Read Horror 2 Online

Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (17 page)

Su tono se ha vuelto desagradable y ahora mira cara a cara a Doc. Oculta por el movimiento de su cuerpo, su mano se cierra alrededor de un pasador alineado junto con otros cerca de la borda.

Al dar un paso hacia delante, Doc ve el arma y retrocede con gesto aprensivo.

—Tal como yo lo veo, borracho, eres más un estorbo que una ayuda. ¿Por qué iba a repartir el dinero contigo? Yo fui el que localizó las armas e hizo el trato.

Acosado por Al, Doc retrocede hacia la popa, que tiene forma de abanico.

—Por favor, Al, por favor…

Al esboza una sonrisa asesina y se lanza hacia adelante con el pasador en alto, dispuesto a descargar el golpe. Doc se cubre la cabeza con los brazos y salta hacia un lado. Sus piernas chocan con la palanca que sirve para arrojar el ancla.

Con un enorme estruendo, la cadena empieza a deslizarse, azotando la cubierta como una enorme serpiente de hierro. Empujado por su propio impulso, incapaz de detenerse, Al choca con la cadena y pierde el equilibrio. Sus brazos se agitan al caer. Chilla cuando la cadena le atrapa y le lanza contra la borda. Chilla de nuevo.

Doc, aturdido, mira a Al que yace en la cubierta. Al se retuerce de un lado a otro, apretándose el pecho con un brazo.

—¡Mi mano! ¡Cómo me duele!

—Ya no tienes mano, Al. La cadena te la ha arrancado.

Los ojos de Al se abren desmesuradamente.

—No… ¡No!

Se desploma.

Durante un largo momento Doc permanece con la mirada clavada en la figura inmóvil tendida a sus pies. El loro golpea la jaula con sus garras y profiere agudos chillidos.

—Has tratado de matarme, Al. Si fuera inteligente, te arrojaría por la borda. Eres un animal. Un salvaje. Nunca te he oído decir una palabra amable a nadie. Te gusta hacer daño a la gente. Odias a todos y a todo. No tienes ningún rasgo bueno, como no sea lo que sientes por ese horrible pájaro. Sólo que…, sólo que no soy capaz de hacerlo. Lo que dijiste hace un rato es verdad. Fui médico. Puede que no fuera un médico muy bueno, pero mi tarea consistía en salvar vidas, no en segarlas. Tú no lo comprendes, ¿verdad, Al?

El loro chilla estrepitosamente mientras Doc empieza a arrastrar a Al hacia el camarote. Una vez dentro de la minúscula estancia, levanta a Al y lo deposita en el único camastro que hay en ella. Busca debajo del camastro y saca un maletín negro lleno de instrumentos relucientes y frasquitos. Sigue buscando en el fondo del maletín y saca una botella de whisky, rompe el precinto, bebe un largo trago y vuelve a colocar el tapón en su sitio. Registra los bolsillos de Al, saca el grueso fajo de billetes y se lo guarda en el bolsillo de su propia chaqueta. Luego, sacando una jeringa hipodérmica del maletín, la llena con el contenido de uno de los frasquitos e inyecta el líquido en el brazo de Al antes de emprender la tarea de lavarle y vendarle la herida.

Cuando Al descansa ya tranquilamente, Doc sube a cubierta. Durante un rato contempla la niebla movediza que impide ver el agua. Escucha el monótono ruido del motor y, finalmente, se duerme.

Pasa el tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Doc no lo sabe. Algo le despierta. Se incorpora rápidamente y mira a su alrededor, pero no ve nada. Aguza el oído. Sólo se oye el ruido del motor, del agua y los chillidos del loro. Parpadeando, Doc se levanta y se dirige a proa para echarle un vistazo a Al. Al inclinarse sobre la figura inmóvil que yace en el camastro, Al abre los ojos.

—Tranquilo —dice Doc—. Ya no tienes mano derecha, pero si te cuidas hasta que lleguemos a tierra, te pondrás bien.

