La sangre también brotaba de las orejas de Deke, cuyo rostro era un horrendo nabo púrpura, hinchado hasta la deformación por la presión hidrostática de alguna inversión increíble; era el rostro de un hombre bajo el brazo de un oso de fuerza monstruosa e insondable.
Y entonces, de repente, falleció.
Deke volvió a derrumbarse hacia delante, el cabello colgando sobre las ensangrentadas tablas de la balsa, y Randy vio con repugnancia y estupor que incluso el cuero cabelludo de Deke había sangrado.
Oyó unos ruidos que procedían de debajo de la balsa, unos sonidos de succión.
Entonces fue cuando su mente, tambaleante y sobrecargada, tuvo la idea de que podría nadar hasta la orilla, con buenas probabilidades de conseguirlo, mientras la cosa estaba ocupada con Deke. Pero LaVerne se había vuelto muy pesada en sus brazos, siniestramente pesada. Él miró su rostro relajado, le abrió un párpado que sólo reveló el blanco del ojo, y supo que no se había desmayado, sino que sufría lo que los médicos Victorianos llamaban un desfallecimiento profundo, un estado de inconsciencia por conmoción.
Randy miró la superficie de la balsa. Podría tender allí a la muchacha, naturalmente, pero las tablas no tenían más de treinta centímetros de anchura. En verano la balsa tenía un trampolín adosado, pero eso por lo menos lo habían retirado y almacenado en alguna parte. No quedaba más que la superficie de la balsa, catorce tablas, cada una de treinta centímetros de anchura y seis metros de largo. Era imposible tender a la muchacha sin que su cuerpo inconsciente estuviera encima de varias de aquellas grietas.
«Una grieta has pisado y a tu madre has deslomado.»
«Calla.»
Y entonces su mente susurró tenebrosamente: «Hazlo de todos modos. Déjala en el suelo e intenta salvarte a nado».
Pero no lo hizo, no podía hacerlo. Aquella idea le producía un horrible sentimiento de culpabilidad. Ella era una gran chica.
Deke se derrumbó.
Randy sostuvo a LaVerne en sus doloridos brazos y observó cómo su amigo era absorbido. No quería hacerlo, y durante unos largos segundos que incluso podrían haber sido minutos, desvió el rostro por completo, pero su mirada siempre volvía allí.
Cuando Deke murió, pareció que aquello sucedía con más rapidez.
El resto de su pierna derecha desapareció, y la izquierda se extendió más y más, hasta que Deke pareció un bailarín de ballet con una sola pierna, ejecutando una imposible figura despatarrada. Se oyó el crujido de la pelvis al romperse y entonces, cuando el estómago de Deke empezó a hincharse siniestramente a causa de una nueva presión, Randy desvió la vista durante un buen rato, procurando no oír los húmedos sonidos, tratando de concentrarse en el dolor de sus brazos. Pensó que quizá podría hacerla virar, pero de momento era mejor sentir el dolor pulsátil en brazos y hombros, pues aquello le daba algo en qué pensar.
Desde atrás le llegó un sonido como de fuertes dientes mascando caramelos duros. Cuando miró atrás, vio que las costillas de Deke se introducían en la grieta. Tenía los brazos alzados, y parecía una obscena parodia de Richard Nixon haciendo el signo de la victoria que había enloquecido a los manifestantes en los años sesenta y setenta.
Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera, como si se la estuviera sacando a su amigo.
Randy apartó la vista de nuevo y miró al otro lado del lago. «Busca luces», se dijo. Sabía que no había ninguna luz en aquellos alrededores, pero de todos modos lo dijo. «Busca luces por ahí, alguien tiene que estar pasando la semana en este lugar, alguien que no quiera perderse el color de la vegetación en otoño y haya venido con su Nikon, a la familia le encantarán las diapositivas.»
Cuando volvió a mirar, los brazos de Deke estaban rectos. Ya no era Nixon; ahora era un árbitro de fútbol indicando falta.
La cabeza de Deke parecía sentada sobre las tablas.
Los ojos todavía estaban abiertos.
Aún tenía la lengua fuera de la boca.
—Oh, Cisco —musitó Randy, y de nuevo desvió la vista.
Ahora, Randy sentía un dolor lacerante en los brazos y los hombros, pero seguía sosteniendo a la muchacha en sus brazos. Miró hacia el extremo más alejado del lago que estaba a oscuras. Las estrellas brillaban en el cielo negro, como fría leche derramada de algún modo allá en lo alto y suspendida en el espacio.
«Ahora desaparecerá. Ya puedes mirar. De acuerdo, sí, bueno. Pero no mires. Sólo por seguridad, no mires. ¿Convenido? Convenido. Definitivamente.»
Así que miró de todos modos y tuvo tiempo de ver los dedos de Deke que se deslizaban hacia abajo. Se movían; probablemente el movimiento del agua bajo la balsa se transmitía a la insondable cosa que había capturado a Deke, y ese movimiento se transmitía a los dedos de éste. Sí, probablemente, pero a Randy le pareció como si Deke le hiciera un gesto de despedida, como si le dijera adiós. Por primera vez notó una angustiosa sacudida en su mente, que pareció ladearse como la misma balsa se había ladeado cuando los cuatro estaban de pie en el mismo lado. Se enderezó por sí misma, pero Randy comprendió de súbito que la locura, la auténtica demencia, quizá no estaba tan lejos como había pensado.
