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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Horror 2 (11 page)

Cuando regresamos a la ciudad, Virginia se vino a vivir a mi casa, porque era más grande que su apartamento. Me alegro de que nos casáramos, pero no veo a qué vino tanto jaleo. La única diferencia que hay entre estar o no estar casado es que uno vive en la misma casa que el otro, y que pasa mucho más tiempo junto al otro. Mi amigo Freddie pasaba mucho tiempo en nuestro hogar, con Virginia y conmigo, y eso también resultaba agradable. Echo de menos a Freddie casi tanto como a Virginia.

Mi esposa hizo dos cosas maravillosas por mí. Cada noche me preparaba una bebida de whisky y azúcar, según un estilo que ella llamaba antiguo, y me la daba a beber antes de irme a dormir. Les puedo asegurar que sabía muy bien.

La otra cosa maravillosa que hizo Virginia fue decirme cómo podía ser feliz.

—¿Te has sentido desanimado alguna vez, Harry? —me preguntó.

Cuando le dije que no, observé lo desilusionada que se sintió, de modo que le pregunté:

—¿Qué quieres decir?

Me dijo que todo el mundo se siente desanimado alguna que otra vez, como por ejemplo me ocurrió a mí el día anterior, cuando quise terminar de archivar unos informes, pero el portero apagó las luces de las oficinas. Me sentí furioso y tuve que tomar el autobús de regreso a casa, pues Virginia ya se había marchado con su coche. Me dijo que yo me sentí furioso contra el portero, y que eso era sentirse desanimado.

—Oh, claro —le dije, y me di cuenta de que eso la hacía feliz.

—Bien, Harry —me dijo—, ¿quieres aprender a dejar de sentirte desanimado?

—Desde luego—repliqué.

Soy un ingenuo, no un verdadero estúpido.

—Tienes que anotar todo aquello que te desanima, Harry —me dijo ella—, y entonces desaparecerá, y te sentirás mejor.

—¡Bien! —exclamé yo.

Y ella me dijo lo que debía escribir: «Echo de menos a mamá y a papá y a mi tía y durante treinta y dos años no he hecho otra cosa que trabajar. Me siento muy cansado y no quiero seguir. Lo siento. Harry». Eso fue lo que escribí en un trozo de papel, y Virginia lo cogió y lo guardó en un cajón.

—Ya verás, Harry —me dijo ella—. Ya no volverás a sentirte desanimado.

Oh, eso me hizo muy feliz. Aún recuerdo la noche en que escribí aquello, y también recuerdo cuando más tarde Virginia me trajo mi bebida al estilo antiguo. Tenía un sabor extraño, pero seguía estando buena.

Bueno, les puedo asegurar que debió de haber habido algo malo en aquella bebida, porque lo siguiente que sé es que me encontré tumbado sobre una mesa, en la funeraria, completamente desnudo. ¿Se lo pueden creer? ¡Se imaginaron que me había muerto! Una vez, en la televisión, vi a un hombre del que todo el mundo pensaba que se había muerto, pero él se sentó tan tranquilo en el funeral y los asustó a todos. Lo mismo ocurrió conmigo, aunque yo no pude sentarme. Lo intenté, pero estaba como paralizado. No pude sentarme, ni pude ayudar al hombre y a la mujer que me vistieron con un traje negro para mi funeral. Pero ahora, cuando pienso en ello, ¡oh, chico!, ¡qué suerte tuve! Si hubiera vivido en una ciudad en lugar de un pueblo pequeño, primero me habrían cortado para ver de qué había muerto, y en tal caso me habría encontrado con verdaderos problemas, pero el juez dijo que estaba bien, y que me podían enterrar inmediatamente, porque mi nota demostraba que había sido suicidio. ¿No les parece una idiotez de su parte?

