Al cabo de los diez primeros minutos Randy pudo oír el rápido e intermitente castañeteo de sus dientes. LaVerne había tratado de acercarse a Deke, pero el la rechazó suavemente pero con suficiente firmeza.

—Ahora déjame en paz —le dijo.

Ella se sentó con los brazos cruzados sobre los senos y cogiéndose los codos con las manos, tiritando. Miró a Randy, diciéndole con los ojos que podía volver y rodearle los hombros con su brazo, que ahora estaba bien.

Pero él desvió la vista y volvió a fijarla en el círculo inmóvil en el agua, que se limitaba a flotar allí, sin acercarse más pero tampoco alejándose. Miró hacia la orilla y distinguió la playa, una media luna blanca, espectral, que parecía flotar. Los árboles detrás de la playa formaban un horizonte oscuro y voluminoso. Creyó que podía ver el Camaro de Deke, pero no estaba seguro.

—Nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos venido aquí dijo Deke, pensativo.

—Exactamente —replicó Randy.

—No se lo hemos dicho a nadie.

—No.

—Así que nadie sabe que estamos aquí.

—No.

—¡Basta! —gritó LaVerne—. ¡Basta, me estáis asustando!

—Cierra las tragaderas —dijo Deke en tono ausente, y Randy rió a pesar suyo… No importaba cuántas veces Deke dijera eso, siempre le hacía desternillarse—. Si tenemos que pasarnos la noche aquí, la pasamos. Mañana alguien nos oirá gritar. No estamos en medio del desierto australiano, ¿verdad, Randy? —Randy no dijo nada—. ¿No es cierto?

—Ya sabes dónde estamos —respondió Randy—. Lo sabes tan bien como yo. Nos desviamos de la carretera Cuarenta y uno y recorrimos ocho kilómetros de camino vecinal…

—Con casas de campo cada quince metros…

—Casas de campo que sólo están habitadas en verano. Estamos en octubre y no hay nadie en ellas. Llegamos aquí y tuviste que rodear la condenada verja, con carteles de «prohibido el paso» cada cinco metros.

—¿Y qué? Algún vigilante…

Ahora Deke parecía algo irritado, un poco desconcertado. ¿Estaba un poco asustado por primera vez aquella noche, aquel mes, aquel año, quizá por primera vez en toda su vida? Un pensamiento temible cruzó por su mente: Deke estaba perdiendo su virginidad en lo que respectaba al miedo. Randy no estaba seguro de que fuera así, pero no podía evitar la idea… y le procuraba un placer perverso.

—No hay nada que robar, nada que destruir —replicó Si hay algún vigilante, lo más probable es que se asome por aquí una vez cada dos meses.

—Cazadores…

—Sí, el mes que viene —dijo Randy, y cerró la boca de golpe.

También había conseguido asustarse.

—Quizá nos dejará en paz —dijo LaVerne. En sus labios apareció una sonrisa patética, indecisa—. Quizá sólo… bueno…, nos dejará en paz.

—Puede que los cerdos… —empezó a decir Deke.

—Se está moviendo—le interrumpió Randy.

LaVerne se incorporó de un salto. Deke se acercó a Randy y por un momento la balsa se ladeó, haciendo que el corazón de Randy galopara de nuevo y que LaVerne reanudara sus gritos. Entonces Deke retrocedió un poco y la balsa se estabilizó, con el ángulo frontal izquierdo (el del lado que estaba frente a la orilla) un poco más inclinado hacia abajo que el resto de la balsa.

La cosa llegó con una velocidad oleaginosa y aterradora, y cuando se aproximó más Randy vio los mismos colores que Rachel había visto: fantásticos rojos, amarillos y azules trazando espirales en una superficie de ébano como plástico liso u oscuro y flexible acetato. Subía y bajaba con las olas, y ese movimiento cambiaba los colores, hacía que girasen y se mezclaran. Randy se dio cuenta de que iba a caer, iba a precipitarse directamente sobre aquella cosa, notaba cómo se estaba inclinando…

Con sus últimas fuerzas se llevó el puño derecho a la nariz, con el gesto de un hombre que ahoga la tos, pero un poco más arriba y con un movimiento más brusco. Sintió el dolor del golpe y notó que la sangre le corría por el rostro. Entonces pudo retroceder, gritando:

—¡No lo mires, Deke! ¡No lo mires! ¡Los colores te atontan!