El anillo de Deke, un trofeo futbolístico ganado en los campeonatos de 1981, se deslizó lentamente del dedo anular de su mano derecha. La luz de las estrellas perfilaba el oro y jugaba en los diminutos canales entre los números grabados, 19 a un lado de la piedra rojiza, 81 en el otro. El anillo se separó del dedo; era demasiado grande para pasar por la grieta y, naturalmente, no podía comprimirse.
Quedó allí. Era todo lo que ahora quedaba de Deke, el cual había desaparecido. No habría más chicas morenas de ojos negros, se acabaron los golpecitos rápidos en el trasero de Randy con una toalla mojada cuando salía de la ducha, no habría más escapadas desde el centro del campo, con los seguidores levantándose entusiasmados en las gradas y las animadoras histéricas dando volteretas en las líneas de banda. Se acabaron las carreras rápidas al anochecer en el Camaro, con una cinta de Thin Lizzy sonando estruendosa en el cassette. Se acabó Cisco kid.
Volvió a oír aquel débil sonido áspero, como de un rollo de lona empujado lentamente a través de una rendija en una ventana.
Randy estaba descalzo sobre las tablas. Bajó la vista y vio las ranuras a cada lado de sus pies, súbitamente llenas de la negrura viscosa. Sus ojos se desorbitaron. Pensó en cómo la sangre había brotado de la boca de Deke en forma de una cuerda casi sólida, en cómo los ojos de Deke sobresalían como si tuvieran muelles cuando las hemorragias causadas por la presión hidrostática reducían a pulpa su cerebro.
«Me huele. Sabe que estoy aquí. ¿Puede subir? ¿Puede subir a llaves de las grietas? ¿Puede? ¿Puede?»
Bajó la mirada, sin notar ahora el peso muerto de LaVerne, fascinado por la enormidad del interrogante, preguntándose qué sensación produciría aquella sustancia cuando fluyera sobre sus pies, cuando se aferrara a él.
La cosa negra se irguió casi hasta el borde de las hendiduras (Randy se puso de puntillas sin tener conciencia de lo que hacía), y entonces descendió. Volvió a oírse el ruido sordo de lona restregada, y de repente Randy volvió a verla en el agua, un gran lunar oscuro, ahora quizá de cinco metros de diámetro, que subía y bajaba con las ondas suaves, subía y bajaba, subía y bajaba, y cuando Randy empezó a ver los colores que latían de modo uniforme en la superficie, apartó la vista.
Tendió a LaVerne, y en cuanto sus músculos perdieron la rigidez que los atenazaba, los brazos empezaron a estremecerse frenéticamente. Dejó que temblaran. Se arrodilló junto a ella, la cabellera extendida sobre las tablas blancas, formando un oscuro abanico irregular. Se arrodilló y contempló aquel lunar oscuro en el agua, preparado para alzarla de nuevo si veía que empezaba a moverse.
Empezó a abofetearla ligeramente, primero en una mejilla y luego en la otra, adelante y atrás, como un segundo tratando de hacer volver en sí a un púgil, pero LaVerne no quería volver en sí. LaVerne no quería apostar y recoger doscientos dólares. LaVerne había visto bastante. Pero Randy no podía custodiarla toda la noche, levantarla como un saco de lona cada vez que aquella cosa se moviera (y, además, uno no podía mirar la cosa durante demasiado tiempo).
Pero se le ocurrió un truco, que no había aprendido en el instituto sino de un amigo de su hermano mayor. Este amigo había sido enfermero en Vietnam y sabía toda clase de trucos: cómo capturar piojos de un cuero cabelludo humano y hacerles correr en una caja de cerillas, cómo diluir cocaína en laxante de bebé, cómo coser cortes profundos con aguja e hilo ordinarios. Un día habían hablado de las maneras de volver en sí a individuos abismalmente borrachos, a fin de que no se asfixiaran con sus propios vómitos y murieran, como le había ocurrido a Bon Scott, el dirigente de AC/DC.
—¿Quieres hacer volver en sí a alguien a toda prisa? —dijo el amigo sosteniendo el catálogo de trucos interesantes entre sus manos—. Prueba esto.
Y le contó a Randy el truco que utilizó en esta ocasión.
Se agachó y mordió, tan fuerte como pudo, el lóbulo de una oreja de LaVerne.
La sangre caliente y amarga le salpicó la boca. Los párpados de LaVerne se abrieron como persianas. Gritó con una voz ronca, reverberante, y golpeó al muchacho. Randy alzó la vista y sólo vio el extremo de la cosa, pues el resto estaba ya debajo de la balsa. Se había movido en el más absoluto silencio con una velocidad espectral, horrible.
Alzó de nuevo a LaVerne, aunque sus músculos lanzaban aullidos de protesta y trataban de acalambrarse. Ella le golpeaba el rostro, y uno de los golpes alcanzó su sensible nariz y le hizo ver estrellas rojas.