El caso es que se celebró un funeral muy bonito. Pequeño, pero bonito. Además de Virginia y Freddie y el sacerdote, acudió la supervisora, y la oí llorar, aunque no podía verla. Joe también estaba allí, a pesar de no ser un verdadero amigo, y también estaba el abogado de mi tía. Oí al sacerdote decir que las cargas de la vida habían quedado atrás para mí, y que encontraría la paz eterna, y oí que Virginia le decía, antes de que empezara el funeral, lo terrible que había sido para ella que su marido tomara veneno sólo cuatro meses después de casarse. ¿No fue eso una idiotez por su parte? Ni siquiera conocía la diferencia entre el veneno y el whisky de gusto un tanto extraño.

En cualquier caso, acabada la ceremonia pusieron el féretro en un coche fúnebre y se dirigieron hacia el cementerio. ¡Oh, chico!, me alegro de haberle dicho antes al abogado de mi tía que me gustaría ser enterrado. Hace muchos años, cuando me quemé en el accidente de coche, supe que, a partir de entonces, no quería tener nada que ver con el fuego, y cuando quisieron quemar mi cuerpo, el abogado así se lo dijo a Virginia. Le dijo que se tenían que respetar mis deseos, eso fue lo que dijo, y Virginia, desde luego, estuvo de acuerdo.

Bueno, cuando sentí que toda aquella tierra empezaba a caer sobre la tapa del ataúd, me dije a mí mismo: «Te has metido en un buen follón, Harry». Ahora sé lo que estaba pasando. Yo no respiraba tan intensamente como para que pudieran verlo; nada de respirar profundamente y todo eso. Era como esos hombres religiosos de la India que entran en trance y pueden permanecer enterrados durante largo tiempo. Incluso una vez vi en la televisión a un hombre que pudo permanecer encerrado en una caja hundida en el fondo de una piscina Pues bien, eso es lo que yo estaba haciendo en el ataúd.

No sé lo que pasa con esos hombres religiosos, pero puedo asegurarles que dos horas después de que me enterraran comencé a sentir calambres, así que empecé a intentar salir del ataúd. ¡Oh, chico! ¡Qué bien me sentí cuando por fin pude moverme! Y no puede decirse que el viejo Harry naciera bajo una mala estrella. Mi funeral se celebró a últimas horas de la tarde, de modo que no echaron sobre el ataúd tanta tierra como solían hacer. Creo que tenían la intención de terminar el trabajo a la mañana siguiente. Aun así, tuve que trabajar muy duro hasta el punto que, cerca ya del final, se me cayó el ojo de cristal. Y les puedo asegurar que no perdí el tiempo buscándolo bajo tierra. Soy un ingenuo, pero no un tonto.

Cuando por fin logré salir, estaba hecho un asco. Y, ¿se lo pueden creer?, aunque hacía mucho tiempo que vivía en el pueblo, seguía confundido. En lugar de dirigirme hacia la carretera del cementerio, avancé tambaleándome hacia los bosques que hay detrás del cementerio. Si quieren que les diga la verdad, me sentía cansado. Así que dormí unas pocas horas, y cuando me desperté, ¡oh, chico!, ¡qué bien me sentí! Hacía frío y estaba oscuro, y llovía, y hacía bastante viento, pero eso no me importó. El aire olía tan bien. Sabía lo felices que se sentirían Virginia y Freddie al saber que en realidad yo no había muerto, de modo que me encaminé hacia la casa. Ahora ya sabía dónde me hallaba, y sólo estaba a media hora de camino de donde vivo.

Caminé y caminé, y no tardé en encontrarme ante la casa. Me alegré de poder resguardarme de la lluvia, puedo asegurarlo. Recogí la llave que guardaba bajo la escalera. Eso fue otra cosa buena que me enseñó Virginia. Yo solía perder las llaves y luego no podía entrar en la casa, pero ella me mostró dónde podía guardar una llave extra. Sabía que estaba hecho un asco, con mi traje negro de funeral empapado, y mi pierna coja peor a causa de la lluvia, y la cuenca vacía de mi ojo toda enrojecida, pero ¿qué diferencia representaba eso? Virginia no dejaría de sentirse feliz. Subí la escalera en completo silencio para que la sorpresa fuera aún mayor.

