Horror 2 (25 page)

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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Me eché a reír.

—De acuerdo. Dame la dirección de Jagger y tendrás mi promesa. Te aseguro que la mantendré.

El sargento meneó la cabeza lentamente.

—Es mejor que no juegues con Jagger, amigo. Jagger te comerá vivo.

Amartillé el Colt.

—De acuerdo. Está en Coleman, Massachusetts, en un albergue de esquí. ¿Puedes encontrarle?

—Lo encontraré. Vamos por tu fragmento, sargento.

El sargento me miró una vez más de arriba abajo, y luego asintió. Entramos en el dormitorio.

Una cama enorme con barrotes de latón, más periódicos, rimeros de revistas… Era un duplicado de la sala de estar. Las paredes estaban empapeladas con fotografías de mujeres. Un enorme gramófono, de esos con altavoz en forma de trompa, descansaba en el suelo.

El sargento no titubeó. Cogió la lámpara de la mesita de noche y le quitó la base. Su fragmento del mapa estaba pulcramente enrollado en el interior. Me lo tendió sin mediar palabra.

—Échamelo —le ordené.

El sargento sonrió y me lanzó el cilindro de papel.

—Ahí va el dinero—dijo.

—Voy a cumplir mi promesa. Considérate afortunado. Vamos a la otra habitación.

Algo frío se agitó en sus ojos.

—¿Qué vas a hacer?

—Procurar que no te muevas por algún tiempo. Vamos.

Volvimos a la sucia y desquiciada cocina, un elegante desfile de sólo dos personas. El sargento permaneció bajo la bombilla desnuda, de espaldas a mí, con los hombros encorvados, consciente del cañón que pronto iba a abrirle un surco en la cabeza. Estaba alzando el arma para golpearle cuando la luz parpadeó.

De pronto, la cabaña quedó totalmente a oscuras.

Me lancé a la derecha: el sargento ya se había ido. Pude oír el ruido sordo y el rumor de las hojas de periódico cuando se arrojó al suelo. Siguió un silencio profundo, total.

Esperé a que mis ojos se aclimataran a la oscuridad, pero cuando pude distinguir algo ya no había remedio. La estancia parecía un mausoleo en el que emergían mil débiles sombras, y el sargento las conocía a todas y a cada una de ellas.

Sabía quién era el sargento. Había sido difícil conseguir información sobre él. Fue sargento durante la segunda guerra mundial, y ya a nadie le importaba cuál era su verdadero nombre. Era simplemente el sargento, sanguinario y duro. Había pertenecido a un comando en la Gran Guerra.

En algún lugar de la sala, envuelto en la oscuridad, avanzaba hacia mí. Debía de conocer aquel lugar como la palma de su mano, porque no se oía ningún sonido, ni el crujido de una tabla, ni una sola pisada. Pero podía notar que se acercaba más y más, flanqueándome por la derecha o por la izquierda, o tal vez arriesgándose a aproximarse en línea recta.

El sudor de mi mano impregnaba de humedad la culata del arma, tenía que dominar el impulso de disparar frenéticamente, al azar. Era muy consciente de que tema tres porciones del pastel en mi bolsillo, y no me molestaba en preguntarme por qué se habría apagado la luz. No me lo pregunté hasta que la potente luz de una linterna se filtró a través de la ventana, barriendo el suelo con un haz caprichoso y fortuito que reveló al sargento, inmóvil y agachado a medias, uno o dos metros a mi izquierda. Sus ojos tenían un destello verdoso en el brillante cono de luz, como ojos de gato.

Tenía una reluciente hoja de afeitar en la mano derecha. De repente recordé cómo su mano se había posado en la solapa de la chaqueta, en el garaje de Keenan. Había extraído la hoja del cuello de la prenda.

El sargento dijo una sola palabra, dirigida hacia la luz de la linterna.

—¿Jagger?

No sé quién le alcanzó primero. Una pistola que, a juzgar por el ruido parecía pesada disparó una vez detrás del haz de luz, y yo apreté dos veces el gatillo del 45 de Barney, por puro reflejo. Los impactos arrojaron al sargento hacia atrás, contorsionándose, contra la pared, con fuerza suficiente para que perdiera una de las botas.

La linterna se apagó.

Disparé una vez contra la ventana, pero sólo di en el vidrio. Me tendí de lado en la oscuridad y me di cuenta de que Jagger estaba allí fuera. Y aunque tenía doce cargas de munición en el coche, no me quedaba más que una bala en el arma.

«No juegues con Jagger, amigo», había dicho el sargento. «Jagger te comerá vivo.»

Ahora tenía una idea bastante exacta de aquella estancia. Me levanté y corrí agachado, saltando sobre las piernas extendidas del sargento, y me dirigí al rincón. Me metí en la bañera y miré por encima del borde. No se oía ningún sonido. Incluso los ruidos del bosque parecían haber enmudecido. En el fondo de la bañera había una especie de arenilla, la loza desprendida en escamas del borde. Aguardé.

Transcurrieron unos cinco minutos que me parecieron cinco largas horas.