Al apartar la manta para echar un vistazo, la cara se le pone pálida. Sus ojos muestran una expresión de horror.

—¿Qué pasa? —pregunta Al, atemorizado.

La voz de Doc está impregnada de sorpresa e incredulidad.

—Tu mano…

Al intenta levantarse.

—¡Es imposible! —exclama Doc con voz apagada—. Tu mano… ¡ha vuelto a crecer!

Y así es. Exceptuando una leve línea blanca alrededor de la muñeca derecha de Al, sus manos están enteras y perfectas.

Se ha producido un milagro y Doc tarda en reponerse de su asombro. Examina la mano.

—Flexiona los dedos —ordena a Al.

Al, sin entender del todo lo que está pasando, obedece la orden.

—Es fantástico —dice Doc—. La he visto cercenada… La he visto con mis propios ojos… Yo mismo he recortado la carne y te he puesto el vendaje.

Al nunca ha visto a Doc de esa manera.

—Quizás has tenido visiones. Dicen que es lo que ocurre cuando empinas el codo demasiado a menudo.

—Sé muy bien lo que he visto —dice Doc—. Cuando te lanzaste contra mí con el pasador…

Se interrumpe al recordar que Al ha intentado matarle.

Al se mueve, agitado, pero ahora la atención de Doc está concentrada en el milagro.

—Mira —dice—. Esto no había pasado jamás en la historia de la medicina. Existen ciertos gusanos que poseen la facultad de reponer las partes de sí mismos que pierden. Puedes cortar uno de ellos en dos trozos, y cada uno de los dos se convierte en un gusano independiente. Los llaman plenarias. Ciertas formas de vida marina también poseen esa facultad, pero jamás la ha poseído un ser humano. —Mira a Al con expresión enloquecida—. ¿Sabes qué significa esto? ¿Sabes cuánto vale un secreto como éste?

Al oír hablar de dinero, Al presta atención.

—Si esta cosa pudiera aislarse… si pudiera reducirse a fórmulas y sintetizarse, valdría una fortuna. El hombre que fuese capaz de hacer que los brazos y las piernas creciesen de nuevo se haría inmensamente rico.

—¿Adonde quieres ir a parar, Doc?

—En alguna parte de tu interior, de tu sangre o tus genes, hay un secreto. El hombre que lo descubra pasará a la historia de la medicina. Yo podría ser ese hombre.

—Aguarda un minuto…

—Podría sacar muestras de tu sangre y llevar a cabo una serie de análisis. Y si no está en la sangre…

—Si crees que voy a permitir que un borracho como tú me clave cuchillos, es que te has vuelto loco.

Doc se entusiasma con la visión. Se ve a sí mismo vestido de blanco, rodeado de otros médicos que le miran con admiración, convertido en una figura que inspira respeto y temor.

—Me habrías matado de no ser por la cadena del ancla —dice—. Yo te he salvado la vida. Te estabas desangrando y hubieras muerto. Me la debes.

—Yo no te debo nada.

Al se incorpora en el camastro y se mete la mano en el bolsillo donde llevaba el dinero. Ha desaparecido.

—¡El dinero! Lo tenía en el bolsillo…

Su voz adquiere un tono peligroso.

Pero a Doc ya han dejado de importarle el dinero y la rabia de Al. Ve que el porvenir se le escapa.

—¡Olvídate del dinero! —exclama—. Esto es más importante que el dinero. Quiero hacer experimentos…

Al comienza a ponerse en pie.

—Quieres tumbar a Al Lucho sobre una mesa para poder degollarlo, ¿verdad? ¿Quieres cortarlo en pedazos para transformarlo en suero?

Y ahora Doc sabe que ha perdido, que Al no tiene la menor intención de cooperar en sus planes. Su mano se cierra sobre un grueso palo que hay en el suelo del camarote.