Escuché a Virginia y a Freddie riendo en el dormitorio, y me pregunté por qué parecían tan felices. Quizás habían descubierto ya que yo estaba vivo. Eso habría echado a perder mi sorpresa. Pero supongo que se estaban riendo de alguna otra cosa. Hice girar lentamente el pomo de la puerta del dormitorio, y ellos se callaron de pronto. No sé a quién podían estar esperando, pero, desde luego, no era a mí. Cuando abrí la puerta de golpe y grité: «¡He vuelto!», ambos se pusieron a gritar. Me pareció muy extraño que, en una noche fría y lluviosa como aquella, ambos estuvieran desnudos en la cama. Supongo que se consolaban el uno al otro debido a lo mucho que me echaban de menos, pero finalmente estropearon la sorpresa que quería darles, porque siguieron gritando.

Es agradable que, ahora, mi esposa y mi mejor amigo estén juntos. Claro que, en realidad, no están juntos, porque cuando acudo a visitarles los encuentro en alas separadas de ese lugar que llaman manicomio. Los dos tienen el pelo blanco —quizás ellos también bebieron algo de aquel whisky de sabor extraño—, y Virginia ya no es una mujer guapa. Tampoco hablan, lo que me parece una especie de tontería por su parte. Le digo a Virginia que escriba todo aquello que la hace sentirse desanimada, y que entonces se sentirá mejor, pero ella nunca me hace caso.

En casa, echo de menos a Virginia, y también a Freddie, pero ¿saben lo que más echo de menos? ¡Oh, chico, te sorprenderá! Lo que más echo de menos son aquellas bebidas preparadas al estilo antiguo. Sin embargo, ahora ya no bebo. Después de lo que me ocurrió, sé que no se puede confiar en el whisky. Le puede hacer daño a uno.

Carrusel

Thomas Disch

P
or muchas veces que el señor Martin volara de uno a otro lado del país, nunca dejaba de maravillarse, en el momento de la llegada, de no estar más
allí
, sino
aquí
, a un continente de distancia. No era el vuelo, como tal, lo que le sorprendía. A la edad de cincuenta y siete años, había terminado por preferir un asiento de pasillo, y no uno de ventanilla. Ya no se sentía hipnotizado por las maravillas de las grandiosas geometrías de las granjas y las autopistas, y ni siquiera por los brillantes campos de cúmulos en el cielo. No, era simplemente la idea de haber llegado tan lejos en tan corto espacio de tiempo…, un poco más de cinco horas. Eso era lo que le sorprendía.

Cierto que la larga espera alrededor del carrusel de equipajes le daba a uno el tiempo suficiente para efectuar la descompresión del sentido del asombro. Ahora, los pasajeros llevaban ya quince minutos alrededor de la cuadrada abertura de aluminio por la que saldrían los equipajes, empujándose para conseguir una buena posición, en espera de la liberación del aeropuerto. Y seguía sin salir una sola maleta. El señor Martin, aunque siempre acostumbrado a ser tratado como pasajero de primera clase, se resignó a una larga espera, y tomó posesión de un asiento de plástico de color naranja desde donde podía observar la rampa transportadora que alimentaba el carrusel. En el instante en que se sentó, la rampa se puso en movimiento y poco después surgió a la vista la primera maleta. No era la suya, claro; eso habría sido tener demasiada fortuna, aunque en cierta ocasión, hacía ya muchos años, ganó en aquella forma peculiar de ruleta: su maleta fue la primera en salir por la rampa. «¡Bingo! ¡Bravo! ¡Hurra!», pensó…, hasta que llegó a su hotel y descubrió que alguien le había robado. Alguien se había llevado todas sus corbatas. Nada más, sólo las corbatas. En realidad, fue todo un cumplido. No se quejó. ¿De qué le habría servido?