Entonces la luz se encendió de nuevo, esta vez en la ventana del dormitorio. Agaché la cabeza mientras la luz penetraba por la puerta. Tras un breve sondeo, volvió a apagarse.

Silencio de nuevo, un silencio largo y pesado. En la sucia superficie de la bañera de loza del sargento lo vi todo. Vi a Barney, con la sangre coagulada en el vientre, al sargento, paralizado bajo el haz luminoso de Jagger, la hoja de afeitar sujeta con pericia profesional entre el pulgar y el índice, y una sombra oscura sin rostro: Jagger. El quinto fragmento.

De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó una voz. Era suave y refinada, casi de mujer, pero no afeminada. Su tono me dio la impresión de que aquel hombre era implacable y muy competente.

—Eh, tú.

No me moví ni dije nada. No iba a conseguir mi número sin marcar un poco.

Cuando habló de nuevo, lo hizo a través de la ventana.

—Voy a matarte, amigo. He venido para matarlos. Ahora sólo estás tú.

Hubo una pausa mientras volvía a cambiar de posición. La próxima vez que habló lo hizo desde la ventana, por encima de mi cabeza, sobre la bañera. Sentí que las tripas me subían a la garganta. Si le diera por encender la linterna…

—No hace falta nadie más, amigo. Lo siento. —Apenas pude oír su movimiento cuando cambió a su siguiente posición, que resultó ser de nuevo la entrada—. Tengo mi parte del mapa, amigo. ¿Quieres venir a por ella?

Me entraron ganas de toser y las reprimí.

—Ven a buscarlo, amigo —dijo en tono burlón—. Todo el pastel. Ven y llévatelo.

Pero no tenía necesidad de hacerlo, y él lo sabía. Los pedazos estaban en mi poder, y ahora podría encontrar el dinero. Con su único fragmento Jagger no tenía ninguna oportunidad.

Esta vez el silencio se hizo realmente largo. Pasó media hora, una hora, no sé cuánto tiempo, la eternidad al cuadrado. La rigidez insensibilizaba mi cuerpo. Afuera soplaba el viento, imposibilitando oír nada salvo el rumor de la nieve al estamparse contra los muros. Hacía mucho frío y hacía rato que los pies se me habían quedado insensibles. Ahora empezaba a notar las piernas como si fueran bloques de madera.

Entonces, alrededor de la una y media, oí un ligero ruido, espectral, como de ratas deslizándose en la oscuridad. Mi respiración se detuvo. De algún modo, Jagger había conseguido entrar y estaba en el centro de la habitación.

No tardé en comprender de qué se trataba. El
rigor mortis
, azuzado por el frío, estaba colocando al sargento en su posición definitiva. Me tranquilicé un poco.

Y fue en aquel momento cuando la puerta se abrió de repente y Jagger irrumpió en la estancia, fantasmal y visible con su manto de blanca nieve, alto, larguirucho y desmadejado. Le di lo suyo y la bala le abrió un agujero a un lado de la cabeza. Y en el breve resplandor del disparo vi que había disparado a un espantapájaros sin rostro, vestido con los pantalones y la camisa abandonados de algún granjero. La cabeza de arpillera se desprendió del mango de escoba al chocar contra el suelo. Entonces Jagger empezó a dispararme.

Tenía una pistola semiautomática, y el interior de la bañera era como un gran címbalo hueco y resonante. Los fragmentos de loza saltaron por los aires, rebotaron en la pared y me golpearon el rostro. Las astillas de madera llovían sobre mí.

Cargó el arma, dispuesto a continuar. Iba a acribillarme en la bañera como a un pez en un barril. Ni siquiera podía asomar la cabeza.

Fue el sargento quien me salvó. Jagger tropezó con un pie grande y muerto, se tambaleó y acribilló el suelo en vez de disparar por encima de mi cabeza. Pude arrodillarme y le arrojé el gran revólver de Barney a la cabeza.

El arma le alcanzó, pero no le detuvo. Salté de la bañera para ir a por él, y Jagger, atontado por el golpe, disparó dos veces a la izquierda.

La débil silueta que era Jagger retrocedió, tratando de afinar la puntería, sujetándose con una mano la oreja, donde le había golpeado el revólver. Un disparo me atravesó la muñeca. La segunda bala me hizo un desgarrón en el cuello. Entonces, increíblemente, volvió a tropezar con los pies del sargento y cayó hacia atrás. Alzó de nuevo el arma y disparó al techo. Ésa fue su última oportunidad. De una patada, le arranqué el arma de la mano, y pude oír el ruido a madera húmeda de los huesos quebrados. Le di un puntapié en la ingle, haciendo que se doblara. Volví a patearle, esta vez en la parte trasera de la cabeza, y sus pies produjeron un rápido e inconsciente tamborileo en el suelo. Ya estaba muerto, pero le golpeé una y otra vez, le di patadas hasta dejarlo convertido en pulpa y mermelada de fresas, nada que alguien pudiera identificar jamás, ni por los dientes ni por ninguna otra cosa. Le di patadas hasta que ya no pude mover más la pierna y los dedos de los pies se tornaron insensibles.