—Pero, Al, tienes que permitírmelo. No puedo consentir que te niegues. No tienes ningún derecho a…

Presa de la histeria, trata de golpear a Al con el palo, pero el otro esquiva el golpe y se lanza sobre él. Agarrando a Doc por la garganta, lo hace retroceder violentamente contra un mamparo y empieza a apretar. Doc araña los dedos y se retuerce débilmente.

De pronto se oye un ruido en cubierta, un sonido fuerte, como de pasos. Al se pone rígido y escucha.

—¿Qué ha sido eso? —Sus dedos aflojan ligeramente la presión. Ladea la cabeza—. Ha sido como si hubiese alguien ahí fuera.

Doc se libera de los dedos que lo asfixian. Da boqueadas tratando de coger aire, sollozando. De nuevo oyen el ruido de pasos que se arrastran. Los ojos de Doc se mueven rápidamente de un lado a otro. Mira a Al con súbito horror.

—¡La mano! —exclama—. ¿Qué le ha pasado a la mano?

—¿De qué estás hablando?

—¿Recuerdas lo que te he dicho sobre los gusanos, que puedes cortar uno en dos trozos y cada uno de ellos se transforma en un gusano independiente?

—No…

—Dos trozos. Dos gusanos. ¿No comprendes?

Y ahora Al comprende a dónde quiere ir a parar Doc. Pero se niega a creerlo.

Doc aprovecha la confusión momentánea de Al. Sus ojos se dirigen hacia el delgado bisturí que yace en la mesita empotrada que hay junto al camastro. Sin dejar de hablar, se acerca poco a poco al bisturí.

—La mano, Al. La cadena del ancla la atrapó. Está ahí fuera en la cubierta, en alguna parte, quizás en la sentina, bañada por el agua de mar. Tú nunca has examinado el agua del mar con un microscopio, Al. Pero yo, sí. Está llena de microbios y bacterias. Es como una sabrosa sopa llena de cosas vivas.

Al ya está temblando y Doc se encuentra ahora mucho más cerca del bisturí. La mano tiembla sobre él, los dedos se alargan para cogerlo.

—¿Te la imaginas ahí abajo, tomando sustancia del mar? ¿Creciendo? ¿Cambiando? Coges un gusano y lo cortas en dos trozos y se convierte en dos gusanos. A ti te han cortado en dos partes, Al, y a una de las partes le ha salido una mano.

—¡No! No es posible…

—¿Qué le ha salido a la otra parte, Al?

—¡Cállate!

—¿Qué hay ahí fuera en la cubierta, Al?

Pero Doc ha ido demasiado lejos. Empujado por el terror, Al se vuelve rápidamente hacia él y ve que los dedos de Doc se cierran en torno al bisturí. Al profiere un alarido y salta hacia delante. Durante un momento frenético luchan por apoderarse del bisturí. Luego Al, que es más fuerte, vence a Doc. Le arranca el bisturí de la mano y se lo clava.

Doc suelta un gruñido y se desploma.

Al respira con dificultad, contemplando el cuerpo que yace en el suelo. Luego alza la cabeza y sus fosas nasales se estremecen. Vuelve a oírse el extraño ruido.

Empuñando el bisturí, se acerca a la puerta del camarote y sus ojos tratan de penetrar en la oscuridad del exterior. Nada. Abre la puerta cautelosamente y sale por la abertura con el bisturí en ristre. Avanza con sigilo dos pasos, escuchando con atención.

De pronto, una mano surge de las tinieblas y le golpea el hombro. Al da un respingo, hay una figura gruesa, enorme…

Un grito involuntario se escapa de los labios de Al cuando ve la cara de la figura. Es él mismo, sus ojos y sus labios, su estructura ósea. Pero no acaba de ser lo mismo. El rostro aparece inacabado, como si lo hubiera esculpido un artista que, empujado por la prisa, se hubiera olvidado de algunos rasgos esenciales.