Una joven de rasgos extraordinariamente hermosos y de un rubio casi sobrenatural, se sentó a su lado y dijo:

—¿Descansa usted bien?

—Oh, en realidad no estaba dormido —contestó—. Sólo me defiendo contra esa película. Pobre Jason Robards, que haya tenido que aceptar ese papel… Creo que las líneas aéreas deben escoger deliberadamente las películas más aburridas. Como una forma de anestesia, ya sabe.

Ella asintió con un gesto. Su milagroso pelo osciló lánguidamente. Nadie podría haberse resistido a comprar cualquier champú que hubiera sido anunciado por aquel pelo.

—Aunque eso no lo conseguirían pasando una película como
El hundimiento del Titanic
—siguió diciendo ella—. Puede que no haya icebergs a una altura de tres mil metros, pero la ansiedad es la misma, ¿verdad? Lo mismo da pensar en hundirse que en estrellarse.

—Oh, yo preferiría estrellarme. Ahogarse debe de ser algo terrible.

Ahora, una permanente procesión de maletas, intercaladas con alguna que otra caja de cartón atada o saco de viaje, se tambaleaba rampa abajo, hacia las manos dispuestas de quienes las esperaban, en la base del carrusel. Predominaban las maletas de nylon o de lona, con nervaduras de vinilo. Diez años antes lo más habitual habían sido las maletas moldeadas. Ahora, en cambio, las Samsonite eran casi tan raras como las maletas de cuero a las que habían desplazado. ¿Cuál sería el siguiente paso evolutivo? Quizá maletas de plástico, cada una de ellas embutida en su propio carapacho (suministrado por la compañía aérea)…, todo un mundo de maletas para damas y caballeros. Eso presupondría que serían impermeables a las arrugas. Probablemente serían maletas de poliéster, y de paja para las ocasiones más formales.

EL grupo de gente que había alrededor del carrusel comenzaba a disminuir y, por entre las piernas de quienes esperaban, el señor Martin pudo ver las lentas revoluciones de los bultos que aún no habían sido retirados. Un inmenso baúl era el mayor de todos, como un elefante solitario en un tiovivo. ¡Cuánto debería de haber costado por exceso de equipaje! Aquí volvía otra vez, seguido patéticamente por una pequeña y vieja maleta de cartón que había sido mortalmente perforada.

Nuevas maletas aparecieron al principio de la cinta, bajaron por la rampa y, ante la mirada atenta de los pasajeros que esperaban, se introdujeron en los espacios vacíos del carrusel. La ruleta no era una comparación correcta para este juego, puesto que nadie ganaba jamás. O más bien todo el mundo ganaba algo, marchándose con un premio que ya le pertenecía con anterioridad.

El brazo de un pivote surgió ante el baúl, apartándolo del carrusel y dirigiéndolo hacia una carretilla. La maleta perforada ya había desaparecido y el señor Martin sintió no haber asistido al pequeño drama de su descubrimiento.

—Ahora ya no quedan muchas —comentó la joven sentada a su lado.

—Cierto, pero aún no veo la mía.

Miró su reloj y, ante su sorpresa, descubrió que se había detenido a las tres quince, en el momento en que había cambiado el horario, adaptándolo de la costa Oeste a la costa Este. Apretó con firmeza el vástago y el segundero empezó a moverse.

Permaneció sentado, a la espera.

El carrusel giraba, y de vez en cuando aparecía un pasajero (¿dónde había estado durante tanto tiempo? ¿En las salas de espera? ¿En el bar? ¿En las cabinas telefónicas?), para recoger una de las maletas que quedaban. Hasta que, finalmente, el carrusel quedó vacío. Aun así, continuó girando. Cuatro desamparados pasajeros sin equipaje se habían agrupado al pie de la rampa. Parecían cazadores a la espera de los patos, miraban con gran intensidad la rampa de salida de los equipajes, deseando que el suyo apareciera de una vez.

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