—¡Basta! —gritó, arrastrando los pies sobre las tablas—. ¡Basta, zorra, volvemos a tenerlo encima; para ya o te tiro al agua, te juro por Dios que lo hago!
Los brazos de la muchacha dejaron de golpearle y se cerraron en silencio alrededor de su cuello, en una fatal y convulsa presa. Sus ojos parecían blancos a la luz de las estrellas.
—¡Basta! —insistió al ver que ella no le hacía caso—. ¡Basta, LaVerne, me estás ahogando!
Ella apretó más fuerte y Randy se sintió presa del pánico. El sonido hueco de los barriles había adquirido una nota más apagada, más sorda, y él suponía que era debido a la cosa que estaba debajo.
—¡No puedo respirar!
Ella aflojó un poco la presa.
—Escucha bien. Voy a bajarte. Todo irá bien si…
Pero «voy a bajarte» fue lo único que ella oyó. Sus brazos volvieron a tensarse en aquella mortífera presa. Él tenía la mano derecha en la espalda de la muchacha; la encorvó, formando una garra y la arañó. Ella pataleó, sollozando ásperamente, y por un momento Randy estuvo a punto de perder el equilibrio. Ella lo notó. El miedo, más que el dolor, hizo que dejara de debatirse.
—Ponte de pie en las tablas.
—¡No!
Randy notó su exhalación cálida y frenética en la mejilla.
—No puede cogerte si estás de pie sobre las tablas.
—No, no me bajes, me cogerá, sé que lo hará, lo sé,…
Él volvió a arañarle la espalda, y ella gritó llena de ira, dolor y temor.
—Baja o te tiro, LaVerne.
La bajó lenta y cuidadosamente, y la respiración de ambos producía unos silbidos breves y agudos, de oboe y flauta. Los pies de la muchacha tocaron las tablas, y agitó las piernas, como si las tablas estuvieran calientes.
—¡Ponte de pie! —le dijo entre dientes—. ¡No soy Deke y no puedo tenerte en brazos toda la noche!
—Deke…
—Está muerto.
Sus pies tocaron las tablas. Poco a poco Randy la soltó. Estaban uno frente al otro, como bailarines. Él pudo ver que esperaba el primer contacto de aquella cosa. Boqueaba como un pececillo.
—Randy —susurró—. ¿Dónde está?
—Debajo. Mira.
Ella lo hizo, y Randy también. Vieron la negrura que rellenaba las grietas, ahora casi en toda la extensión de la balsa. Randy percibió que la cosa estaba dispuesta a atacar, y pensó que también ella se daba cuenta.
—Randy, por favor…
—Calla.
Permanecieron allí, de pie.
Randy se había olvidado de quitarse el reloj cuando se metió en el agua, y ahora calculó quince minutos. A las ocho y cuarto la cosa negra volvió a salir de debajo de la balsa. Se deslizó hasta unos cuatro metros de distancia y se detuvo como lo había hecho antes.
—Voy a sentarme—dijo Randy.
—¡No!
—Estoy cansado. Voy a sentarme y tú vigilarás la cosa. No olvides que no debes mirarla directamente. Luego me levantaré y tú te sentarás. Lo haremos así, por turnos. Toma. —Le dio su reloj—. Quince minutos.
—Devoró a Deke —susurró ella.
—Sí.
—¿Qué es?
—No lo sé.
—Tengo frío.
—Yo también.
—Entonces abrázame.
—Ya te he abrazado bastante.
Ella dejó de insistir.
Sentarse era una delicia; no tener que vigilar a la cosa era una bendición. En cambio observaba a LaVerne, asegurándose de que sus ojos se apartaran de la cosa que flotaba en el agua.
—¿Qué vamos a hacer, Randy?
El reflexionó un momento.
—Esperar.
Al cabo de quince minutos se levantó y dejó que la muchacha se sentara primero y luego permaneciera tendida durante media hora. Luego hizo que se levantara ella y permaneció en pie durante otros quince minutos. Siguieron turnándose de este modo. A las diez menos cuarto una fría tajada de luna se levantó y trazó un camino sobre el agua. A las diez y media se oyó un grito agudo y solitario que resonaba al otro lado del agua, y LaVerne chilló despavorida.
—Calla —dijo él—, es sólo un somorgujo.
—Me estoy helando, Randy… Estoy aterida.
—No puedo remediarlo.
—Abrázame. Tienes que hacerlo. Nos abrazaremos los dos. Los dos podemos sentarnos y vigilar juntos a la cosa.
El titubeaba, pero ahora sentía el frío en la médula de los huesos, y eso le decidió.
—De acuerdo.
Se sentaron juntos, abrazados, y sucedió algo…, natural o perverso, pero sucedió. Randy sintió que se ponía rígido. Una de sus manos encontró un seno de la muchacha, envuelto en nailon húmedo, y lo apretó. Ella emitió un suspiro, y su mano se posó sobre los calzoncillos de Randy.
El deslizó la otra mano hacia abajo y encontró un lugar donde había algún calor. Tendió a la muchacha de espaldas.