—Está tratando de meterse debajo de la balsa —dijo Deke sombríamente—. ¿Qué es esa mierda, Cisco?

Randy miró con mucho cuidado y vio que la cosa rozaba el costado de la balsa, aplanándose y adoptando la forma de media pizza. Por un momento pareció amontonarse allí, espesándose, y tuvo una alarmante visión de la negrura que se acumulaba lo suficiente para saltar a la superficie de la balsa.

Entonces se apretujó debajo. Randy creyó oír un ruido momentáneo, un ruido áspero, como un rollo de lona empujado a través de una ventana estrecha, pero quizá sólo era una figuración de sus nervios sobreexcitados.

—¿Se ha metido debajo? —inquirió LaVerne, con algo curiosamente indiferente en su tono, como si tratara con todas sus fuerzas de parecer natural, pero también gritaba—: ¿Se ha metido debajo de la balsa? ¿Está debajo de nosotros?

—Sí —dijo Deke, y miró a Randy—: Voy a tratar de volver a nado ahora mismo. Si está debajo, tengo una buena oportunidad.

—¡No! —gritó LaVerne—. No nos dejes aquí, no…

—Soy rápido —dijo Deke, mirando a Randy e ignorando por completo a la muchacha—. Pero tengo que ir mientras esté ahí debajo.

Randy tuvo la impresión de que su mente corría a velocidad supersónica… De algún modo untuoso, nauseabundo, aquello era regocijante, como los últimos segundos antes de incorporarte a la corriente de un vulgar desfile de carnaval. Tuvo tiempo de oír los barriles debajo de la balsa, entrechocando con un sonido hueco, de oír el rumor seco de las hojas de los árboles más allá de la playa, bajo la ligera brisa, de preguntarse por qué la cosa se había metido debajo de la balsa.

—Bien —le dijo a Deke—, pero no creo que lo consigas.

—Lo conseguiré —replicó Deke, y empezó a ir hacia el borde de la balsa.

Dio un par de pasos y se detuvo.

Su respiración se había acelerado, su cerebro había preparado el corazón y los pulmones para nadar los cincuenta metros más rápidos de su vida, y ahora la respiración se detenía, como todo lo demás, se paraba en mitad de una inhalación. Volvió la cabeza y Randy vio el abultamiento de los músculos del cuello.

—¿Cisco? —dijo en tono de sorpresa, con la voz ahogada, y entonces Deke se puso a gritar.

Gritaba con una intensidad asombrosa, con grandes aullidos de barítono que se aguzaban hasta frenéticos niveles de soprano. Eran lo bastante elevados para resonar desde la orilla con seminotas espectrales. Al principio Randy pensó que sólo gritaba, pero entonces se dio cuenta de que decía una palabra, no, dos palabras, las mismas dos palabras una y otra vez.

—¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie! ¡Mi pie!

Randy bajó la vista. El pie de Deke había adquirido un raro aspecto aplastado. El motivo era evidente, pero al principio la mente de Randy se negó a aceptarlo… Era demasiado imposible, demasiado demencialmente grotesco. Mientras miraba, algo tiraba del pie de Deke en el espacio entre dos de las tablas que formaban la superficie de la balsa.

Entonces vio el brillo opaco de la cosa negra más allá del talón y los dedos del pie derecho sutilmente deformado de Deke, un brillo opaco en el que se movían giratorios y malévolos colores.

La cosa se había apoderado del pie («¡Mi pie!», gritó Deke, como para confirmar esta deducción elemental. «¡Mi pie, oh, mi pie, mi PIEEE!»). Había pisado una de las grietas entre las tablas (Randy entonó mentalmente una cancioncilla absurda: «Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado») y la cosa estaba allí, al acecho. La cosa había…

—¡Tira del pie! —gritó de súbito—. ¡Tira, Deke, maldita sea, tira!

—¿Qué ocurre? —vociferó LaVerne, y Randy se percató vagamente de que no sólo le agitaba el hombro, sino que le hundía las uñas en forma de pala, como garras.

La chica no iba a ser absolutamente de ninguna ayuda. Le dio un codazo en el estómago, y ella emitió un ruido ronco y ahogado, cayó hacia atrás y quedó sentada. Randy saltó hacia Deke y le cogió de un brazo.