Atónito, paralizado por el terror, Al retrocede torpemente. Ya no se acuerda del bisturí que tiene en la mano. La figura le sigue. Las manos de la figura son como garras sueltas. Al nota que choca con la borda, que esta cede, y se da cuenta de que cae, cae… Luego la negrura lo envuelve todo.

La figura se aleja de la borda, entra en el camarote y saca el fajo de billetes del bolsillo de Doc. Luego saca el cuerpo de Doc a cubierta y lo arroja por la borda. Soltando una risita diabólica, empieza a contar los billetes.

Se oye un chillido agudo y la figura alza los ojos. El loro, Conchita, se mueve frenéticamente en el interior de la jaula.

Una expresión aviesa se dibuja en el rostro de la figura que arranca la jaula de la cuerda que la sostiene, la alza en el aire y la arroja hacia las tinieblas. Luego sonríe y avanza hacia la proa de la lancha para guiarla hacia un puerto lejano.

Todos nos estamos muriendo

George Clayton Johnson

E
ntró en la ciudad, nueva y desconocida, aparcó el coche enfrente del hotel de la calle principal y se apeó.

—¡Sam!—dijo una voz—. ¡Sam Windgate!

Un hombre de amplias espaldas que vestía un traje oscuro se acercaba apresuradamente hacia él con la mano extendida.

Su respuesta fue automática. Golpeó al hombre en la espalda y le estrujó varias veces la mano.

—Me alegro de verte otra vez —dijo con vehemencia—. Ahora tengo prisa, pero iré a verte cuando termine.

—Encontrarás mi nombre en la guía, Sam —dijo el hombre, sonriendo.

Entró en el hotel y se detuvo para comprar un paquete de cigarrillos. La chica que había detrás del mostrador acristalado se volvió hacia él con una sonrisa efusiva en los labios. La sonrisa se esfumó al verle la cara.

—Eres Fred, ¿verdad? —dijo la chica—. Fred Black.

El hombre la miró sin decir nada.

—Te veo extraño —dijo ella—. ¿No esperabas que me acordase de ti?

El hombre siguió callado, escudriñando el rostro de la muchacha.

—¿Creíste que me olvidaría de las cosas que dijiste? ¿De las promesas que me hiciste?

—Claro que no —dijo él.

—No comprendo cómo te has atrevido a volver por aquí después de todo lo que pasó.

—Y, pese a ello —dijo el hombre—, aquí estoy.

—Sí —dijo ella—, aquí estás.

El hombre hizo ademán de tocar la mano que la muchacha tenía apoyada en el mostrador de cristal. La muchacha la retiró con rapidez. El hombre sonrió tentativamente. Ella, sonrojándose, se humedeció los labios con la lengua.

—He vuelto por una razón.

Sus ojos recorrieron atrevidamente el cuerpo de la chica.

—Es demasiado tarde—dijo ella, mirando hacia otro lado.

—Quizá no —dijo él.

Los ojos de la muchacha se cruzaron con los suyos y el hombre pudo ver que estaban muy abiertos y húmedos; luego, ella se volvió y empezó a ocuparse de los artículos que había detrás del mostrador.

El hombre salió del hotel.

En el Wagon Wheel Cafe, adonde fue para almorzar, la camarera se acercó rápidamente a su mesa.

—¡Ben! —dijo—. ¡Ben Hoffmier!

El hombre sonrió de un modo forzado y alzó la vista.

—Vaya, vaya —dijo la camarera, inclinándose ante él—. ¿Cuándo has llegado a la ciudad?

Estaba tan cerca, que el hombre notó el olor limpio del jabón en su piel.

—Acabo de llegar—dijo él.

—¿Dónde está Evie? ¿Todavía tienes aquel restaurante en Grosse Point?

—Bueno, bueno —dijo tranquilamente el hombre—. Las cosas de una en una.

La camarera frotó la mesa con un trapo húmedo, rozando el hombro del hombre con su cuerpo.

Mientras ella hablaba, el hombre iba clasificando las palabras, los tonos, las inflexiones, sopesándolo todo y asignando a cada cosa su valor.

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