De repente me di cuenta de que estaba gritando y que no había allí nadie para escucharme, nadie salvo hombres muertos.

Me limpié la boca y me arrodillé sobre el cuerpo de Jagger.

Mi cacharro estaba donde lo había dejado, en la esquina del terreno donde se alzaba la casa de Keenan, pero ahora no era más que un espectral montón de nieve. Había dejado el Volkswagen del sargento un par de kilómetros atrás. Confiaba en que la calefacción seguiría funcionando. Estaba completamente aterido.

Abrí la portezuela y me estremecí un poco mientras me sentaba. El rasguño del cuello ya se había coagulado, pero la muñeca me dolía terriblemente.

El
starter
funcionó durante un buen rato, y finalmente el motor se puso en marcha. La calefacción también funcionaba, y el único limpiaparabrisas eliminó la nieve en el lado del conductor. Jagger había mentido acerca de su fragmento del mapa, desde luego. No lo llevaba encima, ni tampoco estaba en el modesto Studebaker Lark que le había llevado hasta la casa del sargento. Pero yo tenía su cartera y su dirección. No lo necesitaba…, pero no creí que tendría necesidad de aquel pedazo de papel, pues el fragmento del sargento era el que estaba marcado con una equis.

Me puse en marcha con cuidado. Durante algún tiempo tendría que ser cuidadoso. El sargento había tenido razón en una cosa: Barney fue un tipo estúpido. El hecho de que también hubiera sido mi amigo ya no importaba. La deuda había sido pagada.

Tenía muchas razones para ir con cuidado.

Escuchen

Joe R. Lansdale

E
l psiquiatra vestía de azul, el color del desánimo, lo cual armonizaba con el talante de Merguson.

—Es usted el señor…

—Merguson. Floyd Merguson.

—Claro, señor…

—Merguson.

—Muy bien. Pase al consultorio.

Era un consultorio elegante, lleno de negras y elegantes sillas que tenían la textura del abdomen de un lagarto. Las paredes estaban decoradas con cuadros de color explosivo; sobre el gran escritorio de nogal descansaba una escultura metálica. Y estaba el diván, naturalmente, igual que en las películas. Era de color marrón achocolatado, con pequeños cojines en cada extremo. Parecía como si uno pudiera tenderse en él y desaparecer en su blandura.

Sin embargo, se sentaron en sillas, el psiquiatra a su lado de la mesa y Merguson en el lado del paciente.

El psiquiatra era un hombre de aspecto juvenil, con algunas canas distinguidas y prematuras en las sienes. Respondía muy bien al tipo del profesional inteligente.

—Bien, ¿cuál es exactamente su problema?

Merguson jugó nerviosamente con los dedos, se pasó la lengua por los labios y desvió la mirada.

—Vamos, vamos. Usted ha venido aquí en busca de ayuda, así que empecemos.

—De acuerdo —dijo Merguson cautamente—. Nadie me toma en serio.

—Hábleme de ello.

—Nadie me escucha, y ya no puedo soportarlo ni un momento más. Tengo la sensación de que voy a estallar si no me ayudan. A veces sólo deseo ponerme a gritar: «¡Escúchenme!». —Merguson se inclinó hacia delante y dijo en tono confidencial—: Creo que en realidad se trata de una enfermedad. Sí, ya sé que parece absurdo, pero creo que es eso y que me estoy acercando a la etapa final de la dolencia.

»Tengo la teoría de que hay personas que pasan desapercibidas para los demás, que son casi invisibles. Hay en ellos algo genéticamente equivocado responsable de que los demás les hagan caso omiso, como si tuvieran en su interior un relojito, y cuanto más se aproxima la manecilla a la hora decisiva, menos caso les hace el prójimo.

«Siempre he tenido el problema de ser tímido e introvertido…, y ésa es la primera señal de la enfermedad. O te la quitas de encima cuando eres joven, o ya no lo haces nunca. Si no lo haces, crece como un tumor canceroso y acaba consumiéndote. En mi caso el problema empeora cada año, y últimamente es peor a cada momento.

»Antes mi esposa me decía que todo esto estaba sólo en mi cabeza, pero ahora ya no se molesta en decírmelo… Bueno, empecemos por el principio, cuando llegué a la conclusión de que estaba enfermo y que no era algo que estuviera sólo en mi cabeza, ninguna clase de complejo.

»Mire, la semana pasada fui a la carnicería, la misma a la que acudo desde hace diez años. Nunca ha existido familiaridad entre el carnicero y yo, la verdad es que no he tenido familiaridad con nadie salvo con mi mujer, y ella se casó conmigo por mi dinero. Entonces por lo menos era visible, quiero decir que uno tenía que hacer algún esfuerzo para no reparar en mí, pero, Dios mío, las cosas han empeorado…

»Me estoy yendo por las ramas. Así que fui al carnicero y le pedí unos filetes de carne de primera. Entonces entra otro tipo y, mientras estoy hablando con él, le pide una libra de carne picada. Me interrumpe, fíjese. ¿Y qué sucede? Ya puede suponerlo. ¡El carnicero empieza a darle palique al tipo, envuelve una libra de carne picada y se la sirve!

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