Era duro como mármol de Carrara, y cada músculo sobresalía como la costilla de un esqueleto de dinosaurio esculpido. Tirar de Deke era como tratar de arrancar un gran árbol del terreno donde estaba plantado, con raíces y todo. Deke miraba el cielo, de un regio color púrpura después del crepúsculo, con los ojos vidriosos e incrédulos, y seguía gritando, gritaba más y más…

Randy bajó la vista y vio que el pie de Deke ya había desaparecido hasta el tobillo por entre la grieta de las tablas. La grieta no tendría más de medio centímetro de anchura, un centímetro a lo sumo, pero el pie había pasado por allí. La sangre corría por las tablas blancas en espesos y oscuros riachuelos; la sustancia negra, como de plástico caliente, latía en la grieta, arriba y abajo, como el latido de un gran corazón.

«Tengo que sacarle de ahí. Tengo que sacarle enseguida o no podremos sacarle nunca… Aguanta, Cisco, por favor, aguanta…»

LaVerne se puso en pie y se apartó del retorcido árbol humano que era Deke, gritando en el centro de la balsa anclada bajo las estrellas de octubre en Cascade Lake. Sacudía la cabeza, pasmada, los brazos cruzados sobre el vientre, donde le había alcanzado el golpe propinado por Randy con el codo.

Deke se apoyaba contra él, moviendo los brazos estúpidamente. Randy bajó la vista y vio la sangre que brotaba de la espinilla de Deke, ahora afilada como la punta de un lápiz, sólo que aquella punta era blanca en vez de negra: era un hueso apenas visible.

La sustancia negra se agitó de nuevo, succionando, devorando.

Deke aulló.

«No vas a jugar de nuevo con ese pie, pero qué pie, ja, ja», musitó la mente de Randy. Siguió tirando de Deke con toda su fuerza, y seguía siendo como tirar de un árbol enraizado en el suelo.

Deke volvió a tambalearse, y ahora lanzó un chillido largo y perforador que hizo retroceder a Randy, el cual también gritó y se cubrió los oídos con las manos. La sangre brotó de los poros en la pantorrilla y la espinilla de Deke, y la rótula había adquirido un aspecto púrpura y prominente, como si tratara de absorber la tremenda presión que recibía mientras la cosa negra tiraba de la pierna de Deke hacia abajo, a través de la estrecha grieta, centímetro a centímetro, con una angustiosa continuidad.

«No puedo ayudarle. ¡Qué fuerte debe de ser! Ahora no puedo hacer nada por él. Lo siento, Deke, lo siento mucho…»

—Abrázame, Randy—gritó LaVerne, aferrándose a él, hundiendo la cabeza en su pecho—. Abrázame, por favor, ¿quieres?

Esta vez él lo hizo.

Sólo más tarde Randy comprendió algo terrible: casi con toda seguridad ellos dos podrían haber cruzado a nado hasta la orilla, mientras la cosa negra se ocupaba de Deke…, y si LaVerne no hubiera querido, podría haberlo hecho él solo. Las llaves del Camaro estaban en los téjanos de Deke, en la playa. Podría haberlo conseguido…, pero se dio cuenta de ello demasiado tarde.

Deke murió cuando su muslo empezaba a desaparecer por la estrecha grieta de entre las tablas. Minutos antes había dejado de gritar. Desde entonces sólo había emitido unos gruñidos confusos, viscosos. Entonces éstos también cesaron. Cuando perdió el sentido y cayó hacia delante, Randy oyó que el resto de fémur que quedaba en su pierna derecha se quebraba como una rama tierna.

Un instante después Deke alzó la cabeza, miró vacilante a su alrededor y abrió la boca. Randy pensó que iba a gritar de nuevo, pero lo que hizo fue vomitar un gran chorro de sangre, tan espesa que era casi sólida. El cálido y viscoso líquido salpicó a Randy y a LaVerne, la cual reanudó sus gritos, ahora con voz ronca.

—¡Aaaagh! —exclamó, con el rostro contorsionado, medio loca de repugnancia—. ¡Aaaagh! ¡Sangre! ¡Aaaagh, sangre! ¡Sangre!

Se frotó frenéticamente y sólo logró extender la sangre por todas partes.

La sangre brotaba de los ojos de Deke con tal fuerza que la intensidad de la hemorragia casi los había extraído de sus órbitas. Randy pensó: «¡Para que luego hablen de vitalidad! ¡Dios mío, mira eso! ¡Es como una condenada boca de incendio humana! ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!».

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